Cuando toco oro se convierte en polvo. (Sylvia Kristel)
Una tasación de semovientes.
Eso han parecido siempre todas las noticias sobre la actriz Sylvia Kristel en la prensa española.
Daba igual si era La Vanguardia en los noventa —«a sus cuarenta y un años, es una señora de buen ver»—, o El Mundo
en 2007 —«conserva el pelo corto y los ojos clarísimos, a imagen y
semejanza del mito masturbatorio, pero su aspecto orondo, ajado y sobrio
la confunden con una catequista, con una matrona anónima o con una
vecina jubilada del barrio»—.
Sea cual fuera el sentido, siempre se ha
atendido a sus características físicas porque nunca, ni el público ni
los productores, supieron verla como algo más.
No en vano, en ninguna de
las tres películas de la saga Emmanuelle que protagonizó dejaron de doblar las frases que tenía que decir.
Su
peripecia vital, convertirse en el máximo icono sexual mundial casi de
casualidad, como por accidente, siendo durante años una especie de
intrusa en el mundo del cine, ahora podría resultar anecdótica,
divertida.
Un puntazo.
Pero si leemos sus memorias, de reiterativo
título, Desnuda, hay pocas carcajadas que dar.
Sylvia Kristel
no tardó en pagar la fama con drogadicción y alcoholismo, fue estafada
hasta la ruina e insultada en no pocas ocasiones, hasta que enferma de
dos cánceres abandonó el mundo de los vivos.
Es
posible que en este punto quien me lea, si es joven, se pregunte: «Vale
¿pero quién era esta tía?»; es posible que me lean personas que no
tuvieron grabada Emmanuelle en una cinta escondida
discretamente en la estantería.
Habrá hasta gente por ahí que ni
siquiera sus padres vivieron sus momentos con alguna entrega de la saga y
el título les suene a Linux.
El potencial sexual de estas películas
quedó obsoleto en pocos años, en cuanto el porno saltó de los cines al
VHS y la gente ya no necesitó música evocadora y un guion de más de diez
folios para envolver lo que realmente quería ver a solas en su casa:
penetraciones hasta que sangren los oídos.
Hagamos pues algo de contexto.
Emmanuelle
fue la primera película erótica para el gran público. Hasta ese
momento, 1974, había habido escenas, pero no un argumento basado
exclusivamente en el sexo accesible para todo el mundo.
El único
antecedente era El último tango en París, rodada dos años antes, pero que le resultaba soporífera a la mayoría de los espectadores.
En Emmanuelle no hubo filosofía ni búsqueda en las profundidades del yo como en la cinta de Bertolucci.
Se fue a saco a por lo importante, el sexo por el sexo, y su éxito fue
descomunal.
Una chavala holandesa que estaba empezando como modelo y
había trabajado en alguna película erótica en su país se convirtió, de
la noche a la mañana, en la mujer más deseada del mundo. Desde entonces,
su vida fue un descenso a los infiernos.
Pero empecemos por el
principio, porque Emmanuelle no fue el primer escándalo de Sylvia Kristel.
Nació
en un hotel, en Utrech, lo regentaban sus padres.
Con nueve años tuvo
una experiencia traumática que la marcaría de por vida.
Uno de los
empleados, tío Hans le llamaba, junto a un cliente, la
ató de manos y la puso encima de una mesa.
Mientras lamía su cara del
cuello hasta la sien, apareció su tía y sorprendió a los dos sujetos en
plena violación de la menor.
El elemento fue despedido en el acto.
Hans
era de alguna manera el encargado de educar a Sylvia en aquel hotel.
Comía con ella, la obligaba a acabarse las verduras y la tenía siempre
rondando.
En una ocasión, Sylvia le vio enrollándose con otro hombre.
Se
conoce que Hans era un caballero muy fogoso, del tipo del que en
excursión campestre muy bien podríamos haber sorprendido violando a un
burro.
Fue de algún modo su tutor porque sus padres no tenían tiempo
para nada.
En realidad, eso sí que definió su carácter, la ausencia de
sus padres
. Era una familia fría, que siempre estaba trabajando, y nadie
reparó afectuosamente ni en ella ni en sus hermanos.
