Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

7 nov 2016

“La objeción de los médicos casi me cuesta la vida”................................................. Cristina Huete

Un juez ha obligado a la sanidad gallega a indemnizar con 270.000 euros a una paciente que perdió el útero tras ser derivada a Madrid para abortar. 

La mujer relata su vía crucis

 

Paula perdió el útero tras ser derivada para abortar de Galicia a Madrid. EL PAÍS
“No he vuelto a ser la misma desde entonces”. Paula rompe a llorar al recordar lo que sucedió hace cuatro años, cuando tuvo que recorrer los 600 kilómetros que separan Burela (Lugo) de Madrid por carretera para interrumpir su embarazo, muy deseado pero inviable.
La sanidad pública gallega se negó a practicar un aborto apelando a la objeción de conciencia de los facultativos. 
Tras un difícil viaje en coche, acudió a la clínica privada madrileña que le había indicado el Servicio Gallego de Salud. Allí la trasladaron de urgencia al hospital La Paz por su grave estado. Perdió el útero.
 La justicia, en una dura sentencia, ha condenado al Sergas a indemnizarla con 270.000 euros.
 La reconstrucción de su vía crucis muestra los problemas que aún existen en algunos lugares de España para practicar abortos tardíos y cumplir la ley.
 "El derecho a objetar de los médicos casi me cuesta la vida", lamenta.
Una cadena de errores en las pruebas diagnósticas llevadas a cabo en el hospital de Burela fue la que provocó que se detectaran tarde, a los siete meses de embarazo, las graves alteraciones cromosómicas que tenía el feto y que conllevaban que este fuera “incompatible con la vida”; es decir, que no podía sobrevivir.
Pero ningún médico quiso interrumpir su embarazo ni en su hospital ni en ningún otro de la comunidad autónoma.
 Finalmente, el servicio de salud gallego le dijo que, para “respetar el derecho a la objeción de conciencia de los profesionales”, la Administración pagaría la interrupción del embarazo, pero en una clínica de Madrid.
 En ese momento ya estaba en la semana 32 de gestación.

Paula emprendió el viaje. 
“Tuve que dejar a mi otra hija de tres años con mi madre y viajar con mi pareja”, relata. 
“Llevaba ya días con dolores vaginales, pero en el hospital me decían que eran gases”.
 Fue un nuevo error, porque resultó que tenía el útero vascularizado. Por eso, cuando llegó a la clínica con un sangrado vaginal, estaba tan grave que fue trasladada al hospital de referencia, donde le salvaron la vida.
 Le practicaron una cesárea para extraer el feto, un bebé inviable que murió a los 90 minutos de nacer, y le quitaron el útero para detener la hemorragia.
 No podrá ser madre de nuevo.
“Fue todo tremendo”, recuerda. “Nos preguntaron si queríamos ver al bebé, si queríamos que lo reanimaran, pese a que era incompatible con la vida. Tuvimos que incinerarlo y volver a casa con sus cenizas”.
"Perjuicios físicos y psíquicos que hay quien resarza"
De vuelta ya en Galicia, tras una semana ingresada en el hospital madrileño y con su pareja alojada mientras tanto en un hotel, Paula recibió del Sergas al cabo del tiempo el pago correspondiente al kilometraje del viaje.“En total, algo más de 80 euros”, recuerda. “Ni siquiera me llamaron del hospital de Burela, como hacen con todas las parturientas, para citarme para una revisión.
 Mucho menos para pedirme disculpas por las enormes negligencias”.
Paula está en tratamiento psiquiátrico desde entonces.
 El magistrado que ha condenado al Servicio Gallego de Salud considera que la negligencia denunciada por la afectada “rebasa los estándares de lo tolerable” con “perjuicios físicos y psíquicos que no hay quien los resarza”.
La “extensión innecesaria del embarazo” de Paula representa “un fracaso estrepitoso del sistema” sanitario público, según la sentencia.
 Marcos Amboage, el magistrado del juzgado 2 de lo Contencioso-Administrativo de Lugo que la firma, entiende que “resulta difícilmente aceptable que no se disponga de un centro público en Galicia” para practicar las interrupciones del embarazo que garantiza la ley.

