Las zonas urbanas más ricas de Estados Unidos son impermeables a la retórica apocalíptica de Trump.
En la patria de los más ricos, el desempleo y el cierre de las fábricas preocupan a pocos.
La inmigración se ve más como una ayuda que una amenaza. Los discursos tenebrosos sobre Estados Unidos como un país con la economía en caída libre y con masas de desesperados a punto de levantarse contra las élites opresoras suenan a película de ciencia ficción.
En el condado de Loudoun, a unos 65 kilómetros de Washington, lo que
quita el sueño son otras cosas más cotidianas.
El tráfico, que obliga a consumir horas en las carreteras y autopistas que llevan al trabajo.
O los impuestos.
Loudoun es el territorio del 1%: los más ricos, los que sobrevivieron a la última crisis con apenas unos rasguños.
Y es territorio demócrata, territorio Hillary Clinton.
La candidata demócrata a las elecciones presidenciales del martes tiene en lugares como este a uno de los grupos que podría darle la victoria ante el republicano Donald Trump:
los blancos con título universitario e ingresos altos.
Aquí la Main Street, o calle mayor, de los pueblos no ofrece un paisaje de escaparates ruinosos y edificios abandonados, como en tantas zonas rurales.
En estas main streets hay anticuarios, restaurantes gourmet y agencias inmobiliarias que ofrecen mansiones por tres millones de dólares.
“Las autoridades dicen que un hombre actuó en defensa propia en Sterling al disparar a un perro”. “Finalmente el día de las elecciones ha llegado: el martes se espera una participación récord”. “Nuevas normas para los alquileres”.
Los titulares de tres periódicos distintos de uno de los condados más ricos de Estados Unidos son el termómetro de una vida cotidiana sin grandes sobresaltos.
Ni rastro de noticias de sobredosis de heroína o de nuevas deslocalizaciones industriales, como en la prensa local de los pueblos del Medio Oeste o los Apalaches, donde gana Trump.
En Loudoun la frustración que ha impulsado al magnate neoyorquino es un exotismo.
El condado forma parte del anillo de ciudades y barrios residenciales próximos a Washington que se desarrollaron a partir de mediados de siglo, al abrigo del complejo militar-industrial. Se encuentran en el norte de Virginia, sede del Pentágono y de la CIA. Forman una megápolis sin nombre.
El historiador Andrew Friedman la llamó La capital encubierta y tituló así su libro sobre la retaguardia de la Guerra Fría
. Es el paisaje anónimo en el que habitan los espías de series como Homeland.
Y es el mundo del establishment de la seguridad y la defensa, que recela de la llegada de Trump a la Casa Blanca.
Las empresas tecnológicas y los contratistas de defensa —en los últimos años, en el sector de la ciberseguridad— han contribuido a una prosperidad a prueba de recesiones.
Cuando a principios de agosto Trump visitó el condado, retomó su discurso catastrofista y dijo a una audiencia de fieles: “Os va muy mal aquí, por cierto. Lamento decíroslo”.
Nadie aplaudió, porque aquí casi nadie piensa que las cosas vayan muy mal.
No todos son ricos en Loudoun County, ni todos se sienten ricos, pero el país de Trump queda lejos.
Tampoco recogería aplausos en el almuerzo de ocho mujeres que la candidata a la Cámara de Representantes, LuAnn Bennett, ha organizado en el restaurante Tuscarora Mill de Leesburg, la capital de Loudoun.
Las ocho ostentan cargos electos, se presentan a las elecciones del martes, o trabajan para las campañas.
Las ocho son demócratas, como la mayoría aquí: partidarias de políticas sociales más igualitarias y redistributivas, y de la protección de los derechos civiles de las minorías.
Y cuando ven a un extranjero, lo primero que hacen es preguntarle cómo se ve esta campaña desde fuera.
Y cuando el extranjero les dice una obviedad —que es consciente de que no todo EE UU es como Donald Trump—, Phyllis Randall, que es la presidenta del condado, precisa: “Parte de América es Donald Trump”.
La comida llega y se cruzan las anécdotas sobre episodios de discriminación y la desigualdad salarial, o reflexiones sobre la lucha de las mujeres en las últimas décadas.
Randall, la única afroamericana en la mesa, explica que, cuando leyó su discurso anual como jefa del condado, seis hombres blancos le preguntaron: “¿Quién te lo escribió?”.
Aparentemente no creían que una mujer negra pudiese escribirlo sola.
“Dios mío”, exclaman las demás. Karen Jimmerson, vicealcaldesa de Purcellville, otro pueblo del condado, cuenta que, cuando entró en política hace dos años y medio, un hombre progresista le dijo a su marido:
“Quiero agradecerte que permitas a tu mujer que se presente a las elecciones”.
Aunque la política local es el tema del almuerzo, la conversación deriva hacia Trump.
Inevitablemente se menciona la grabación de hace 11 años en la que este alardeaba de poder abusar sexualmente de mujeres gracias a su fama.
Trump estaba con varios hombres cuando dijo aquello. “Ninguna de las personas tuvo cojones”, dice Jimmerson utilizando la palabra española, “para decirle: ‘Esto no está bien”.
El tráfico, que obliga a consumir horas en las carreteras y autopistas que llevan al trabajo.
O los impuestos.
Loudoun es el territorio del 1%: los más ricos, los que sobrevivieron a la última crisis con apenas unos rasguños.
Y es territorio demócrata, territorio Hillary Clinton.
La candidata demócrata a las elecciones presidenciales del martes tiene en lugares como este a uno de los grupos que podría darle la victoria ante el republicano Donald Trump:
los blancos con título universitario e ingresos altos.
Aquí la Main Street, o calle mayor, de los pueblos no ofrece un paisaje de escaparates ruinosos y edificios abandonados, como en tantas zonas rurales.
En estas main streets hay anticuarios, restaurantes gourmet y agencias inmobiliarias que ofrecen mansiones por tres millones de dólares.
“Las autoridades dicen que un hombre actuó en defensa propia en Sterling al disparar a un perro”. “Finalmente el día de las elecciones ha llegado: el martes se espera una participación récord”. “Nuevas normas para los alquileres”.
Los titulares de tres periódicos distintos de uno de los condados más ricos de Estados Unidos son el termómetro de una vida cotidiana sin grandes sobresaltos.
Ni rastro de noticias de sobredosis de heroína o de nuevas deslocalizaciones industriales, como en la prensa local de los pueblos del Medio Oeste o los Apalaches, donde gana Trump.
En Loudoun la frustración que ha impulsado al magnate neoyorquino es un exotismo.
El condado forma parte del anillo de ciudades y barrios residenciales próximos a Washington que se desarrollaron a partir de mediados de siglo, al abrigo del complejo militar-industrial. Se encuentran en el norte de Virginia, sede del Pentágono y de la CIA. Forman una megápolis sin nombre.
El historiador Andrew Friedman la llamó La capital encubierta y tituló así su libro sobre la retaguardia de la Guerra Fría
. Es el paisaje anónimo en el que habitan los espías de series como Homeland.
Y es el mundo del establishment de la seguridad y la defensa, que recela de la llegada de Trump a la Casa Blanca.
Las empresas tecnológicas y los contratistas de defensa —en los últimos años, en el sector de la ciberseguridad— han contribuido a una prosperidad a prueba de recesiones.
Cuando a principios de agosto Trump visitó el condado, retomó su discurso catastrofista y dijo a una audiencia de fieles: “Os va muy mal aquí, por cierto. Lamento decíroslo”.
Nadie aplaudió, porque aquí casi nadie piensa que las cosas vayan muy mal.
No todos son ricos en Loudoun County, ni todos se sienten ricos, pero el país de Trump queda lejos.
Tampoco recogería aplausos en el almuerzo de ocho mujeres que la candidata a la Cámara de Representantes, LuAnn Bennett, ha organizado en el restaurante Tuscarora Mill de Leesburg, la capital de Loudoun.
Las ocho ostentan cargos electos, se presentan a las elecciones del martes, o trabajan para las campañas.
Las ocho son demócratas, como la mayoría aquí: partidarias de políticas sociales más igualitarias y redistributivas, y de la protección de los derechos civiles de las minorías.
Y cuando ven a un extranjero, lo primero que hacen es preguntarle cómo se ve esta campaña desde fuera.
Y cuando el extranjero les dice una obviedad —que es consciente de que no todo EE UU es como Donald Trump—, Phyllis Randall, que es la presidenta del condado, precisa: “Parte de América es Donald Trump”.
La comida llega y se cruzan las anécdotas sobre episodios de discriminación y la desigualdad salarial, o reflexiones sobre la lucha de las mujeres en las últimas décadas.
Randall, la única afroamericana en la mesa, explica que, cuando leyó su discurso anual como jefa del condado, seis hombres blancos le preguntaron: “¿Quién te lo escribió?”.
Aparentemente no creían que una mujer negra pudiese escribirlo sola.
“Dios mío”, exclaman las demás. Karen Jimmerson, vicealcaldesa de Purcellville, otro pueblo del condado, cuenta que, cuando entró en política hace dos años y medio, un hombre progresista le dijo a su marido:
“Quiero agradecerte que permitas a tu mujer que se presente a las elecciones”.
Aunque la política local es el tema del almuerzo, la conversación deriva hacia Trump.
Inevitablemente se menciona la grabación de hace 11 años en la que este alardeaba de poder abusar sexualmente de mujeres gracias a su fama.
Trump estaba con varios hombres cuando dijo aquello. “Ninguna de las personas tuvo cojones”, dice Jimmerson utilizando la palabra española, “para decirle: ‘Esto no está bien”.