La duda alimentó el espíritu del Capitán Trueno y el respeto fue su divisa
El personaje creado por Víctor Mora, fallecido en agosto, protagoniza una muestra en Madrid.
Si a un niño de 10 años le venía un tebeo en 1958 en el que un
guerrero medieval se iba a luchar en las Cruzadas tras haber leído a
Platón; si además ese héroe sabía quién era Hipatia, que murió por una
biblioteca, y también se interesaba por los inventos aerostáticos
imposibles en el siglo XII, ese niño iba a vivir en la incredulidad o en
el asombro.
Y seguiría leyendo.
No fue sólo eso el Capitán Trueno.
Fue un precursor de la alianza de las civilizaciones, pues partió de su casa, impulsado por las lecturas (se ha ido de tu casa, le dijo un amigo a su padre, por haberle dejado leer a Platón) para cumplir como un cruzado.
Pero se desvió, respetó a los moros, buscó aliados en ellos y jamás se ensañó con sus razones.
La duda alimentó su espíritu y la tolerancia fue su divisa, cumplida por el fiel Crispín que (como dice Juan Barja, filósofo, director del Círculo de Bellas Artes, que alentó la exposición ahora abierta en esa entidad) fue heredero del lector Trueno en la pasión por los libros y por el simpar Goliath, aun a regañadientes, que era muy bruto.
Y yo me sentí Sigrid, aquella mujer que siempre cabello rubio al viento lo esperaba en la Isla de Thule. Cuando de niños nos prestábamos cuentos pude leer y enamorarme del Capitán Trueno gracias a que un niño un poco mayor que yo me dejaba esos cuentos para niños. Las niñas intercambiabamos los de Princesas de la colección Graciela, o Azucena.
Era imposible un hombre así entonces, por eso los niños de esa edad teníamos razón para el asombro y para vivir pendientes del Capitán Trueno,
cuyas extraordinarias aventuras nos hicieron lectores llenos de las
preguntas que nos engancharon al personaje, a sus acompañantes (Sigrid,
Crispín, Goliath) y a sus amigos, entre ellos el científico Morgano,
cuyo globo convirtió al protagonista en un héroe cosmopolita.
El Capitán Trueno le abrió la mente, a él y a millones de truenófilos, a “los mares de Stevenson, Melville, Conrad o Salgari. Pero también los de Homero y los gélidos mares del Norte.
Y muchas tierras.
Y, seguramente, fijó la idea de que siempre, y en todas partes, habrá déspotas y tiranos. La lucha es interminable”.
La aventura empieza en 1191.
Mora estaba fascinado, indica Lanceros, por el ciclo artúrico; pero nada de lo que inventó era falso, propio de magos, como bien demuestra, en el catálogo el científico y académico José Manuel Sánchez Ron.
Hay globos, robots, elementos que dotan a la invención de un realismo que dista de ser mágico y que cautivó a los adolescentes porque hacían del héroe un personaje de carne y hueso.
Los nombres de los grandes autores a los que Mora recurre (de Platón a Verne) existen, están ahí, no se explican, los niños tienen que salir a buscarlos, y eso creó una curiosidad que no se terminaba de saciar nunca.
Esa traducción a la que estaban obligados los niños lectores “redundaba en una fuerza estética, poética —y también ética— de la que carecían otros comics contemporáneos”, dice Juan Calatrava.
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Los valores (lealtad, defensa del débil, nobleza, amistad) fueron
otro elemento de su perdurabilidad.
Son valores “atemporales y llegaban directamente a la mente del lector”.
Calatrava añade que el pasado entonces, como decía Löwenthal, era “un país extraño”; “pero constituía no una referencia erudita sino un territorio imaginario lleno de acontecimientos y de hechos por descubrir”.
Sigue inoculándonos la misma fascinación, dicen los truenófilos de hace medio siglo. ¿Y hoy? “Quien se acerque hoy al cómic sin esa experiencia previa es obvio que lo hará con otra lectura cuyo rasgo principal será la ausencia de la historia”.
Y seguiría leyendo.
No fue sólo eso el Capitán Trueno.
Fue un precursor de la alianza de las civilizaciones, pues partió de su casa, impulsado por las lecturas (se ha ido de tu casa, le dijo un amigo a su padre, por haberle dejado leer a Platón) para cumplir como un cruzado.
Pero se desvió, respetó a los moros, buscó aliados en ellos y jamás se ensañó con sus razones.
La duda alimentó su espíritu y la tolerancia fue su divisa, cumplida por el fiel Crispín que (como dice Juan Barja, filósofo, director del Círculo de Bellas Artes, que alentó la exposición ahora abierta en esa entidad) fue heredero del lector Trueno en la pasión por los libros y por el simpar Goliath, aun a regañadientes, que era muy bruto.
Y yo me sentí Sigrid, aquella mujer que siempre cabello rubio al viento lo esperaba en la Isla de Thule. Cuando de niños nos prestábamos cuentos pude leer y enamorarme del Capitán Trueno gracias a que un niño un poco mayor que yo me dejaba esos cuentos para niños. Las niñas intercambiabamos los de Princesas de la colección Graciela, o Azucena.
Además, y esto lo pone de manifiesto también Barja, Víctor Mora
burló a la censura biempensante de la época colocándole al Capitán
Trueno junto a una novia con la que se acostaba.