Tras la difusión de la condena judicial, el presidente autonómico, Alberto Núñez Feijóo, pidió públicamente disculpas a la afectada y anunció que buscaría la fórmula para “hacer compatible” el derecho de las mujeres gallegas a abortar con el de los médicos a objetar. Francisca Fernández, abogada de Paula, asegura que su caso no es único.
 Ha presentado otras dos reclamaciones de pacientes afectadas por la objeción de conciencia de los profesionales de la red pública gallega.
 El Sergas, por su parte, insiste en que el derecho a la interrupción del embarazo está garantizado en los términos que recoge la ley y señala que en este momento se están practicando algunos abortos correspondientes al segundo trimestre en los hospitales públicos de A Coruña y Ourense.
En todo caso, Galicia no es una excepción.
 En la red pública española se practica una mínima parte de los abortos legales.
 La mayoría, el 90% en 2014 según datos del Ministerio de Sanidad, se deriva a clínicas privadas, algo que permite la ley.
 Pero el problema surge cuando la derivación se hace a una clínica que está a cientos de kilómetros o cuando no hay profesionales para llevar a cabo abortos tardíos que requieren un hospital.
La objeción en la ley
La ley del aborto de 2010 indica específicamente que las interrupciones de embarazo debidas a que el feto es incompatible con la vida o tiene una enfermedad extremadamente grave e incurable, como en el caso de Paula, "se realizarán preferentemente en centros cualificados de la red sanitaria pública". 
Son abortos más complicados porque no hay fecha límite para llevarlos a cabo y en ocasiones la anomalía mortal se descubre tarde.
 Un 0,32 del total de las interrupciones de embarazo en 2014, según datos del Ministerio de Sanidad, se produjeron por esta causa.
 Unos 300, más o menos, de un total de 94.796.
La objeción de conciencia de los médicos está contemplada en la ley del aborto de 2010, pero con ciertos límites. 
El artículo 19.2 de esta norma indica que "los profesionales sanitarios directamente implicados en la interrupción voluntaria del embarazo tendrán el derecho a ejercer la objeción de conciencia sin que el acceso y la calidad asistencial de la prestación puedan resultar menoscabadas".
El informe “Deficiencias e inequidad en los servicios de salud sexual y reproductiva en España”, realizado por 13 organizaciones entre las que figuran Women's Link y Médicos del Mundo, hace hincapié en la desigualdad en el acceso a los servicios hospitalarios públicos de las mujeres que desean interrumpir sus embarazos en función de la comunidad autónoma en la que vivan.
 El documento destaca que en la sanidad pública de Aragón, Extremadura, Castilla-La Mancha y Murcia no se realizó ningún aborto en los hospitales públicos en 2014, según los datos del ministerio.
 Todos ellos fueron derivados a centros privados concertados.

Otro de los problemas es el método
. Un aborto se puede practicar a través de fármacos que apenas implican al médico o a través de métodos instrumentales que sí lo hacen.
 En Galicia, la Fiscalía ha abierto una investigación para determinar si existe responsabilidad penal por parte del Sergas en la práctica de algunos abortos terapéuticos (desde la semana 14 hasta la 22 de gestación, por anomalías fetales o riesgo para la vida o salud de la madre o el feto, menos del 10% del total) realizados “mediante fármacos y sin asistencia médica” en hospitales públicos, según han denunciado varias afectadas
Blanca Cañedo, vocal en Asturias de la Asociación de Clínicas Acreditadas para la Interrupción del embarazo (ACAI), insta a la Administración a formar a los médicos en la práctica instrumental de la interrupción del embarazo en las facultades.
 En su opinión, el método farmacológico es “una brutalidad en los casos de más de 14 semanas de gestación ya que mantiene a las mujeres con síntomas de parto durante días hasta que expulsan el feto”.
El presidente de la Federación de Planificación Familiar Estatal (FPFE), Luis Enrique Sánchez, opina que una de las principales causas por las que algunos hospitales públicos no realizan interrupciones de embarazo es que “las consejerías de sanidad no han fijado la obligación y los servicios de ginecología hospitalarios prefieren no planteárselo, aludiendo a problemas organizativos, falta de quirófanos o escasez de recursos”. 
En su opinión, se trata de una cuestión de “falta de voluntad política de los responsables sanitarios”.
En el caso de Paula, que usa un nombre ficticio para este reportaje, la sentencia reconoce que la sanidad pública no le ofreció los recursos adecuados.
 Ella está segura de que si hubiera podido interrumpir su embarazo en Galicia no habría perdido el útero y la capacidad para ser madre biológica de nuevo.

