El ‘bono social’, mal diseñado y peor financiado, sufre otro revolcón en el Supremo.
El Tribunal Supremo ha rechazado por segunda vez la norma que regula el llamado bono social eléctrico,
que implica una reducción del 25% en la tarifa eléctrica que pagan 2,4
millones de consumidores, en teoría jubilados y hogares con rentas más
bajas. El coste del bono se cargaba en las cuentas de las empresas
eléctricas y el tribunal ha estimado, por segunda vez, que este modo de
financiación es discriminatorio y que Industria no ha explicado
satisfactoriamente por qué se financia de esta forma.
Los consumidores tendrán que asumir de nuevo el coste de esa subvención con un recargo directo o indirecto en sus recibos, salvo que Industria decida embalsar los costes otra vez.
Pero no se trata solo de precios, sino de malas leyes, malas prácticas administrativas y mala gestión.
Porque en un sistema mal regulado, como el eléctrico, la financiación del bono nació como resultado de un pacto de moqueta, según el cual el Gobierno, en 2009, renunciaba a algunos derechos a cambio de que las eléctricas pagaran la tarifa subvencionada para las rentas más bajas.
Ese pacto fue recurrido por las compañías ante el Supremo, que lo anuló en noviembre de 2013.
Industria, con Soria al frente, modificó la ley, pero sin provecho ni escarmiento, porque el Tribunal ha vuelto a rechazarla por las mismas razones.
Más allá del presunto incumplimiento del acuerdo por las compañías —que el Gobierno debería recordar cuando Bruselas falle sobre el exceso de Costes de Transición a la Competencia pagados por los consumidores— estamos ante otro caso de leyes torpes que le cuestan al contribuyente cantidades notables en indemnizaciones.
Si el bono social es necesario para ayudar a las rentas más bajas, finánciese en el Presupuesto o con normas legales; si no es necesario —hay evidencias de que del bono se benefician rentas altas—, elimínese.
Pero, por favor, pertinacia en el error con cargo al consumidor, no.
Los consumidores tendrán que asumir de nuevo el coste de esa subvención con un recargo directo o indirecto en sus recibos, salvo que Industria decida embalsar los costes otra vez.
Pero no se trata solo de precios, sino de malas leyes, malas prácticas administrativas y mala gestión.
Porque en un sistema mal regulado, como el eléctrico, la financiación del bono nació como resultado de un pacto de moqueta, según el cual el Gobierno, en 2009, renunciaba a algunos derechos a cambio de que las eléctricas pagaran la tarifa subvencionada para las rentas más bajas.
Ese pacto fue recurrido por las compañías ante el Supremo, que lo anuló en noviembre de 2013.
Industria, con Soria al frente, modificó la ley, pero sin provecho ni escarmiento, porque el Tribunal ha vuelto a rechazarla por las mismas razones.
Más allá del presunto incumplimiento del acuerdo por las compañías —que el Gobierno debería recordar cuando Bruselas falle sobre el exceso de Costes de Transición a la Competencia pagados por los consumidores— estamos ante otro caso de leyes torpes que le cuestan al contribuyente cantidades notables en indemnizaciones.
Si el bono social es necesario para ayudar a las rentas más bajas, finánciese en el Presupuesto o con normas legales; si no es necesario —hay evidencias de que del bono se benefician rentas altas—, elimínese.
Pero, por favor, pertinacia en el error con cargo al consumidor, no.
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