HE AQUÍ un hombre que no ha recibido el Nobel de Literatura.
Usted y yo tampoco, pero hay modos y modos de no recibirlo. Si te llamas
Philip Roth y has escrito El lamento de Portnoy, no ganarlo es
una forma de ganarlo. Nos explicamos. El Nobel de Literatura, no
siempre, pero con frecuencia, premia al que se lo da y al que no se lo
da. Al primero de forma directa y al segundo de manera inversa. Aunque
resulta un poco confuso, es tal y como lo decimos. No hablamos de un
accésit, ni de un segundo premio, nada de eso. No. Hablamos de un
galardón con todas las de la ley, cuya única diferencia con el premio
directo es la dotación económica. El Nobel Inverso no está dotado. ¿Pero
quién piensa en el dinero cuando recibe un honor de tal calibre
Gozan del Nobel Inverso, entre otros, Jorge Luis Borges, Julio
Cortázar, Virginia Woolf, Graham Greene, pero también Juan Rulfo, León
Tolstói, Kafka, Joyce o Italo Calvino. Les ha sido otorgado, en fin, a
muchos escritores cuya lista nos quitaría, de tenerlo, el hipo. De
hecho, siempre que se enumeran los premiados directos, se publica
también la nómina de los inversos, que para algunos es más atractiva, y
no solo por la calidad de su obra, sino por la gloria inherente al hecho
de fracasar para que otro triunfe (véase La parte maldita, de
Georges Bataille). Significa que para que Bob Dylan recibiera este año
el Nobel de Literatura, era absolutamente preciso que no lo recibiera
Roth.
Lo curioso es que si lo hubiera recibido Roth, Dylan no habría recibido
el inverso. Los suecos, qué listos, han vuelto a matar dos pájaros de un
tiro.
El acoso escolar precisa campañas y protocolos de actuación porque se tiende a desdibujar responsabilidades.
CUANDO TENGO actos públicos en el extranjero, a menudo sale a
relucir en el coloquio el “horrible maltrato que los españoles damos a
las mujeres”y las muchas víctimas mortales que hay en nuestro país. Cierto es que
son muchas, pero tal como se plantea siempre el tema es como si los
españoles fuéramos los mayores asesinos de mujeres del planeta, cuando
la realidad es muy otra. España es una sociedad que está en la media
baja en cuanto a víctimas mortales por violencia de género. En Europa,
por ejemplo, los países nórdicos nos duplican y hasta triplican el
porcentaje de víctimas. Si el mundo sabe tanto de las muertes de mujeres
en España, es precisamente porque nos importan, porque el tema se ha
convertido en una cuestión de Estado, porque la sociedad está
sensibilizada y hemos colocado el problema en el más alto punto de
visibilidad pública. Estamos luchando contra ello con mayor o menor
acierto, pero de lo que no cabe duda es de que nos lo tomamos muy en
serio. Digo todo esto como ejemplo de lo que debe hacerse con un tema tan
grave, y escandalizada ante la tremenda dejación de responsabilidad que
manifestamos ante un problema igual de terrible que está empeorando cada
día: el acoso escolar.