6 nov 2016

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Orwell y la putrefacción de los libros...............................................Javier Borràs

Imagen cortesía de Orwell Archive / UCL.
Imagen cortesía de Orwell Archive / UCL.

Un libro viejo huele a moscas muertas, a polvo que raspa la garganta y deja pastosa la lengua. 
Durante el helado invierno londinense, en la librería Booklover’s Corner hay que cargar kilos de novelas ataviado con abrigo, bufanda y sin calefacción, porque si no los vidrios se empañan y los clientes no pueden ver el escaparate.
 Cuando un posible comprador entra por la puerta, Eric Blair debe mostrar una sonrisa y, la mayoría de veces, mentir
. Odia a los clientes habituales, en especial a las irritantes señoras que buscan regalos para sus nietos o a los pedantes compradores de ediciones especiales, esos que acarician el lomo del libro que acaban de adquirir y lo abandonan para siempre en una estantería, donde acumula ese espeso puré de polvo y cadáveres de insectos al que cada día debe enfrentarse este cansado librero.
 Durante su largo turno de trabajo, debe encargar raros ensayos que nadie vendrá a recoger, rechazar kilos de novelas que un señor con olor a rancio le intenta vender, o encontrar un libro —del que no sabe ni el título ni el autor— que una adorable viejecita leyó hace cuarenta años. 

El joven librero y escritor (firmaba sus obras como George Orwell) ha aprendido mucho sobre los compradores —que no lectores, nos puntualizaría— de librerías de segunda mano como Booklover’s Corner.
 La mayoría piensan que leer libros es algo sumamente caro, por lo que no paran de quejarse de los altos precios, ya que consideran que un escritor es un ser extraordinario que, además de escribir novelas, puede vivir del aire.
 Muchos de estos clientes acuden a la sección de préstamos de la librería, donde Eric Blair se esfuerza en colocar los mejores clásicos, ya que todavía es joven y no ha descubierto que existen dos tipos de libros: los que la gente lee y los que la gente «tiene intención» de leer.
 Por eso nadie pide prestado ningún clásico, pero —a la vez— las ventas de las grandes obras de la literatura mantienen una tirada aceptable.
 Porque hay libros para leer y libros que son cementerios de moscas.

