La familia
del presidente de Estados Unidos felicita las fiestas con una
fotografía de la cena de Estado de marzo, celebrada en honor al primer
ministro de Canadá.
Postal de Navidad de la familia Obam
El Partido Demócrata ha enviado esta semana a los medios de
comunicación y a sus militantes una postal navideña con la familia del
presidente de Estados Unidos, Barack Obama,
como protagonistas. Esta es su última felicitación como residentes en
la Casa Blanca, ya que el próximo enero la familia Trump se convertirán
en sus nuevos inquilinos. Sin duda, en la imagen son Malia, de 18 años, y
Sasha, de 15, las que centran toda la atención.
La
fotografía elegida para felicitar las fiestas navideñas corresponde a
la cena de Estado celebrada el pasado marzo en honor al primer ministro
de Canadá, Justin Trudeau. Esta fue la primera puesta de largo para un acto oficial de las dos hijas del presidente de Estados Unidos, Barack Obama. Las jóvenes eligieron a Naeem Khan, uno de los diseñadores favoritos de
su madre, Michelle Obama, para vestir en esta ocasión. La postal está firmada por la familia Obama al completo, incluyendo sus mascotas Sunny y Bo. Muchos de los destinatarios han querido compartir la misiva en sus
redes sociales con mensajes de cariño que suenan a despedida.
A unos metros del Hotel Baccarat de Manhattan ruge el
amenazador dispositivo de seguridad que protege al nuevo presidente en
la Casa Trump, pero Pedro Almodóvar tiene razones para estar satisfecho. El MoMa ha dedicado una retrospectiva a su obra;
The New Yorker lo celebra convirtiéndole en personaje central de la
revista y un nutrido grupo de admiradores, de Kate Blanchett a John
Turturro, acudieron a la cena que el museo organizó para celebrar a un
cineasta al que impulsó y mimó casi desde el principio. -El
Moma me acogió desde “Qué he hecho yo para merecer esto”, me introdujo
en esta ciudad tan parecida a la yo veía en los tebeos de Superman. Hay mucha gente que cuando ve mis primeras películas, me dice, ahora no podrías hacerlas. Yo me atrevería, pero la reacción contra ellas sería brutal. -España era infinitamente más tolerante en los 80, ni
siquiera era una postura política sino el modo mismo de vivir. Estábamos
estrenando la libertad. La España franquista, que podía haber
reaccionado en contra, estaba metida en su casa, medio atemorizada. -Mi catetismo desapareció con la felicidad de sentir que había llegado al lugar al que pertenecía, Madrid. Uno descubría que la ciudad estaba hecha por todos los forasteros que veníamos a conquistarla. -Iba por la M30, veía las colmenas ilimitadas del barrio de
la Concepción, y percibía que visualmente tenían una fuerza descomunal .
Reconocía como míos esos barrios llenos de pueblerinos. Del neorrealismo
italiano había aprendido cómo lo suburbial se convertía en arte. Había
otra cuestión latente, la conciencia social: yo pertenecía a esas
familias. Mis pintas eran un escándalo cuando volvía al pueblo.
Era terrible sentir cómo tu familia pasaba malos ratos porque tenías
pluma y vestías hiper moderno. Temía poner a mis padres en evidencia,
pero hay un momento en el que has de elegir entre agradar a tu familia o
ser tú mismo.
-He tenido una mala relación con los recuerdos de infancia. No he podido hacer una película acerca de lo que significa ser un niño
diferente en un pueblo. -Tenía 30 años cuando murió mi padre. Sentía lo mucho que me
quería, pero también su enorme extrañeza hacia mí. La única
conversación real la tuvimos un momento antes de que muriera, cuando me
encomendó a Agustín. Me dijo, “ocúpate del niño”. Me encantaría que
tuviera ocasión de ver que el niño me ha acompañado todos los días de mi
vida. -Yo era un niño espectacular, no paraba de hacer cosas
llamativas. Cantaba en latín, declamaba: en el internado, por las
noches, aquellos curas me ponían a leer a los internos las vidas atroces
de los santos. -Al principio, hubo grandes prejuicios contra mí en las
esferas artísticas, me consideraban una absurda . Yo compatibilizaba
dirigir con ponerme una bata de boata y salir en el Rockola a cantar, que es una experiencia que le recomiendo a todo el mundo antes de los 50.
