Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

4 dic 2016

Una hermosa lágrima.............................Rosa Montero

Un mendigo callejero, una limosna enrabietada y la sorpresa: un regalo en forma de cristal que refleja la dignidad y la belleza de la vida.

COLUMNISTAS-REDONDOS_ROSAMONTERO
EL OTRO DÍA me sucedió algo extraordinario.
 Estaba en Barcelona para asistir a un congreso literario y salí del hotel a primera hora de la tarde camino de una mesa redonda.
 Me alojaba cerca de las Ramblas, en plena zona turística, y la calle era un hervidero de peatones.
Y, como siempre sucede en el centro de las grandes ciudades, también había un montón de mendigos. 
Uno de ellos era más llamativo; pertenecía al registro de indigentes discapacitados y contrahechos, a ese terrible, patético rubro de personas desbaratadas que son esclavas de mafias sin escrúpulos, que los obligan a exhibir sus deformidades para causar conmoción y piedad en el viandante.
 Ya se sabe que la explotación del monstruo, del débil, del distinto es un antiquísimo negocio. 
Todo un clásico de la maldad humana. 

Este mendigo en concreto se encontraba arrimado a la pared y sentado en el suelo sobre una manta.
 Las piernas, tapadas con el cobertor, no se le veían.
 Por la carencia de volumen, debían de ser delgadísimas, o quizá ni siquiera tuviera extremidades inferiores, no me fijé lo suficiente para saberlo; nunca miramos mucho a personas así
. Lo que resultaba indudable era que no podía caminar por sí solo. Sus explotadores debían de haberlo colocado ahí en algún momento, como quien coloca una máquina tragaperras en un bar.
un hierofante, que en la Grecia antigua era el sumo sacerdote de los cultos mistéricos. 
De hecho, la palabra hierofante significa “el que hace aparecer lo sagrado”
Estaba desnudo de cintura para arriba. 
Mostraba un torso raquítico y deforme, un pecho picudo de paloma, unos bracitos casi inútiles, puro hueso y pellejo.
 Coronándolo todo, una cabeza demasiado grande con una desordenada cabellera castaña.
 Esa tarde no hacía frío, pero desde luego tampoco hacía calor como para estar así, desnudo y quieto.
 Pasé por delante sin detenerme, diciéndome, como siempre que veo algo así, que no se debe dar dinero a estos indigentes para no fomentar la explotación, y también preguntándome cómo es posible que permitamos que suceda semejante abuso ante nuestros ojos; cómo no interviene la autoridad, cómo no lo rescatan de la mafia. Pero a los dos minutos se me fue el asunto de la cabeza.
Cuando regresé al hotel seis horas más tarde ya era de noche.
 Y el mendigo seguía allí, desnudo y solo.
 Pensé: si no saca suficiente dinero lo mismo lo tienen aquí hasta la madrugada.
 Resoplé, enrabietada contra mí misma, contra el mundo, contra los explotadores, sabiendo que iba a intentar paliar mi desasosiego con una maldita limosna.
 Me acerqué rápidamente, eché dos tristes euros en el bote que tenía delante de él y salí escopetada.
 Pero entonces el hombre me chistó, deteniendo mi huida. Me volví y advertí que el mendigo estaba cogiendo un objeto pequeño que había sobre la manta.
 Estiró su bracito maltrecho y me lo tendió; desconcertada, puse la mano y él depositó en mi palma un bellísimo cristal pulido del tamaño de una alubia, con un color azul profundo y una limpia y oscura transparencia.
 Alcé la cara, atónita, y por primera vez vi de verdad al hombre. Sus ojos eran de un tono verde uva imposible, maravilloso.
 Una mirada sobrecogedora que no parecía pertenecer a este mundo.
 Me dijo algo en una lengua desconocida. 
Yo le susurré gracias con la garganta apretada, las gracias más sinceras que he dicho en mi vida, y me fui con el cristal dentro del puño.
 
Horas más tarde, aún trastornada por el suceso, escribí a un amigo contándole la historia, y él me contestó: 
“Es un hierofante; no sientas pena de él”.
 Me pareció precioso: sí, un hierofante, que en la Grecia antigua era el sumo sacerdote de los cultos mistéricos.
 De hecho, la palabra hierofante significa “el que hace aparecer lo sagrado”, y eso era exactamente lo que había logrado nuestro mendigo: que por un instante se parara el rotar del planeta, que estallaran el misterio y la belleza de la vida, todo aquello que es mucho más grande que nosotros.
 Me sentí bendecida, porque eso es lo sagrado para mí, que no soy creyente.
 Ese hombre contrahecho, que ha debido y debe de tener la existencia más dura que pensarse pueda, fue capaz de elevarse por encima de todas sus limitaciones y, revestido de una suprema dignidad, me dio un regalo que nadie hubiera podido pagar ni con todo el dinero del mundo.
 Y aquí estoy, agradecida, con su hermosa lágrima de cristal en la mano.

Contrarrealidad.....................................................Javier Marías

Javier Marías

 

 ¿Quién puede creer que un multimillonario clasista y chulesco se preocupa por los desfavorecidos?

COLUMNISTAREDONDA_JAVIERMARIAS
EL OXFORD ENGLISH Dictionary ha elegido como palabra del año el término “post-truth” o “postverdad”, que, aunque no del todo nuevo, hemos venido utilizando con cada vez mayor frecuencia, llevados por la necesidad de nombrar lo insólito o innombrable, lo que escapa a nuestra comprensión.
  Al decir “nuestra” me refiero al conjunto de la humanidad durante siglos, más o menos desde que se abandonó el pensamiento mágico o supersticioso.
 Ha habido excepciones, claro. 
Lo que hoy se llama postverdad o podría llamarse contrarrealidad tiene precedentes en tiempos modernos, pero sólo en sociedades totalitarias sin libertad de prensa ni de expresión, en las que la información era controlada por una sola voz, la del dictador o tirano.
 Lo hemos conocido en España a lo largo de décadas; aunque a los jóvenes de hoy les suene casi a ciencia-ficción, sólo existía la versión oficial, franquista, y lo que ésta ocultaba no había tenido lugar.
 Tan lejos llegó la censura que no sólo nadie se enteró de los atentados que sufrió el propio Franco, ni de las huelgas que había de vez en cuando, ni de los asesinados a manos de la policía (los detenidos siempre se habían caído o arrojado por una ventana, pese a estar esposados y custodiados por guardias).
 La España de la dictadura era tan “feliz” y “pacífica” que aquí no se producían homicidios ni suicidios, y hasta las obras de ficción (novelas, películas) podían verse en dificultades si los intentaban reflejar.
 Cabe imaginar la visión de la realidad que se tuvo en la Alemania nazi y en la Unión Soviética, en la China de Mao (bueno, y en la actual), en la Cuba de Castro, en la Argentina de Videla y Galtieri y en el Chile de Pinochet.
Pero la postverdad de hoy es distinta, y se da voluntariamente, en países con abundancia y variedad de información. 
Según el OED, su significado “denota circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”.
 Nada mal como definición, pero por fuerza incompleta y sin matices. 
Si he apuntado la posibilidad de llamar al fenómeno “contrarrealidad”, es porque en las actitudes que han conducido al Brexit y al triunfo de Trump hay negación tozuda de la realidad, para lo cual, desde luego, es preciso creerse antes las evidentes mentiras, a sabiendas de que lo son, y no creerse las verdades. ¿Quién puede creer que Trump levantará un muro en la larguísima frontera con México y, sobre todo, que este país sufragará su construcción? ¿Quién que Obama y Hillary Clinton han sido los fundadores del Daesh, como afirmó repetidamente en su campaña Trump?
 ¿Quién que un multimillonario clasista, ostentoso, despectivo y chulesco se preocupa por los desfavorecidos o los representa? ¿Quién que lucha contra el establishment, cuando él es uno de sus emblemas? (Pocas interpretaciones más ridículas que las que ven en su victoria una “rebelión contra las élites”.
 ¿Acaso no es la personificación de la élite un individuo con centenares de posesiones y negocios turbios, varios al parecer fracasados, y cuyo mayor activo es la marca de su propio apellido?) 

Lo mismo puede decirse de Inglaterra: ¿quién era capaz de creerse las manifiestas falsedades de los brexiters?
 ¿Quién al grotesco Boris Johnson, que poco antes del referéndum estaba a favor de la permanencia?
 O de Cataluña: ¿quién puede creer que, una vez independiente, seguiría perteneciendo a la Unión Europea y conservaría su riqueza y no vería mermadas sus exportaciones? ¿Quién que un 48% de votos equivale a una “mayoría clara”? 
Y sin embargo se ha obrado como si todos los palmarios embustes pudieran transformar la realidad.
 Llevo treinta años hablando de la progresiva infantilización del mundo, pero no creí que alcanzara tamaña culminación. 
La actitud de demasiada gente es exactamente la de los niños –muy pequeños, por cierto–, que, por ejemplo, creen que cerrando los ojos o tapándose la cabeza con una sábana ya no van a ser vistos. Confunden no ver con resultar invisibles: si yo no veo a esta persona desagradable o que me da miedo, ella tampoco me verá a mí. 
También es fácil engañarlos, adecuar la realidad a sus necesidades, convencerlos de que no hay amenazas cuando sí las hay. 
 Los adultos nos prestamos: ¿para qué van a sufrir, y a crecer con temores? 
Mientras no se den cuenta, engañémoslos y que sean felices, ya les llegará el día de no serlo tanto.
 El problema es que ahora hay muchos individuos que no consienten que ese día llegue. Están dispuestos a creerse las mayores trolas, y si hay que negar la realidad y la verdad, se niegan y ya está.
 Como si pudieran mantenerse a raya por arte de magia y por la fuerza de nuestra voluntad. 
Son gentes que han perdido la capacidad de sumar dos y dos, de prever ninguna consecuencia. 
 Es como si ya no supieran que si están a la orilla del mar y dan cuatro pasos, sus pies se mojarán, y pensaran: “Qué tontería: ahora están secos, ¿por qué se van a mojar?”
 Y como si ignoraran que si dan cincuenta más, seguramente se ahogarán.
 Pero el océano y la realidad son obstinados, y lo cierto es que continúan ahí, cuando nos abren los ojos por fin.