En esas condiciones, allá por 1935, perdió Orwell su amor por los libros. Por los libros como objeto, cabe entenderse: su olor le recordaba a los clientes estúpidos, al dolor en la espalda, a las lacerantes mentiras para asegurar una venta, al frío londinense calando en los huesos. 
De ese momento en adelante los pediría prestados siempre que pudiera y solo los compraría y los acumularía —polvo, moscas— cuando fuera estrictamente necesario.
 Su experiencia directa con montañas de libros le sirvió para aprender otra cosa: que la mayoría de las obras publicadas son malas. 
Muchos de los clientes de Booklover’s Corner venían perdidos, sin criterio para distinguir cuáles libros eran buenos y cuáles no.
 Buena parte de esa desorientación intelectual estaba causada por la corrupción de los jueces de la literatura, es decir, los críticos literarios. 
Seres desganados, calvos, miopes y mendigantes, que debían reseñar una decena de libros por semana de los que, como máximo, podrían leer unas cincuenta páginas para hacer un resumen barato, lleno de muletillas desgastadas hasta la vergüenza y elogios tan sinceros «como la sonrisa de una prostituta».
 Almas que hace tiempo pudieron emocionarse al leer un soneto o una metáfora, pero que habían perdido su entusiasmo y su dignidad a medida que les llegaban paquetes de libros insulsos, frente a los que «la perspectiva de tener que leerlos, incluso el olor del papel, les afecta como lo haría la perspectiva de comerse un pudin frío de harina de arroz condimentado con aceite de ricino».
 Corruptos que —por presiones editoriales, por desgana, por depresión, por pagar la comida de sus hijos— habían aceptado mentir, decir que un libro era «bueno» aún sabiendo que no lo era para nada, «vertiendo su espíritu inmortal por el desagüe en pequeñas dosis».
 Y esa perversión del término «bueno», usado cínicamente tanto para calificar a Dickens como para calificar a un empalagoso libreto romántico, era algo contra lo que Orwell lucharía toda su vida.
 Porque caer en la trampa de que una novela de detectives barata es «buena» nos puede hacer perder, como máximo, algo de tiempo y dinero
. Pero una vez que la corrupción del lenguaje se expande más allá de la crítica de un vulgar libro, una vez que el escritor empieza a aceptar la mentira y —poco a poco— a justificarla, una vez que la libertad del intelectual es asesinada por la cobardía, aparece una sombra que es la muerte de la literatura, a la que Orwell miró a los ojos.

«La destrucción de la literatura» es una bomba nuclear contra la cobardía y la traición de los intelectuales, contra los Judas que sacrifican la libertad y se dirigen, felices, al barranco donde se arrojarán como ovejas asustadas.
 En este ensayo, Orwell empieza con una anécdota que nos puede sonar poco antigua.
 Corría el año 1945 y el escritor británico participó como oyente en una reunión sobre la libertad de prensa en el PEN Club de Londres. Uno de los conferenciantes defendió la necesidad de libertad de prensa en la India (pero no en otros países); otro se quejó contra las leyes de la obscenidad en la literatura; el último dedicó su discurso a defender las purgas estalinistas.
 Los participantes —la mayoría escritores— elogiaron unánimemente la crítica a las leyes contra la obscenidad, pero nadie alzó la voz para denunciar el elogio a la censura política que se había proclamado ante sus narices.
 Parecía más preocupante no poder escribir «pene» en un texto, que el envío de escritores soviéticos al gulag. 
Orwell debía mirar el espectáculo con una mueca de horror, pero no de sorpresa, ya que —como el polvo sofocante de los libros, como la decrepitud de los críticos literarios— también había experimentado demasiadas veces como la literatura se sometía, gustosa, a la fusta de la política.
En esas condiciones, allá por 1935, perdió Orwell su amor por los libros.
 Por los libros como objeto, cabe entenderse: su olor le recordaba a los clientes estúpidos, al dolor en la espalda, a las lacerantes mentiras para asegurar una venta, al frío londinense calando en los huesos. De ese momento en adelante los pediría prestados siempre que pudiera y solo los compraría y los acumularía —polvo, moscas— cuando fuera estrictamente necesario. Su experiencia directa con montañas de libros le sirvió para aprender otra cosa: que la mayoría de las obras publicadas son malas. Muchos de los clientes de Booklover’s Corner venían perdidos, sin criterio para distinguir cuáles libros eran buenos y cuáles no. Buena parte de esa desorientación intelectual estaba causada por la corrupción de los jueces de la literatura, es decir, los críticos literarios. Seres desganados, calvos, miopes y mendigantes, que debían reseñar una decena de libros por semana de los que, como máximo, podrían leer unas cincuenta páginas para hacer un resumen barato, lleno de muletillas desgastadas hasta la vergüenza y elogios tan sinceros «como la sonrisa de una prostituta».
 Almas que hace tiempo pudieron emocionarse al leer un soneto o una metáfora, pero que habían perdido su entusiasmo y su dignidad a medida que les llegaban paquetes de libros insulsos, frente a los que «la perspectiva de tener que leerlos, incluso el olor del papel, les afecta como lo haría la perspectiva de comerse un pudin frío de harina de arroz condimentado con aceite de ricino».
 Corruptos que —por presiones editoriales, por desgana, por depresión, por pagar la comida de sus hijos— habían aceptado mentir, decir que un libro era «bueno» aún sabiendo que no lo era para nada, «vertiendo su espíritu inmortal por el desagüe en pequeñas dosis». 
Y esa perversión del término «bueno», usado cínicamente tanto para calificar a Dickens como para calificar a un empalagoso libreto romántico, era algo contra lo que Orwell lucharía toda su vida.
 Porque caer en la trampa de que una novela de detectives barata es «buena» nos puede hacer perder, como máximo, algo de tiempo y dinero.
 Pero una vez que la corrupción del lenguaje se expande más allá de la crítica de un vulgar libro, una vez que el escritor empieza a aceptar la mentira y —poco a poco— a justificarla, una vez que la libertad del intelectual es asesinada por la cobardía, aparece una sombra que es la muerte de la literatura, a la que Orwell miró a los ojos.