De cuando en cuando vuelve a agitarnos la
conciencia alguna noticia especialmente brutal, como si fuera una
ballena que emerge de las profundidades con su chorro furioso. Niños que
se tiran por los acantilados, o vídeos con aterradoras muestras de
violencia que han grabado los propios verdugos con sus móviles. Pero
luego siempre sucede, no sé cómo, que los poderes fácticos se apresuran a
minimizar los hechos, a desdibujar responsabilidades y desactivar las
investigaciones, e incluso llegan a culpabilizar y marginar a las
familias de las víctimas que se atreven a presentar denuncia. A menudo
otros padres de alumnos se apiñan junto a la dirección del centro contra
la víctima, quizá porque resulta muy difícil asumir que tus propios
hijos pueden ser unos maltratadores o cuando menos cómplices, esto es,
asumir tu parte de responsabilidad como padre en ello, y por
consiguiente prefieren minimizar los hechos, decir que son cosas de
chiquillos. Pero no. No son cosas de chiquillos. Son auténticas torturas
y el niño o la niña que las sufre no sólo pasa por un calvario atroz
durante años y corre el riesgo de suicidarse, sino que, además, es
probable que quede marcado de por vida. Estoy harta de escribir artículos sobre este tema: me desespera ver que
nunca cambia nada. Recientemente han salido a la luz otros dos casos en
España; la niña de 8 años de un colegio de Palma de Mallorca a la que
una docena de niños entre 12 y 14 años propinó tan brutal paliza que
tuvo que ser ingresada en el hospital con traumatismo craneal entre
otras lesiones. Los profesores dicen que fue un juego infantil que se
desmadró, el fiscal archivó el asunto, la conselleria apoyó al
colegio. La velocidad con que se está intentando enterrar todo es
tremendamente sospechosa y por desgracia muy habitual. Lo mismo sucede
con Alejandro, de 12 años, en Olula del Río (Almería). Alejandro lleva
desde los 8 años sufriendo una persecución de tal calibre que está
destrozado. No quiere vivir, no duerme, apenas come y está medicado. Otras dos familias han denunciado acoso en el mismo centro escolar; una
de las víctimas incluso fue grabada durante una salvaje agresión sexual
cometida por dos compañeros fuera del instituto, pero pese a todo esto
nadie hace nada. Ni la Junta, ni Educación, ni el centro escolar. Y,
naturalmente, la denuncia que interpusieron fue archivada. En el
maltrato escolar impera la ley del silencio. Y todo esto no es más que
la punta del iceberg del tormento que viven cotidianamente muchos de
nuestros niños. ¡Basta ya! Necesitamos un Plan Nacional;
campañas de educación de padres y niños con anuncios publicitarios,
cómics, jornadas de información; necesitamos juzgados e inspectores
escolares especializados, protocolos de actuación, centros de apoyo. Necesitamos visibilizar y priorizar el problema, como se hizo con la
violencia de género. Seguir ignorando la existencia de este infierno nos
convierte a todos en repugnantes cómplices.
Piensen en algo físico o psíquico, leve o grave, inconveniente o alarmante. Todo está mencionado en los prospectos.
HACÍA YA años que no leía los prospectos de los medicamentos. Antes los miraba con atención para saber qué ingería, cuáles serían los
beneficios y los (habitualmente) escasos riesgos. Estos ocupaban por lo
general poco espacio, y se daba por supuesto que los buenos efectos
superaban con creces a los improbables adversos. Pero los prospectos
–como los manuales de instrucciones de cualquier aparato, desde una
máquina de afeitar hasta una televisión– empezaron a alargarse con
desmesura. Hoy requieren varias horas de lectura y se parecen a las Memorias de ultratumba de Chateaubriand, no sólo por su extensión sino por la adecuación de su contenido a ese título. El demencial crecimiento de las advertencias se debe sin duda a una de
las plagas de nuestro tiempo: la proliferación de abogados tramposos y
de ciudadanos estafadores, dispuestos a demandar a cualquier compañía o
producto por cualquier menudencia. Son conocidos los casos grotescos: en
las instrucciones de los microondas hay que especificar que no valen
para secar al perrito después de su baño, o en las de las planchas que
éstas no se deben aplicar a la ropa mientras la lleva uno puesta. Probablemente hubo cenutrios a los que se les ocurrieron semejantes
sandeces. En lugar de ser multados por su necedad incontrolada,
interpusieron una demanda por no habérseles prevenido con claridad
contra su memez extrema (se solía dar por descontada la sensatez más
elemental en la gente); un artero abogado los apoyó y un juez
contaminado de la idiotez ambiente falló a su favor y contra la cordura. El resultado es que ahora todos los productos han de advertir de los
peligros más estrambóticos y peregrinos, sometiéndose a la dictadura de
los tarugos mundiales sobreprotegidos.