 

3 dic 2016

Tacones en la arena......................................... Boris Izaguirre...

El mensaje está claro: el año próximo habrá mucho más oro.

 

Carmen Cervera y el diseñador Paolo Bulgari, en un acto esta semana en Madrid de la firma Bvlgari con motivo de la exposición 'Bulgari y Roma' en el Museo Thyssen.

 

Hay infiernos a los que te apetece regresar. Art Basel Miami es uno de ellos.
 Se trata de una feria de arte donde confluyen el talento, el exceso, la vulgaridad, la violencia y el dinero. Como en el infierno, desfilan delante de ti para confundirte, quizás seducirte, mientras el calor te devora.
“Es la feria del maltrato”, sintetiza mi amiga Carolina, mientras sus altísimos tacones Gucci se hunden en la arena en la playa delante del Hotel Faena. 
“Te maltrata el tráfico, insoportable. Te maltrata el clima, te despiertas con un sol maravilloso y cuando sales hay una tormenta. Te maltrata el mal gusto de los millonarios comprando arte tamaño XL.

Hay infiernos a los que te apetece regresar. Art Basel Miami es uno de ellos. Se trata de una feria de arte donde confluyen el talento, el exceso, la vulgaridad, la violencia y el dinero. Como en el infierno, desfilan delante de ti para confundirte, quizás seducirte, mientras el calor te devora.
“Es la feria del maltrato”, sintetiza mi amiga Carolina, mientras sus altísimos tacones Gucci se hunden en la arena en la playa delante del Hotel Faena. 
“Te maltrata el tráfico, insoportable.
 Te maltrata el clima, te despiertas con un sol maravilloso y cuando sales hay una tormenta. Te maltrata el mal gusto de los millonarios comprando arte tamaño XL.
 Pero, sobre todo, te maltrata la eterna pregunta: ¿Por qué estoy aquí otra vez?”.
Carolina se hacía esa pregunta rodeada de 200 invitados vip que no podían entrar a una carpa en plena playa diseñada por Juan Gatti, fotógrafo y artista gráfico responsable de las mejores portadas del pop español y de los títulos de crédito más icónicos de Almodóvar. Los porteros delante del efímero espacio luchaban por dominar las hordas, constatando que no hay nada más temible que un vip enfurecido. “Lo que pasa es que hay demasiados vips”, intentaba mediar un relaciones públicas. “Despierta, chico, en la era de Instagram todos somos vips”, vociferó uno de los afectados. El nivel de disparate en el vestuario (un poco de minimalismo confundido con excesos estéticos de Trump) también indicaba que en el infierno, hiperrealismo y surrealismo, por fin, van de la mano.
Hay que reconocerlo, nunca conseguimos entrar en el espacio vip. Gatti envió un whatsapp disculpándose: “Esto a veces se desmadra”. Quizás aún no sabía que esa misma noche, en el garaje del hotel de moda, se fue la luz y las plataformas que suben y bajan los coches se quedaron suspendidas, con los vehículos corriendo el riesgo de deslizarse y caer hacia los impacientes y adinerados propietarios. Ambiente de El Coloso en llamas. “Eso sí que sería una performance, mi amol”, disparó una artista cubana que repartía flyers para otra feria.
Fidel Castro, entre el duque de Luxemburgo y el príncipe Raniero de Mónaco, en el entierro del expresidente francés François Mitterrand celebrado en la catedral de Notre Dame París en 1996.