¿La historia de
siempre? Más o menos, pero no. Había más.
Su
tía era maniacodepresiva, también trabajaba en el hotel.
Y su abuela
fue una mujer calvinista hasta el extremo de reprenderla por egocéntrica
y narcisista cuando se la encontraba poniendo caras delante del espejo,
la única afición que desarrolló de niña en ese entorno.
Encima, esos
padres, además de distantes, tenían un problema con el alcohol.
El que
bebían ellos y el que daban a sus hijos en la cuna a cucharadas.
Coñac,
para que se durmieran y no dieran por saco.
Al menos su padre cuando
estaba borracho se dedicaba a hacer reír a los críos.
Tenía buen beber.
«Era mi payaso«, dijo Sylvia, recordando su niñez junto a ese hombre,
medio sordo por un accidente de caza y en permanente estado de ebriedad.
El
resto del tiempo, cuando no estaban bebiendo, se lo dedicaban todo al
curro.
«Eché de menos a mis padres cuando todavía estaban vivos».
Quizá
por eso el segundo escándalo que protagonizó Sylvia fue cuando una
vecina la soreprendió bailando desnuda por las habitaciones vacías del
hotel.
La señora que la pilló vino a comunicárselo indignada a su madre,
que en un instante vio hacerse añicos su reputación en el vecindario.
Un dramón para la época y el país.
Aunque,
pese al pánico al qué dirán, sus padres hablaban de sexo con ella con
naturalidad.
Especialmente cuando estaban borrachos. Un día,
completamente ebria, su madre le confesó que no le gustaba el sexo con
penetración.
Que su marido, cuando venía oliendo mal de cazar, borracho,
y se metía en la cama con intención de consumar el matrimonio, a ella
lo que le daba era asco.
Estas
declaraciones no eran plato de buen gusto para una niña, pero Sylvia
pudo refugiarse de esta familia disfuncional con la primera televisión
que entró en el hotel, de cuya pantalla fue muy difícil despegarla en lo
sucesivo.
Como teleadicta, el poco caso que le habían hecho de cría, se
lo devolvió a sus padres en la edad del pavo.
Se convirtió en una chica
vaga e indolente. Eso dejó escrito.
Por las costumbres de su casa, Sylvia nada más entrar por la puerta le pidió a las novicias un poco de coñac para poder dormirse. Las religiosas, en su lugar, le recomendaron que rezase.
No le fue mal con las hermanas a Sylvia, por raro que pudiera parecer, hasta que recibió la noticia de divorcio de sus padres. Primero se lo contó su madre por carta, que su padre tenía una amante
. Luego, él mismo reunió a los hijos, se lo anunció a todos y les presentó a su madrastra.
Sylvia pensó, según dijo en su libro: «A esta sí que le debe de gustar la penetración».
Mi
madre no disfrutaba del grande y duro pene de mi padre. No era por su
cuerpo robusto, por su lacerante olor o por lo que pesaba cuando le
tenía encima estrujando sus curvas.
Mi madre quería bailar. Dar vueltas
grácilmente. Lo que no quería era que la agitasen.
Con
estas alforjas psicológicas fue a la universidad y salió de ella
tarifando.
En la calle empezaron a silbarle los hombres a su paso, se
vino arriba de algún modo y, en una serie de enfrentamientos que tuvo
con su madre, la acusó de que si le hubiera dado mejor sexo a su padre,
él aún permanecería a su lado.
Sí, era otra odiosa adolescente.
Fueron cayendo también los novios.
Primero Bernard, con el que se besó por primera vez.
Y luego Jan,
guapísmo, propietario de un Alfa Romeo, con el que empezó a salir en la
época en la que descubrió el baile, como su madre, e ingresó en una
academia.
Los duros para pagarla venían de que fue primero camarera y,
después, secretaria.
El jefe, por supuesto, intentó tirársela, pero ella lo rechazó.
Por esas fechas, en una fiesta, la descubrió Jacques Charrier, exmarido de Brigitte Bardot.
La invitó a París prometiéndole el oro y el moro, pero con idénticas
intenciones que su jefe y el mismo éxito.
