HE AQUÍ un outsider. Parece que va o viene de jugar
al golf, pero está a punto de asistir a un juicio en el que él es uno de
los inculpados. No se pierdan la cantidad de pulseritas que luce en la
muñeca, cada una con su color y, suponemos, con su significado oscuro. Tal vez al mostrarlas de este modo a la cámara diga algo
que nosotros, ignorantes de estas expresiones adolescentes, no sabemos
leer. Atentos también a la monería de llevarse la patilla de las gafas a
la boca, un gesto típico, aprendido, y a la bolsa al hombro, con aire
casual, como si rodara un anuncio de automóviles, quizá de polos
deportivos. Todo él es un lugar común, un ripio, un cliché no sabemos
muy bien de qué o quién, ni a qué o quién pretende parecerse, pero aun
sin conocer el original nos atrevemos a aventurar que imita unas formas
que le cautivan.
Álvaro Pérez Alonso, El Bigotes, era el lugarteniente de Francisco Correa, Don Vito,
y amiguito del alma de Paco Camps. Todavía nos ruborizamos al evocar
las conversaciones telefónicas en las que actuaba de seductor con un
estilo que increíblemente funcionaba. Llegó a lo más alto: a la boda de
la hija de Aznar. Se despeñó luego y ahora, apremiado por la necesidad
de adquirir una identidad nueva, cae, pobre, en los excesos infantiles
que pueden apreciar. Dice Paulo Coelho que cuando deseas algo con
pasión, el universo entero conspira para que lo consigas. Lo que El Bigotes quiere, sin haber leído a Marsé, ni siquiera a Coelho, es ser un Pijoaparte. Necesitaría, desde luego, un guion, pero al guionista le piden 125 años y no está para películas.
Trump presume de triunfador, pero su secreto reside en comportarse como un fracasado resentido e insatisfecho.
DENTRO DE nueve días sabremos si el nuevo Presidente de los Estados Unidos es o no Donald Trump. Hace ya mucho, el pasado enero, le dediqué aquí un artículo titulado
“El éxito de la antipatía”, en el que terminaba diciendo que, pasara lo
que pasara con sus intenciones de ser candidato, ya era muy grave y
sintomático que hubiera llegado hasta donde había llegado. Ahora la
situación es aún peor: aunque el 8 de noviembre acabe barrido por
Hillary Clinton, todos habremos corrido el peligro real de que ese individuo pudiera convertirse en el más poderoso del mundo. Da escalofríos imaginar que hubiera sido más hábil, más astuto, más
hipócrita y serpenteante; que hubiera puesto cara y voz de “buenecito”
de vez en cuando, como hace aquí Pablo Iglesias cuando decide mentir más
para ganarse a un electorado amplio; que se hubiera ahorrado numerosas
meteduras de pata y ataques frontales a todo bicho viviente, que hubiera
procurado ser simpático y mostrar sentido del humor; que hubiera hilado
algún discurso sobre lo que se propone hacer (lo más argumentativo ha
sido esto: “Seguro que no haré lo que haría Clinton”). Si no se ha
aplicado a nada de esto y aun así tiene posibilidades de ganar, a
cuántos no habría engañado con un poco de disimulo. Lo bueno y lo malo
es eso, que no ha fingido apenas, y acabo de explicar por qué es bueno. Sin embargo es malo porque significa que cuantos lo voten lo harán a
sabiendas, con plena conciencia de quién es y cómo es. Y aunque al final
sean “sólo” un 37% (según los sondeos más optimistas), es
incomprensible y alarmante que semejante cantidad de estadounidenses
desee ser gobernada por un tipo descerebrado, estafador, mentiroso a
tiempo completo, racista, despectivo, machista, soez y de una antipatía
mortal.
Es el Berlusconi del continente americano, con la salvedad notable de
que éste era simpático o se lo hacía; de que, por odioso que lo
encontrase uno, comprendía que hubiera gente a la que le cayera bien. En
el caso de Trump esa comprensión no cabe, algo tanto más llamativo
cuanto que los Estados Unidos es el país que inventó la simpatía como
instrumento político.
Al agradable Obama le quedan cuatro días, lo echarán de menos hasta quienes abominaron de él
Últimamente tengo la impresión de que eso, la simpatía, se ha acabado
o está en la nevera, poco menos que mal vista. ¿Hay algún líder
“grato”, más allá de sus capacidades? No lo son Rajoy ni Hollande ni la nuremburguesa
Theresa May (me refiero a las Leyes de Núremberg de 1935); Putin es un
chulángano, Maduro un alcornoque cursi y dictatorial, Marine Le Pen y
Sarkozy son bordes, un ogro el húngaro Orbán, y no hablemos de ese
mastuerzo elegido en las Filipinas, Duterte, que en pocos meses ha hecho
asesinar a tres mil personas sin que el mundo haya pestañeado. Al
agradable Obama le quedan cuatro días, lo echarán de menos hasta quienes
abominaron de él. