Un libro
viejo huele a moscas muertas, a polvo que raspa la garganta y deja
pastosa la lengua.
Durante el helado invierno londinense, en la librería
Booklover’s Corner hay que
cargar kilos de novelas ataviado con abrigo, bufanda y sin calefacción,
porque si no los vidrios se empañan y los clientes no pueden ver el
escaparate.
Cuando un posible comprador entra por la puerta, Eric Blair debe
mostrar una sonrisa y, la mayoría de veces, mentir
. Odia a los clientes
habituales, en especial a las irritantes señoras que buscan regalos
para sus nietos o a los pedantes compradores de ediciones especiales,
esos que acarician el lomo del libro que acaban de adquirir y lo
abandonan para siempre en una estantería, donde acumula ese espeso puré
de polvo y cadáveres de insectos al que cada día debe enfrentarse este
cansado librero.
Durante su largo turno de trabajo, debe encargar raros
ensayos que nadie vendrá a recoger, rechazar kilos de novelas que un
señor con olor a rancio le intenta vender, o encontrar un libro —del que
no sabe ni el título ni el autor— que una adorable viejecita leyó hace
cuarenta años.
El joven librero y escritor (firmaba sus obras como George Orwell)
ha aprendido mucho sobre los compradores —que no lectores, nos
puntualizaría— de librerías de segunda mano como Booklover’s Corner.
La
mayoría piensan que leer libros es algo sumamente caro, por lo que no
paran de quejarse de los altos precios, ya que consideran que un
escritor es un ser extraordinario que, además de escribir novelas, puede
vivir del aire.
Muchos de estos clientes acuden a la sección de
préstamos de la librería, donde Eric Blair se esfuerza en colocar los
mejores clásicos, ya que todavía es joven y no ha descubierto que
existen dos tipos de libros: los que la gente lee y los que la gente
«tiene intención» de leer.
Por eso nadie pide prestado ningún clásico,
pero —a la vez— las ventas de las grandes obras de la literatura
mantienen una tirada aceptable.
Porque hay libros para leer y libros que
son cementerios de moscas.
En esas
condiciones, allá por 1935, perdió Orwell su amor por los libros. Por
los libros como objeto, cabe entenderse: su olor le recordaba a los
clientes estúpidos, al dolor en la espalda, a las lacerantes mentiras
para asegurar una venta, al frío londinense calando en los huesos.
De
ese momento en adelante los pediría prestados siempre que pudiera y solo
los compraría y los acumularía —polvo, moscas— cuando fuera
estrictamente necesario.
Su experiencia directa con montañas de libros
le sirvió para aprender otra cosa: que la mayoría de las obras
publicadas son malas.
Muchos de los clientes de Booklover’s Corner
venían perdidos, sin criterio para distinguir cuáles libros eran buenos y
cuáles no.
Buena parte de esa desorientación intelectual estaba causada
por la corrupción de los jueces de la literatura, es decir, los
críticos literarios.
Seres desganados, calvos, miopes y mendigantes, que
debían reseñar una decena de libros por semana de los que, como máximo,
podrían leer unas cincuenta páginas para hacer un resumen barato, lleno
de muletillas desgastadas hasta la vergüenza y elogios tan sinceros
«como la sonrisa de una prostituta».
Almas que hace tiempo pudieron
emocionarse al leer un soneto o una metáfora, pero que habían perdido su
entusiasmo y su dignidad a medida que les llegaban paquetes de libros
insulsos, frente a los que «la perspectiva de tener que leerlos, incluso
el olor del papel, les afecta como lo haría la perspectiva de comerse
un pudin frío de harina de arroz condimentado con aceite de ricino».
Corruptos que —por presiones editoriales, por desgana, por depresión,
por pagar la comida de sus hijos— habían aceptado mentir, decir que un
libro era «bueno» aún sabiendo que no lo era para nada, «vertiendo su
espíritu inmortal por el desagüe en pequeñas dosis».
Y esa perversión
del término «bueno», usado cínicamente tanto para calificar a Dickens como
para calificar a un empalagoso libreto romántico, era algo contra lo
que Orwell lucharía toda su vida.
Porque caer en la trampa de que una
novela de detectives barata es «buena» nos puede hacer perder, como
máximo, algo de tiempo y dinero
. Pero una vez que la corrupción del
lenguaje se expande más allá de la crítica de un vulgar libro, una vez
que el escritor empieza a aceptar la mentira y —poco a poco— a
justificarla, una vez que la libertad del intelectual es asesinada por
la cobardía, aparece una sombra que es la muerte de la literatura, a la
que Orwell miró a los ojos.
«La
destrucción de la literatura» es una bomba nuclear contra la cobardía y
la traición de los intelectuales, contra los Judas que sacrifican la
libertad y se dirigen, felices, al barranco donde se arrojarán como
ovejas asustadas.