Pasó de él y entonces el gentleman
le dijo que cuando aprendiera francés volviera a la ciudad del amor a
ver si caía algo.
El mundo del espectáculo es así. Por suerte, consiguió
ir haciendo trabajos como modelo en su país sin necesidad de acostarse
con nadie.
En este curro como maniquí le fue muy bien, aunque Kees,
el peluquero que trabajaba con ella, le robó a Jan, su novio.
Sorpresa.
«Los perdí a los dos», se lamentó.
Entendió que había hombres
diferentes en una sola lección. Instantánea.
Sin
novio, se presentó a un concurso de belleza y ganó.
Fue siendo conocida
en Holanda, salía en la prensa, y trabajó en su primera película Because of the Cats, un thriller erótico.
El film se iniciaba con una sádica violación, muy al gusto de la época.
Tras el espantoso asesinato de Sharon Tate, esposa de Polanski, por Charles Manson
y su pandilla execrable, ese tipo de escena se convirtió en recurrente
en el cine más barato.
Aunque el papel de Sylvia en esa cinta iba de lo
contrario, hacía el amor en el mar con un chaval al que luego ahogaban
un grupo de mujeres en una emboscada mortal.
Ese argumento y
planteamiento daban para escándalo, lo que más cotizaba en los setenta,
pero la censura le metió mano y quedó como obra menor, por llamarlo de
alguna manera.
No
obstante, Sylvia siguió con su ascenso. Ganó un concurso de belleza
internacional en Londres, conoció al hombre de su vida, el escritor Hugo Claus, veintitrés años mayor, y fue elegida para protagonizar una película francesa.
Emmanuelle, se titulaba.
Iba a ser la adaptación de la presunta autobiografía de Emmanuelle Arsan,
un libro prohibido en la Francia de los cincuenta por su alto contenido
erótico, o pornográfico, que circulaba clandestinamente. Hugo le dijo a
Sylvia que no dudase en aceptar el papel, que el libro estaba muy bien,
que en su día recibió muy buenas críticas y elogios, incluso de André Breton, nada menos.
La coprotagonista era Marika Green.
Dijo Sylvia en sus memorias que esta actriz pertenecía al «cine underground», pero más bien venía de la televisión tras haber debutado en el celuloide con Pickpocket, de Robert Bresson, maravilla calificada por el programa Días de cine de la época de Antonio Gasset como una de las diez mejores películas del siglo XX.
Durante
el rodaje en Tailandia estuvieron a punto de ser detenidos todos por
escándalo público.
Hubo que sobornar a un príncipe, acabar la película
atropelladamente y salir huyendo del país.
El resultado estuvo a la
altura. Emmanuelle es una película carente de sentido.
Una
inocente Sylvia Kristel se iba iniciando en el sexo libertino, entre
cóctel y cóctel, propio de los franceses expatriados en el sudeste
asiático.
Lo que comienza con unas escenas lésbicas jugando al squash,
acaba en un supuesto clímax sexual en el que Emmanuelle es llevada a
meterse opio a un fumadero donde la violan entre varios, para acto
seguido irse a presenciar un combate de boxeo y ofrecerse al ganador a
cuatro patas en mitad del ring con un púgil que se cobra el trofeo sin
dudarlo frente un público que observa atentamente con mirada bovina.
En
fin, una comedia más disparatada que Aterriza como puedas que por lo visto dio para más de una paja.
Sin
embargo, los productores tuvieron la osadía de venderla como un ejemplo
de la liberación de la mujer de aquel tiempo tan moderno
. Ninguna
feminista mínimamente seria vio en la película tal cosa. Más bien
entendieron que era una fantasía sexual masculina personificada en la
delicada Sylvia.
Todo lo contrario. La única nota discordante con este
discurso tan evidente en nuestras latitudes la dieron en Japón.
La
actriz contó en sus memorias que allí las mujeres, en el cine, se ponían
de pie para aplaudir la escena en la que Emmanuelle se colocaba encima de su marido haciendo el amor.
Aquello allí supuso una liberación. Pues nada: Japón, liberado. Enhorabuena.