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Booklover’s Corner, Hampstead. Imagen cortesía de Orwell Archive / UCL.
Acabada la Segunda Guerra Mundial, el deseo de libertad entre los intelectuales era cada vez más débil, frente al monstruo —terrible, pero a la vez seductor— del totalitarismo.
 Derrotado el fascismo, la tentación soviética era el gran reclamo entre los escritores europeos: se sumaban a una ideología que se rebelaba contra el orden establecido y que prometía llevar a un estadio donde la igualdad, la dignidad y la riqueza alcanzaran a todos los ciudadanos.
 Para llegar a esa situación, los intelectuales solo debían hacer un pequeño sacrificio, que —además, les tranquilizaron— solo sería por un breve período de tiempo: debían dejar de lado su libertad y debían mentir. 
Los que no se sumaron a este «camino a la libertad» fueron señalados y criticados por sus propios compañeros de letras.
 Los escritores que no estaban de acuerdo en renunciar a su libertad de opinión (era solo por unos pocos años, el resultado sería magnífico, habría valido la pena, ¿qué les costaba?) eran acusados de «encerrarse en una torre de marfil, o bien de hacer un alarde exhibicionista de su personalidad, o bien de resistirse a la corriente inevitable de la historia en un intento de aferrarse a privilegios injustificados».
 Una vez que la verdad había sido revelada (Orwell usa la certera comparación entre católicos y comunistas: ¿Qué podemos encontrar más parecido a las purgas estalinistas que la Inquisición medieval?) todo aquel que se opusiera a ella era, o un «idiota» y «romántico» por no entenderla, o un «egoísta» y «traidor» por no querer renunciar a sus privilegios burgueses.
 Todos aquellos que opinen distinto a nosotros «no pueden ser honrados e inteligentes al mismo tiempo».
¿Qué sucedía cuando un escritor renunciaba a su libertad? Que la literatura se iba apuñalando a ella misma.
 Por un lado, se escondía a la «verdad», ya que esta podía ser «inoportuna» en las condiciones existentes (más adelante se podría decir la verdad libremente, ¿qué importaba retrasarlo solo un poco?) y, por otro lado, el conocimiento y la difusión de según qué hechos podía «hacer el juego» al enemigo y beneficiarlo. 
Pero no solo se trataba de encerrar en cuarentena a la verdad, sino que también se debía poner en duda la existencia de la verdad de los hechos. 
Ante una verdad espiritual (las órdenes del Partido), la verdad de la experiencia, la verdad objetiva, es dudosa o, incluso, inexistente. Como consecuencia, si los hechos no son verdaderos o falsos, las mentiras no son grandes ni pequeñas: tiene el mismo sentido decir que una tela no es roja a que miles de campesinos ucranianos no están muriendo por culpa de la hambruna.
 Son hechos objetivos, por tanto, discutibles: pueden ser abordados más tarde.
La aceptación de la mentira por parte de los intelectuales no solo afectaba a los ensayos o novelas que trataban temas «políticos», sino a todo tipo de literatura.
 Según Orwell, el peor pecado de una novela es que no sea sincera. Debemos ahondar en nuestra mente y, usando las palabras lo mejor que podamos, transmitir nuestros sentimientos y experiencias. 
 Pero los tentáculos del totalitarismo llegan hasta allí: nos dicen qué debemos amar, ante qué debemos sentir asco, qué nos debe parecer hermoso, qué nos debe entristecer y alegrar. 
Ante la falta de sinceridad, las palabras pierden su brillo y se marchitan, y Orwell lo sabía.
 La «ortodoxia» totalitaria quería (como quería con todos los ámbitos de la vida) someter la estética a la política.
 Orwell no niega que toda obra sea política, pero eso no significa que la belleza, la experiencia y los sentimientos tengan que adaptarse a ella y dejar de ser individuales.
 Por eso Orwell, que veía a Dalí como un hombre perverso que había triunfado en la vida gracias a la maldad, considera que sería absolutamente injusto decir que no es un gran pintor.
 La gran trampa estaba en afirmar: «no estoy de acuerdo con lo que escribes, por tanto eres un mal escritor».
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George Woodcock, Mulk Raj Anand,George Orwell,William Empson, Herbert Read y Edmund Blunden en el estudio de grabación. Imagen: BBC.
Este texto está basado, principalmente, en los ensayos de Orwell Recuerdos de un librero, Confesiones de un crítico literario, La libertad de prensa y La destrucción de la literatura.
 Si me permiten un consejo, les recomiendo disfrutar de los ensayos completos, donde descubrirán interesantes reflexiones políticas, cómo era el hospital más deprimente de Francia, los castigos a los que era sometido el pequeño Eric cuando se hacía pipí en la cama, o cómo hacer una buena taza de té.