En este ensayo,
Orwell empieza con una anécdota que nos puede sonar poco antigua.
Corría el año 1945 y el escritor británico participó como oyente en una
reunión sobre la libertad de prensa en el PEN Club de Londres. Uno de
los conferenciantes defendió la necesidad de libertad de prensa en la
India (pero no en otros países); otro se quejó contra las leyes de la
obscenidad en la literatura; el último dedicó su discurso a defender las
purgas estalinistas.
Los participantes —la mayoría escritores—
elogiaron unánimemente la crítica a las leyes contra la obscenidad, pero
nadie alzó la voz para denunciar el elogio a la censura política
que se había proclamado ante sus narices.
Parecía más preocupante no
poder escribir «pene» en un texto, que el envío de escritores soviéticos
al gulag.
Orwell debía mirar el espectáculo con una mueca de horror,
pero no de sorpresa, ya que —como el polvo sofocante de los libros, como
la decrepitud de los críticos literarios— también había experimentado demasiadas veces como la literatura se sometía, gustosa, a la fusta de la política.
En esas
condiciones, allá por 1935, perdió Orwell su amor por los libros.
Por
los libros como objeto, cabe entenderse: su olor le recordaba a los
clientes estúpidos, al dolor en la espalda, a las lacerantes mentiras
para asegurar una venta, al frío londinense calando en los huesos. De
ese momento en adelante los pediría prestados siempre que pudiera y solo
los compraría y los acumularía —polvo, moscas— cuando fuera
estrictamente necesario. Su experiencia directa con montañas de libros
le sirvió para aprender otra cosa: que la mayoría de las obras
publicadas son malas. Muchos de los clientes de Booklover’s Corner
venían perdidos, sin criterio para distinguir cuáles libros eran buenos y
cuáles no. Buena parte de esa desorientación intelectual estaba causada
por la corrupción de los jueces de la literatura, es decir, los
críticos literarios. Seres desganados, calvos, miopes y mendigantes, que
debían reseñar una decena de libros por semana de los que, como máximo,
podrían leer unas cincuenta páginas para hacer un resumen barato, lleno
de muletillas desgastadas hasta la vergüenza y elogios tan sinceros
«como la sonrisa de una prostituta».
Almas que hace tiempo pudieron
emocionarse al leer un soneto o una metáfora, pero que habían perdido su
entusiasmo y su dignidad a medida que les llegaban paquetes de libros
insulsos, frente a los que «la perspectiva de tener que leerlos, incluso
el olor del papel, les afecta como lo haría la perspectiva de comerse
un pudin frío de harina de arroz condimentado con aceite de ricino».
Corruptos que —por presiones editoriales, por desgana, por depresión,
por pagar la comida de sus hijos— habían aceptado mentir, decir que un
libro era «bueno» aún sabiendo que no lo era para nada, «vertiendo su
espíritu inmortal por el desagüe en pequeñas dosis».
Y esa perversión
del término «bueno», usado cínicamente tanto para calificar a Dickens como
para calificar a un empalagoso libreto romántico, era algo contra lo
que Orwell lucharía toda su vida.
Porque caer en la trampa de que una
novela de detectives barata es «buena» nos puede hacer perder, como
máximo, algo de tiempo y dinero.
Pero una vez que la corrupción del
lenguaje se expande más allá de la crítica de un vulgar libro, una vez
que el escritor empieza a aceptar la mentira y —poco a poco— a
justificarla, una vez que la libertad del intelectual es asesinada por
la cobardía, aparece una sombra que es la muerte de la literatura, a la
que Orwell miró a los ojos.
Derrotado el fascismo, la tentación soviética era el gran reclamo entre los escritores europeos: se sumaban a una ideología que se rebelaba contra el orden establecido y que prometía llevar a un estadio donde la igualdad, la dignidad y la riqueza alcanzaran a todos los ciudadanos.
Para llegar a esa situación, los intelectuales solo debían hacer un pequeño sacrificio, que —además, les tranquilizaron— solo sería por un breve período de tiempo: debían dejar de lado su libertad y debían mentir.
Los que no se sumaron a este «camino a la libertad» fueron señalados y criticados por sus propios compañeros de letras.
Los escritores que no estaban de acuerdo en renunciar a su libertad de opinión (era solo por unos pocos años, el resultado sería magnífico, habría valido la pena, ¿qué les costaba?) eran acusados de «encerrarse en una torre de marfil, o bien de hacer un alarde exhibicionista de su personalidad, o bien de resistirse a la corriente inevitable de la historia en un intento de aferrarse a privilegios injustificados».