-Nosotros fuimos la reacción a la estética progre de los 70 que, por otra parte, veo recuperada ahora mismo para mi asombro. -Vivir en Madrid en plena explosión democrática fue un
regalo. ¿Cómo se lo vendes eso ahora a las personas que tienen 20 años?
No me gustan las idealizaciones, pero aquello no fue un espejismo: lo
vivimos. --En nuestro mundo nocturno la política no aparecía, pero
esa defensa de la frivolidad y el hedonismo eran en sí mismos una
postura radical. -Es agotador que hoy todo esté en entredicho en España. En
2004, comenzó un período en el que la espontaneidad desapareció y dejó
de permitirse la ironía. Yo desconocía que vivía en un país en el que la
derecha tenía tal fuerza. ¡Toda la vida luchando contra la dictadura de
“el qué dirán” y mira dónde estamos! -Aquí me encuentro más relajado, sí, no padezco esa especie
de vigilancia que me obliga a estar alerta ante lo que digo. Y qué te
voy a decir: es una pena. Una pena, ciertamente, porque cuando Almodóvar se soltaba la melena, ay, era un festín para los periodistas.
ANGELA MERKEL y Barack Obama quedaron a cenar en un hotel de
Berlín el pasado 16 de noviembre, durante la gira que el todavía
presidente de EE UU hizo por Europa para despedirse de esta parte del
mundo y de sus mandatarios. Antes de quedarse a solas, lo que sin duda
estarán deseando, han permitido que el fotógrafo levante acta del suceso. Como verán, Merkel se encuentra ya perfectamente acomodada, con la
espalda recta y los codos donde manda el protocolo, mientras que a Obama
lo hemos sorprendido colocándose o recolocándose, no lo sabemos: quizá
al introducir sus largas piernas bajo las faldas de esa especie de mesa
camilla ha tropezado con el cuerpo de un miembro de su seguridad, o de
la de su anfitriona.
Pero no es eso lo que llama la atención de la escena, sino la
iluminación, que parece planificada por un técnico de teatro. Y, tras la
iluminación, el decorado, que parece justamente eso, un decorado. Tiene
uno la impresión de que el telón acaba de levantarse para dar comienzo a
una obra con dos personajes. Todo es de atrezo: los sillones, la mesa,
la estantería de la derecha, pero también las ventanas del fondo,
abiertas a un paisaje urbano creado por un artista minucioso bajo las
órdenes de un director teatral adscrito al realismo costumbrista. ¿Cabe
esperar algo de una obra que comienza así? ¿ Asistiremos a un diálogo con
chispa o a una sucesión agotadora de lugares comunes? Nunca lo
sabremos, no estuvimos debajo de la mesa. La pregunta es si quienes
aparecen fuera de ella son de verdad Merkel y Obama o dos actores
contratados para la ocasión.
No todo es perder. Si te esfuerzas mucho y bien, con los años ganas
sabiduría. Pero hay que mantenerse alerta y no darse nunca por vencido.