 Pero, sobre todo, te maltrata la eterna pregunta: ¿Por qué estoy aquí otra vez?”.
Hace unos años, en este mismo infierno, tropecé con Lapo Elkann, tan superbien vestido que te daba un pelín de miedo. 
Era su etapa sobria, que le ha durado ocho años hasta que esta semana se autosecuestró para exigir 10.000 dólares de rescate y pagar una noche de excesos. 
Mientras le critican, yo sostengo que Lapo está enviando un mensaje: estuvo sobrio cuando la economía se hundía en la crisis.
 Ahora, con Trump, ¡tachán!, vuelve el exceso. Lo confirmé cuando oí a otra vip, con los tacones invisibles en la arena: “Pagaremos menos impuestos. Más dinero para gastar en el mall”. Y Miami es la ciudad Mar-Mol.
Carmen Rigalt me mencionó en su crónica sobre la fiesta de Vanity Fair, asegurando que envidiaba la cercanía a Cuba cuando estoy en Miami. Aquí celebran la muerte de Fidel pero sintiendo que la fiesta les pilla ya mayores.
 En cualquier caso, mientras los europeos, aterrados de ver cómo el dólar sube y sube, hablan de Trump y de Lapo, los latinos hablan de las declaraciones de Elián, aquel niño cubano que regresó a la isla después de que su padre lo reclamara. Eliancito, ahora veinteañerito y sin facilidad oratoria, dijo que en Estados Unidos tienen a Superman pero que Fidel es inmortal.
 “El chico se quedó trastornado con los superhéroes”, me explicó un camarógrafo cubano con ese acento que se traga las vocales como la arena los tacones.
 “En Cuba no hay superhéroes”, agregó, “solo supervivientes.
 La revolución tuvo dos enemigos: Walt Disney y Marvel”. 

Y en España tenemos dos baronesas. Tita Thyssen y Susana Díaz, que está haciendo su propia colección de barones y federaciones socialistas. Miquel Iceta ya está en el bote. Hay algunos tiquismiquis que ponen pegas, hablando de puñaladas y eso. ¡Es política! ¿Es que no han visto House of Cards
Es una vuelta al PSOE clásico sin incertidumbres. 
La otra baronesa, Tita, acumula, también sin incertidumbres, cuadros y joyas como hemos visto en la exposición de Bulgari en su museo.
 Donde brillan el collar y la pulsera regaladas por el barón Thyssen en el año 89, con gran cabuchón de esmeralda, esa talla redondeada que resiste mejor las ralladuras que pudiera provocar el uso.
 O la exposición. El mensaje está claro: el año próximo, habrá mucho más oro, más exceso. 
Y se olvidarán los tacones hundidos en la arena.

El porqué de Diana Quer................................... Rubén Amón

La desaparición de la joven madrileña lo reúne todo: una mujer atractiva, una familia acomodada y la sombra, improbable, del crimen doméstico

Cien días después de haberse producido la desaparición de Diana Quer, con el transcurso del tiempo no ha sido una razón para olvidarnos de ella, sino un argumento para estimular las expectativas.
 Lo prueban los datos de audiencia y la manera en que se retroalimentan los programas, los diarios y los espectadores, en el interés que siempre han despertado las noticias de sucesos.
No todas adquieren la relevancia de Diana Quer. 
Ni todos los casos morbosos reúnen una familia acomodada, el reclamo de una mujer joven, atractiva, la oportunidad de meterse a hurgar en una casa ajena y la sospecha de un crimen doméstico.

Y no es que haya razones para localizar ningún cómplice o partícipe en la familia de la muchacha —todo lo contrario—, pero la memoria de la opinión pública tiene muy arraigados los casos de Bretón y Asunta, como si la excepción fuera la regla.
 Y como si esperáramos in extremis una confesión arrebatadora.
Se ha establecido incluso un debate nacional, un derbi, que divide la sociedad entre partidarios de la madre y del padre, al que han contribuido ellos mismos recreando la beligerancia de su divorcio. Y participándonos de intimidades —la anorexia, los antidepresivos, las luchas por la custodia, los malos tratos psicológicos— que han desviado la atención del caso a espacios marginales.
O no tan marginales, pues la acomodada familia Quer probable y cínicamente nos parece peor que la nuestra, aunque la nuestra no saldría indemne del escrutinio público si entraran las cámaras en casa y operara a su antojo el microscopio.
 Planea la desmitificación de la familia, se somete al escarnio la certeza de la célula embrionaria de la sociedad, como está ocurriendo con tantas series de ficción que resultan tan reales, incluidos los hitos de Ray Donovan, Shameless o Bloodline.

Cada año desaparecen en España entre 14.000 y 20.000 personas. Y se diría que Diana Quer, no pretendiéndolo, representa a todas en la atención mediática y en la expectativa de la opinión pública, de forma que los investigadores han concedido al asunto un valor prioritario, no discriminando otros dosieres, pero asumiendo al tiempo una presión que lucha con el tiempo o contra el tiempo. Y que se expone cada día a la filtración de noticias, rumores, peritajes, especulaciones.
La resolución del caso tendría un valor catártico de propaganda, en la acepción noble del sustantivo.
 Y el escenario contrario conllevaría una frustración. Todo o nada, esa es la fuerza del caso Quer en su proyección de una sociedad obsesionada con el vecino.