Era un milagro. Su risa era la música, esa melancolía.
Ni una palabra se escucha de Lorca, ni una.
Rasgueos de piano, suspiros de guitarra. El alma del poeta en algunos celajes de sus amigos, la anécdota de su vida, el drama.
Pero ni una palabra se le escucha en ninguna parte a Lorca.
Él es música. Sus palabras son canciones.
El drama, la superstición, la magia; no hay en él una sola palabra que no surreal, metida adentro de la alcancía de recuerdos que, palabra por palabra, fueron verdad pero él los convirtió en misterio. Para hacer música.
Es imprescindible tener en cuenta esa premisa (Lorca es música) para aprender de la inteligencia de esa canción, Pequeño vals vienés, que Leonard Cohen, a su vez, convirtió en un revuelo de palomas suaves y del que Sílvia Pérez Cruz, en español, es decir, en la música de Lorca propiamente dicha, hizo un poema salvaje, casi una herida.
Los dos, o los tres, se pusieron a dialogar con esa canción de Lorca, que es vals de principio a fin, y el resultado lo describió ayer en EL PAÍS la poeta española, de raíz de todas partes y finalmente catalana, en uno de los textos autobiográficos que más rinden cuentas, desde la poesía, desde la música y desde la vida, a Federico García Lorca, el poeta doliente que ríe.
Ese drama surrealista que hay en el pequeño vals vienés no es tan solo la crónica de un baile, que también lo es, sino que es en su puridad lingüística más esencial el abecedario del surrealismo que Lorca quiso: no hay una imagen, ni una sola, que no sea precisa, que no ensalce la narración de un sueño, el surrealismo vive ahí como un sueño de arquitecturas maravillosas, volando.
Lorca era esa canción, porque Lorca era música.
Y hacían falta músicos (Lorca, Cohen, Sílvia) para aprehender esa sustancia.
Ahora publica (EL PAÍS también, casualmente) un disco en el que Lorca es músico de nuevo, porque esa es su sustancia, no es otra. Su misma expresión es musical, cuando canta y cuando ríe.
Decía Brecht que había que cantar en los tiempos sombríos.
Cuesta pensar, y decirlo, que en su momento más delicado y más extremo, y más inolvidable para los que después quedaron aquí, vivos, tras aquella guerra que nos sacó los ojos a los españoles viejos y a los españoles que no habíamos nacido, que Lorca tuviera un resquicio de risa en ninguna parte.
Le segaron la voz arteramente, y dejó tal reguero de música como reguero de sangre hubo tras él en el extranjero en el que se convirtió su vida, exiliado en la muerte, roto para el universo de vivir, vivo para el universo de ser misterio y hombre en otra parte, poeta.
Esa esencia musical, aérea, del Lorca más surrealista y más vital, más lorquiano, está en ese pequeño vals que Cohen acarició como si temiera romperlo.
Y esa versión con la que se atrevió Sílvia Pérez Cruz, cuando apenas tenía la edad de Lorca, suspira por hacer redondas las esquinas de la vida que abandonó al poeta.
Esos versos cantados son la expresión premonitoria que una joven así es capaz de hacer de la música rota de un hombre que en ese momento era surrealista para huir de la realidad, para hacerla aire, suspiro musical, silencio o baile.
Para que las palabras le dieran alcance, lo hicieran un ser vivo imaginándose un fragmento de la mañana en el museo de la escarcha.
Música de palomas y de soledad, de muerte y de coñac, habitantes de este vals de quebrada cintura.
Sólo ese poema, sólo esa música, bastaría para que hoy celebráramos en España, en la lengua española, lo que Cohen quiso decir en honor de Lorca;
lo rescató de la tumba de los tristes, lo puso a bailar en el mundo.
Y Silvia lo hizo otra vez de aquí, lo hizo gritar ante el mar rojo de la España rota, lo hizo revivir en el silencio oscuro de tu frente.
Ella es una chiquilla aún, los otros dos han muerto.
Uno se fue sin querer, empujado a la nada hiriente por este país terrible;
Cohen se fue en volandas de un disfraz que tiene cabeza de río
. Y Silvia Pérez Cruz, esa estrella de agua, le dijo a los dos, gritando en una plaza donde ellos ya son música y tan solo, te quiero amor mío, amor mío, dejar violín y sepulcro, las cintas del vals.
Los dos, Leonard y Silvia, son Lorca bailando.