En Orwell percibimos una vida grande y activa, aunque siempre rodeada de cierto halo de pesimismo. Era un escritor que veía como sus camaradas de letras tenían miedo de defender su valor más preciado, la libertad, e incluso contemplaba como algunos clamaban fuertemente contra ella. En sus ensayos, Orwell advierte que el totalitarismo puede estar presente en las democracias, cuando se debilita la tradición liberal. Vemos y veremos a mucha gente apropiarse del mensaje de Orwell, hablar de la perversión del lenguaje, de cómo vamos hacia una sociedad totalitaria, de los enemigos de la libertad. Es fácil hacerlo, y queda bonito y rimbombante. Pero hay una enseñanza en Orwell, la más incómoda, que resume su amor por la libertad: fue un hombre plenamente de izquierdas que no usó su pluma para atacar al enemigo, al fascismo, sino a los suyos, al comunismo, a los que luchaban por sus mismos ideales. Orwell se planteó un combate contra sí mismo, defendiendo el derecho de sus enemigos a tomar la palabra y el derecho a decir a la gente lo que no quiere oír. Una lucha contra el miedo a rebatir a un amigo, a dar la razón a un enemigo, a ser insultado y despreciado por no comulgar con ortodoxias propias y ajenas. Encender algo de luz en la oscuridad, aún a riesgo de quemarnos y arder.

Esta genuflexión de la realidad a la ilusión era el gran enemigo de Orwell, un hombre de acción. Su vida y su obra se habían alimentado de la experiencia, y a partir de ella juzgaba la realidad. Él había vivido con los proletarios, él había luchado contra el fascismo, él había sido señalado por el totalitarismo: fundó su pensamiento a partir de la reflexión de la experiencia, no de grandes teorías. Era partidario de la «moral del hombre común», esa que nos avisa de que matar es malo o que ayudar a una viejecita con los paquetes de la compra es bueno. Algo extraño en tiempos en los que la moral era visto como algo secundario o un vestigio de «pensamiento burgués».

El IBEX 35, la Triple Alianza, la opereta y la periodista............................................. Juan Cruz

Periodistas que se jactan de defender la identidad del oficio participan con su silencio en la fabricación de esa estrategia conspirativa alentada por los jefes del señor Espinar.