VI LA NOTICIA en el periódico hace unos días. Una mujer de 94 años, Fernanda Pozo Carreño,
acaba de sacarse la licenciatura de Química en la Universidad de
Murcia. Venía foto y todo: una anciana pizpireta luciendo con ufano
tronío la beca azul de su graduación cruzada sobre el pecho. Al parecer Fernanda comenzó sus estudios en 1941. Eran tiempos
difíciles, y más para las mujeres. Por entonces sólo había cinco alumnas
en toda la facultad, incluyéndola a ella. En 1949, quedándole tan sólo
una asignatura para terminar, abandonó la carrera. “Por motivos
personales”, dice Fernanda ahora con discreta reserva. Tuvo que ser muy
duro; tardó ocho largos años en llegar hasta allí y después, rozando su
sueño, lo dejó . O tal vez la obligaron a dejarlo. No quiero ni imaginar
lo que hubo detrás, pero sin duda fue una herida profunda que arrastró
durante 67 años. Hasta que ahora, nonagenaria, en silla de ruedas y con
delicioso arrojo, se empeñó en titularse. Esta pequeña y preciosa historia me recuerda la proeza de Minna Keal,
a la que ya me he referido alguna vez en estos artículos. Minna fue una
inglesa nacida en 1909 que en su juventud estudió música. También ella
tuvo que dejar la carrera sin terminar a los 20 años, en este caso por
razones económicas: huérfana de padre, tuvo que ponerse a trabajar en el
negocio familiar, una librería de textos en hebreo. Se casó, tuvo
hijos, se divorció, se volvió a casar; se afilió al partido comunista,
organizó una asociación de ayuda para sacar niños judíos de la Alemania
nazi, se marchó del PC; trabajó de secretaria en diversos empleos y se
jubiló cuando le llegó la edad. Toda una vida, en fin. Tras la
jubilación, decidió retomar sus estudios de música. Empezó a componer y
en 1989 consiguió que le estrenaran una obra. Era una sinfonía y la
tocaron en los BBC Proms, unos conciertos muy importantes que se
celebran en Londres. Fue un gran éxito. Minna tenía 80 años. A partir de
entonces y hasta su muerte a los 90, Keal se convirtió en una de las
compositoras contemporáneas más importantes de Europa. “Creía que estaba
llegando al final de mi vida, pero ahora me siento como si la estuviera
empezando. Me siento como si estuviera viviendo la vida al revés”, dijo
en una entrevista. Pura magia.
La historia de Minna Keal es monumental e inspiradora, pero todos
sabemos que es muy difícil, por no decir imposible, alcanzar algo así. Sin embargo, la proeza de Fernanda está a nuestro alcance: basta con no
tirar la toalla. Vivir es perder: vas perdiendo futuro, libertad de
elección, capacidades físicas y psíquicas; pierdes oportunidades, salud,
seres queridos, además de cabellos, vista, dientes, memoria, músculos,
agilidad, tersura, cosas que en realidad son una fruslería comparadas
con las pérdidas que he citado anteriormente. Uno empieza a envejecer
desde la cuna y desde muy pronto te echas una mochila a las espaldas, la
mochila de tu propia existencia, que se va llenando rápidamente con las
piedras de tus actos y de tus omisiones, del daño que te han hecho y
del daño que hiciste, de los sueños rotos y de las cobardías. No todo es perder, es cierto. Si te esfuerzas mucho y bien, porque no
viene de fábrica, ganas conocimiento del mundo y de ti mismo, empatía,
sosiego y, en suma, algo que podríamos denominar sabiduría. Pero creo
que para ello hay que mantenerse alerta y no darse nunca por vencido.
Como hizo Minna Keal, por supuesto; pero también como hizo Fernanda. La
vejez es la etapa heroica de la vida; no es para blandengues, como dice
el refrán estadounidense. Pero también es un tiempo para saldar cuentas. No creo que haya que dejarse llevar por el peso de los días como un
leño podrido al que las olas arrojan finalmente a la playa. Uno siempre
puede intentar sacarse alguna de las piedras que lleva a la espalda,
decir las cosas que nunca se atrevió a decir, cumplir en la medida de lo
posible los deseos arrumbados, rescatar algún sueño que quedó en la
cuneta. No rendirse, esa es la clave. Y sobre todo decirse: ¿y por qué
no? Porque la vejez no está reñida con la audacia. Debemos aspirar a
morir muy vivos.