Ni una palabra se escucha de Lorca, ni una.
Rasgueos de piano, suspiros de guitarra. El alma del poeta en algunos celajes de sus amigos, la anécdota de su vida, el drama.
Pero ni una palabra se le escucha en ninguna parte a Lorca.
Él es música. Sus palabras son canciones.
El drama, la superstición, la magia; no hay en él una sola palabra que no surreal, metida adentro de la alcancía de recuerdos que, palabra por palabra, fueron verdad pero él los convirtió en misterio. Para hacer música.
Es imprescindible tener en cuenta esa premisa (Lorca es música) para aprender de la inteligencia de esa canción, Pequeño vals vienés, que Leonard Cohen, a su vez, convirtió en un revuelo de palomas suaves y del que Sílvia Pérez Cruz, en español, es decir, en la música de Lorca propiamente dicha, hizo un poema salvaje, casi una herida.
Los dos, o los tres, se pusieron a dialogar con esa canción de Lorca, que es vals de principio a fin, y el resultado lo describió ayer en EL PAÍS la poeta española, de raíz de todas partes y finalmente catalana, en uno de los textos autobiográficos que más rinden cuentas, desde la poesía, desde la música y desde la vida, a Federico García Lorca, el poeta doliente que ríe.
Ese drama surrealista que hay en el pequeño vals vienés no es tan solo la crónica de un baile, que también lo es, sino que es en su puridad lingüística más esencial el abecedario del surrealismo que Lorca quiso: no hay una imagen, ni una sola, que no sea precisa, que no ensalce la narración de un sueño, el surrealismo vive ahí como un sueño de arquitecturas maravillosas, volando.
Lorca era esa canción, porque Lorca era música.
Y hacían falta músicos (Lorca, Cohen, Sílvia) para aprehender esa sustancia.
Ahora publica (EL PAÍS también, casualmente) un disco en el que Lorca es músico de nuevo, porque esa es su sustancia, no es otra. Su misma expresión es musical, cuando canta y cuando ríe.
Decía Brecht que había que cantar en los tiempos sombríos.
Cuesta pensar, y decirlo, que en su momento más delicado y más extremo, y más inolvidable para los que después quedaron aquí, vivos, tras aquella guerra que nos sacó los ojos a los españoles viejos y a los españoles que no habíamos nacido, que Lorca tuviera un resquicio de risa en ninguna parte.
Le segaron la voz arteramente, y dejó tal reguero de música como reguero de sangre hubo tras él en el extranjero en el que se convirtió su vida, exiliado en la muerte, roto para el universo de vivir, vivo para el universo de ser misterio y hombre en otra parte, poeta.
Esa esencia musical, aérea, del Lorca más surrealista y más vital, más lorquiano, está en ese pequeño vals que Cohen acarició como si temiera romperlo.
Y esa versión con la que se atrevió Sílvia Pérez Cruz, cuando apenas tenía la edad de Lorca, suspira por hacer redondas las esquinas de la vida que abandonó al poeta.
Esos versos cantados son la expresión premonitoria que una joven así es capaz de hacer de la música rota de un hombre que en ese momento era surrealista para huir de la realidad, para hacerla aire, suspiro musical, silencio o baile.
Para que las palabras le dieran alcance, lo hicieran un ser vivo imaginándose un fragmento de la mañana en el museo de la escarcha.
Música de palomas y de soledad, de muerte y de coñac, habitantes de este vals de quebrada cintura.
Sólo ese poema, sólo esa música, bastaría para que hoy celebráramos en España, en la lengua española, lo que Cohen quiso decir en honor de Lorca;
lo rescató de la tumba de los tristes, lo puso a bailar en el mundo.
Y Silvia lo hizo otra vez de aquí, lo hizo gritar ante el mar rojo de la España rota, lo hizo revivir en el silencio oscuro de tu frente.
Ella es una chiquilla aún, los otros dos han muerto.
Uno se fue sin querer, empujado a la nada hiriente por este país terrible;
Cohen se fue en volandas de un disfraz que tiene cabeza de río
. Y Silvia Pérez Cruz, esa estrella de agua, le dijo a los dos, gritando en una plaza donde ellos ya son música y tan solo, te quiero amor mío, amor mío, dejar violín y sepulcro, las cintas del vals.
Los dos, Leonard y Silvia, son Lorca bailando.