Una vez que la verdad había sido revelada (Orwell usa la certera comparación entre católicos y comunistas: ¿Qué podemos encontrar más parecido a las purgas estalinistas que la Inquisición medieval?) todo aquel que se opusiera a ella era, o un «idiota» y «romántico» por no entenderla, o un «egoísta» y «traidor» por no querer renunciar a sus privilegios burgueses.
Todos aquellos que opinen distinto a nosotros «no pueden ser honrados e inteligentes al mismo tiempo».
¿Qué
sucedía cuando un escritor renunciaba a su libertad? Que la literatura
se iba apuñalando a ella misma.
Por un lado, se escondía a la «verdad»,
ya que esta podía ser «inoportuna» en las condiciones existentes (más
adelante se podría decir la verdad libremente, ¿qué importaba retrasarlo
solo un poco?) y, por otro lado, el conocimiento y la difusión de según
qué hechos podía «hacer el juego» al enemigo y beneficiarlo.
Pero no
solo se trataba de encerrar en cuarentena a la verdad, sino que también
se debía poner en duda la existencia de la verdad de los hechos.
Ante
una verdad espiritual (las órdenes del Partido), la verdad de la
experiencia, la verdad objetiva, es dudosa o, incluso, inexistente. Como
consecuencia, si los hechos no son verdaderos o falsos, las mentiras no
son grandes ni pequeñas: tiene el mismo sentido decir que una tela no
es roja a que miles de campesinos ucranianos no están muriendo por culpa
de la hambruna.
Son hechos objetivos, por tanto, discutibles: pueden
ser abordados más tarde.
La
aceptación de la mentira por parte de los intelectuales no solo afectaba
a los ensayos o novelas que trataban temas «políticos», sino a todo
tipo de literatura.
Según Orwell, el peor pecado de una novela es que no
sea sincera. Debemos ahondar en nuestra mente y, usando las palabras lo
mejor que podamos, transmitir nuestros sentimientos y experiencias.
Pero los tentáculos del totalitarismo llegan hasta allí: nos dicen qué
debemos amar, ante qué debemos sentir asco, qué nos debe parecer
hermoso, qué nos debe entristecer y alegrar.
Ante la falta de
sinceridad, las palabras pierden su brillo y se marchitan, y Orwell lo
sabía.
La «ortodoxia» totalitaria quería (como quería con todos los
ámbitos de la vida) someter la estética a la política.
Orwell no niega
que toda obra sea política, pero eso no significa que la belleza, la
experiencia y los sentimientos tengan que adaptarse a ella y dejar de
ser individuales.
Por eso Orwell, que veía a Dalí
como un hombre perverso que había triunfado en la vida gracias a la
maldad, considera que sería absolutamente injusto decir que no es un
gran pintor.
La gran trampa estaba en afirmar: «no estoy de acuerdo con
lo que escribes, por tanto eres un mal escritor».
En
Orwell percibimos una vida grande y activa, aunque siempre rodeada de
cierto halo de pesimismo. Era un escritor que veía como sus camaradas de
letras tenían miedo de defender su valor más preciado, la libertad, e
incluso contemplaba como algunos clamaban fuertemente contra ella. En
sus ensayos, Orwell advierte que el totalitarismo puede estar presente
en las democracias, cuando se debilita la tradición liberal. Vemos y
veremos a mucha gente apropiarse del mensaje de Orwell, hablar de la
perversión del lenguaje, de cómo vamos hacia una sociedad totalitaria,
de los enemigos de la libertad. Es fácil hacerlo, y queda bonito y
rimbombante. Pero hay una enseñanza en Orwell, la más incómoda, que
resume su amor por la libertad: fue un hombre plenamente de izquierdas
que no usó su pluma para atacar al enemigo, al fascismo, sino a los
suyos, al comunismo, a los que
luchaban por sus mismos ideales. Orwell se planteó un combate contra sí
mismo, defendiendo el derecho de sus enemigos a tomar la palabra y el
derecho a decir a la gente lo que no quiere oír. Una lucha contra el
miedo a rebatir a un amigo, a dar la razón a un enemigo, a ser insultado
y despreciado por no comulgar con ortodoxias propias y ajenas. Encender
algo de luz en la oscuridad, aún a riesgo de quemarnos y arder.
Esta
genuflexión de la realidad a la ilusión era el gran enemigo de Orwell,
un hombre de acción. Su vida y su obra se habían alimentado de la
experiencia, y a partir de ella juzgaba la realidad. Él había vivido con
los proletarios, él había luchado contra el fascismo, él había sido señalado por el totalitarismo:
fundó su pensamiento a partir de la reflexión de la experiencia, no de
grandes teorías. Era partidario de la «moral del hombre común», esa que
nos avisa de que matar es malo o que ayudar a una viejecita con los
paquetes de la compra es bueno. Algo extraño en tiempos en los que la
moral era visto como algo secundario o un vestigio de «pensamiento
burgués».
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