No fue el único desafío, pero cuando los censores se asomaban a esa intimidad, en pleno franquismo, Mora los burlaba haciéndolos vivir en tiendas separadas.
Cuando se ponían más pesados aún los vigilantes del rigor mortis del franquismo, el genial guionista, que militaba entonces con los comunistas catalanes y sabía latín, soltaba algún grito patriótico, Santiago y Cierra España, por ejemplo, y santas pascuas.
A los niños que teníamos aquella edad en 1958 nos duró el Capitán
Trueno toda la vida; y varias generaciones, hasta ahora mismo, han
convivido con esta invención que, además, nos pareció real como la vida
misma.
¿Nos puso a leer? le pregunté a Patxi Lanceros, profesor, comisario de esta muestra que nos ha devuelto más de medio siglo de vida: “No sé si nos puso a leer.
Pero seguramente a muchos nos encontró con avidez de lectura, y a una edad temprana.
Y la inmersión en ese tebeo, tanto la lectura como la (im)paciente espera semanal, nos hizo ver que en la lectura había algo importante, y fascinante”.
A él, como a Barja, como a Juan Calatrava, que también escribe en el luminoso catálogo de la muestra, le potenció la lectura “hasta hacerme un enfermo (de la lectura, por lo menos).
He leído más que he vivido, como escribió Borges”.
No fue el único desafío, pero cuando los censores se asomaban a esa intimidad, en pleno franquismo, Mora los burlaba haciéndolos vivir en tiendas separadas.
Cuando se ponían más pesados aún los vigilantes del rigor mortis del franquismo, el genial guionista, que militaba entonces con los comunistas catalanes y sabía latín, soltaba algún grito patriótico, Santiago y Cierra España, por ejemplo, y santas pascuas.
¿Nos puso a leer? le pregunté a Patxi Lanceros, profesor, comisario de esta muestra que nos ha devuelto más de medio siglo de vida: “No sé si nos puso a leer.
Pero seguramente a muchos nos encontró con avidez de lectura, y a una edad temprana.
Y la inmersión en ese tebeo, tanto la lectura como la (im)paciente espera semanal, nos hizo ver que en la lectura había algo importante, y fascinante”.
A él, como a Barja, como a Juan Calatrava, que también escribe en el luminoso catálogo de la muestra, le potenció la lectura “hasta hacerme un enfermo (de la lectura, por lo menos).
He leído más que he vivido, como escribió Borges”.
El Capitán Trueno le abrió la mente, a él y a millones de truenófilos, a “los mares de Stevenson, Melville, Conrad o Salgari. Pero también los de Homero y los gélidos mares del Norte.
Y muchas tierras.
Y, seguramente, fijó la idea de que siempre, y en todas partes, habrá déspotas y tiranos. La lucha es interminable”.
La aventura empieza en 1191.
Mora estaba fascinado, indica Lanceros, por el ciclo artúrico; pero nada de lo que inventó era falso, propio de magos, como bien demuestra, en el catálogo el científico y académico José Manuel Sánchez Ron.
Hay globos, robots, elementos que dotan a la invención de un realismo que dista de ser mágico y que cautivó a los adolescentes porque hacían del héroe un personaje de carne y hueso.
Los nombres de los grandes autores a los que Mora recurre (de Platón a Verne) existen, están ahí, no se explican, los niños tienen que salir a buscarlos, y eso creó una curiosidad que no se terminaba de saciar nunca.
Esa traducción a la que estaban obligados los niños lectores “redundaba en una fuerza estética, poética —y también ética— de la que carecían otros comics contemporáneos”, dice Juan Calatrava.
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Son valores “atemporales y llegaban directamente a la mente del lector”.
Calatrava añade que el pasado entonces, como decía Löwenthal, era “un país extraño”; “pero constituía no una referencia erudita sino un territorio imaginario lleno de acontecimientos y de hechos por descubrir”.
Sigue inoculándonos la misma fascinación, dicen los truenófilos de hace medio siglo. ¿Y hoy? “Quien se acerque hoy al cómic sin esa experiencia previa es obvio que lo hará con otra lectura cuyo rasgo principal será la ausencia de la historia”.
Barja ve así al personaje
que abrió a la imaginación su infancia: “Era un inconformista, reclamaba
justicia, iba contra los tiranuelos, estaba con los campesinos; Mora fue capaz de unir las palabras guerra y represión en aquellos años terribles de Franco. Imagino que de niño noté algo. Algo noté, sí, que dura y es el origen de esta muestra”.
Barja ve en ese lector que fue Trueno y en el personaje que fundó Mora y dibujó (en primer lugar) el genial Ambrós, un trasunto, por la época y por la dimensión de su narrativa, de Tiempo de silencio o de La colmena.
Sánchez Ron lo ve como habitante de un mundo en el que la ciencia ya no era magia.
Fue un compañero de aventuras antes de que aquellos chicos que teníamos diez años supiéramos qué era leer.
Barja ve en ese lector que fue Trueno y en el personaje que fundó Mora y dibujó (en primer lugar) el genial Ambrós, un trasunto, por la época y por la dimensión de su narrativa, de Tiempo de silencio o de La colmena.
Sánchez Ron lo ve como habitante de un mundo en el que la ciencia ya no era magia.
Fue un compañero de aventuras antes de que aquellos chicos que teníamos diez años supiéramos qué era leer.