Lo mismo, supongo, sucede con las medicinas. Si uno lee un prospecto, lo
normal es que no se tome ni una píldora, tal es la cantidad de males
que pueden sobrevenirle. Son tan disuasorios que resultan
inútiles. Bien, me recetaron unas pastillas para algo menor. Las tomé
seis días y me sentí anómalamente cansado. Así que, contra mi costumbre,
miré la “información para el usuario”, seguro de que la fatiga
figuraría entre los efectos secundarios. Me encontré con una sábana
escrita con diminuta letra por las dos caras. El apartado “Advertencias y
precauciones” ya era largo, y desaconsejaba el medicamento a quien
padeciera del corazón, del hígado, de los riñones, diabetes, tensión
ocular alta y qué sé yo cuántas cosas más. Pero esto era un aperitivo al
lado del capítulo “Posibles efectos adversos”, dividido así: a) “Poco
frecuente (puede afectar hasta a 1 de cada 100 personas)”; b) “Raro
(hasta a 1 de cada 1.000)”; c) “Desconocido (no se puede determinar la
frecuencia a partir de los datos disponibles)”. Luego venía otra tanda,
dividida en: a) “Muy frecuente (más de 1 de cada 10)”; b) “Frecuente”;
c) otra vez “Poco frecuente”; d) otra vez “Desconocido”. La exhaustiva
lista lo incluía casi todo. Piensen en algo, físico o psíquico,
leve o grave, inconveniente o alarmante, denlo por mencionado . Desde
“erecciones dolorosas (priapismo)” hasta “flujo de leche en hombres (?) y
en mujeres que no están en periodo de lactancia”. Desde “convulsiones y
ataques” hasta “sueños anormales” (me pregunto cuáles considerarán
“normales”), “pérdida de pelo”, “aumento de la sudoración” y “vómitos”. Desde “hinchazón de la piel, lengua, labios y cara, brazos y piernas”
hasta “pensamientos de matarse a sí mismo” (el español deteriorado está
por doquier: normalmente bastaba con decir “matarse”; claro que nada
extraña ya cuando uno ha oído o leído en numerosas ocasiones
“autosuicidarse”, lo cual sería como matarse tres veces). De
“urticarias” a “chirriar de dientes”. De “aumento anormal de peso” a
“disminución anormal de peso”. De “alegría desproporcionada” a
“desfallecimiento”. Huelga decir que al sexto día dejé las pastillas. Por suerte nada de
lo amenazante me había ocurrido, cansancio aparte. Pero ya me dirán con
qué confianza u optimismo puede uno ingerir algo de lo que espera
beneficio y no maleficio. Lo que más me llamó la atención fue el
subapartado “Efectos adversos desconocidos”. Deduzco que ningún paciente
se ha quejado aún de los daños en él descritos. Pero, por si acaso
surge alguno un día, mejor incluir todo lo posible. Eso,
obviamente, es infinito. Así que más vale que aportemos todos ideas. ¿Y
si aumento de estatura y me convierto en un Gulliver entre
liliputienses? ¿Y si disminuyo y me convierto en El increíble hombre menguante,
aquella obra maestra del cine? ¿Y si cambio de sexo? ¿Y si me salen
pezuñas o se me ponen rasgos equinos? ¿Y si me transformo en cerdo y
acabo hecho jamones? No se priven, señores de las farmacéuticas, a la hora de imaginar
horrores que los blinden contra los quisquillosos sacadineros. De
momento ya han conseguido que nadie lea sus prospectos, y que, si lo
hace, renuncie de inmediato a mejorar o a curarse con sus tan fieros
productos.
El periodista Pedro J. Ramírez
y la diseñadora Ágatha Ruiz de la Prada se han separado después de 30
años de relación, según confirmaron a Efe fuentes cercanas a la pareja. El que fuera fundador de El Mundo y actual director de El Español
y la diseñadora y aristócrata, ni han confirmado ni desmentido la
noticia, ni siquiera a través de sus respectivas redes sociales. Padres
de dos hijos, Tristán, consejero delegado de Agatha Ruiz de la Prada, y
Cósima, imagen de la firma de moda española, la mediática pareja
aparecía en público en contadas ocasiones, principalmente por el
compromiso que ambos tienen con su trabajo.