El 25 de diciembre es uno de esos días especiales en los que la gente hace lo de siempre.
En su diario de 1964, Josep Pla anotaba en la entrada correspondiente a esa fecha que él optó por no levantarse.
Y no arrepintió. «Como en la cama. Canelones».
Después se pasó la tarde durmiendo.
A las siete y media se despertó y
trabajó un rato, pero no mucho, sin salir de la cama.
Por la noche, cenó
también en la cama, pollo asado frío, riquísimo.
«He pasado muy buen día», resumió.
En la Navidad de 1890, su colega Leon Tolstoi se mostró más activo, al menos en términos físicos.
Para empezar, se levantó temprano. «Son las ocho de la mañana. Acabo de poner el árbol de Navidad»
, escribió reconociendo que había dejado las tradiciones para el último momento.
Sylvia Plath recoge en sus diarios que el día de Navidad de 1958 «jugué,
hice bromas, di la bienvenida a mamá.
Tal vez la odie, pero hay más
cosas. También la compadezco y la quiero.
A fin de cuentas, como suele
decirse, “es mi madre”».
Fuera de eso, se peleó con su marido, el también poeta Ted Hughes.
Ninguno de los dos sabe qué profesión ejercer, ni qué esperar de lo que escriben. «La poesía no es lucrativa».
William Faulkner,
en la Navidad de 1932, también tenía la cabeza en su literatura.
En
carta al editor Bennett Cerf fechada el 25 de diciembre le confiesa que «estaría orgulloso de que publicaras El ruido y la furia, y confío en que algún día nos pongamos de acuerdo». En Oxford (Misisipí) hace un tiempo pésimo, «sin embargo, tengo un barrilito de moonshine [licor destilado ilegalmente] y cuatro libras de tabaco inglés, por lo tanto qué me importa, como dice el poeta».
La bebida proporciona compañía a muchos autores por esas fechas. En el segundo tomo de Los diarios de Emilio Renzi, Ricardo Piglia destaca en la entrada del 25 de diciembre de 1969 que se siente desvalido.
Y confiesa: «Fiesta anoche, mucho alcohol, en una quinta en las afueras, permanecimos ahí nadando en la pileta hasta el amanecer».
Las celebraciones dependen del ánimo de cada momento.
Susan Sontag pasó la Navidad de 1948 «completamente absorta» escuchando el concierto para piano forte en Si menor de Vivaldi, según sus Diarios tempranos.
Ese mismo día también admitía estar «casi
al borde de la locura.
A veces hay momentos fugaces que sé con la
certeza de que hoy es Navidad que estoy tambaleante al borde de un
precipicio sin fondo».
La debilidad parecía también dominar a Franz Kafka el 25 de diciembre de 1911.
En la última de las notas de ese día escribe: «Correr
hacia la ventana y a través de las maderas y cristales rotos,
debilitado por haber empleado todas las fuerzas, saltar sobre el
alféizar».
Max Aub acostumbraba
a obviar las navidades en sus diarios.
En una de las contadas veces que
dejó anotaciones, el 25 de diciembre de 1951, escribió que «hay muertos que se quedan y otros que se van.
Unos flotan, otros se hunden».
Y cita a su amigo Xavier Villaurrutia,
del que se conmemora el primer aniversario de su fallecimiento. No es
posible saber si lo pasó bien o mal, o ambas cosas.
Como divertida cabe
calificar la Navidad de Julio Ramón Ribeyro en 1955.
La pasó en Munich, entre champán y martini.
A las tres de la madrugada acompañó a una mujer en taxi hasta su casa.
«Ella utilizaba el latín y yo la entendía. Escena que me hace recordar al Félix Krull de Thomas Mann que al hacer el amor hablaba en alejandrinos».
El 25 de diciembre de 2000, Mario Levrero
ni siquiera salió de casa.
Se había mudado a vivir al mundo de su
computadora, en la que jugaba y resolvía solitarios compulsivamente, de
día, de tarde, de madrugada, con tal de no escribir el libro al que se
había comprometido.
Admite que esa jornada estuvo un rato sentado, en
silencio, sin hacerle caso al ordenador, y no se sintió mal.
No le llegó
la angustia. «Después de un rato lo que me llegó fue la compulsión de volver a la máquina», evoca en La novela luminosa.
En un mundo sin máquinas, pero mucho más asfixiante, vivía Alejandra Pizarnik.
En la Navidad de 1959 durmió nueve horas.
Caminó durante toda la mañana, y a su regreso se encerró en la habitación, llena de «hojas sueltas con poesías escritas que esperaban para que las corrigiera».
Pero prefirió leer durante varias horas a Artaud. «Finalmente
arrojé el libro, que me quemaba, hice un poema lleno de alaridos y me
fui a la cocina a hundirme en revistas idiotas de cine y folletines y
comencé a comer sin hambre». Pizarnik hablaba a gritos con su diario, como Cesare Pavese, que en la entrada del 25 de diciembre de 1937 de El oficio de vivir, destaca:
«O con amor o con odio, pero siempre con violencia».
A continuación, después de saber que la mujer de la que está enamorado se ha ido con otro, señala que «querría más bien morir yo que recibir esta noticia de ella».