Raón Espinar
Han embarullado tanto el tablero con respecto a este asunto del piso de Ramón Espinar que ahora parece que el origen, una información de la cadena Ser, es la conjunción astral que mantienen el Ibex 35, a la Triple Alianza, los directivos de este grupo de prensa que me acoge y un robot que adquiere forma de periodista. 
Periodistas que se jactan de defender la identidad del oficio han participado (y participan) con su desdén o con su silencio en la fabricación de esa estrategia conspirativa alentada por los jefes políticos del señor Espinar, senador del Reino, diputado de la Comunidad de Madrid y aspirante a ser el líder madrileño por el designio de Pablo Iglesias.

Ese silencio interesado (interesado en que todo aquí sea culpa del mismo y de nadie más) es el caldo de cultivo de una ocultación doble: parece que lo del piso lo puso ahí, como una cáscara de plátano ante las primarias madrileñas de Podemos, el mismísimo presidente de Prisa, arremangado ante una máquina de escribir antigua, rodeado de los efluvios demoniacos que le atribuyen los que creen que merece más la pena la bruma de la opinión que la exigencia de la información.
El momento más picudo de esta estrategia de la araña mediática en virtud de la cual hay buenos y malos, y los malos somos nosotros, de Cebrián abajo, mientras que los buenos son los que acusan al Ibex, a la Triple Alianza y al Sursum Corda de que ahora se hable más de Espinar que de Iglesias.

El sábado, en la Sexta Noche, la jefa del Gabinete de este último exhibió los demonios de esa conjunción astral con tal lujo de detalles que se enredó en alguno: Iñaki López le ofreció alguna información que le atañía (a ella y a Iglesias): en una reunión en la Ser les dijeron a ambos que obraba en poder de la periodista que siguió el asunto una información tan delicada que requería el esfuerzo de la confirmación.
 Como se hace en periodismo: sabes algo, pero no lo sabes hasta que no tienes todos los datos. O se les pasó o no quisieron que Espinar confirmara o desmintiera; hasta que la periodista ya puso en común todos los datos y, como se suele hacer en la prensa hasta el advenimiento de otros mandamientos más actuales, los sometió al interés de los oyentes y están, por cierto, compulsados, en la página web de la cadena.
 ¿Por qué los publicó, por qué son ya de dominio público? Porque el señor Espinar trabaja pagado por el dominio público.
 Y porque el señor Espinar había hecho lo que hizo en un país donde él mismo juzgó interesante, en el pasado, avergonzar a otros por hacer lo que él verdaderamente hizo.
No hacía falta que Iñaki López le dijera eso a Irene Montero.
 Ella lo conocía, obviamente, ahí, en el plató en el que reía como si la risa fuera una información o una palabra, así que no se tomó la molestia de explicar por qué le habían dejado al senador semanas y semanas sin decir lo que luego dijo: que lo que investigó la periodista era así y no de otra manera. 
Nadie ha desmentido la información, ni los propios afectados, ni el que vendió el piso, ni el que lo compró.
 Ni el señor Espinar.
Durante una semana a Podemos, a su cúpula, al propio señor Espinar, y a aquellos a los que, en las redes sociales y en otros medios afectos, les viene bien la teoría de la conspiración que una al Ibex (al que no pertenece Prisa, por cierto), a la Triple Alianza y al Sursum Corda, les convino decir que esa información la había escrito esa tripleta inventada para que no pase lo que está pasando sino lo que ellos quieren que pase.
 Y la investigó, la comprobó, la hizo y la defendió una periodista que se llama Mariela Rubio, es la que cubre la información sobre Podemos, y ha trabajado y trabaja en otros renglones de la emisora (¡tiene también un programa de ópera!) 
Produce sonrojo que personalidades de la comunicación y de la política presenten el caso como una ocurrencia de un robot al que además le ponen nombre propio, que no es el de la profesional que firma y firmó la información que tanta risa le da a Irene Montero.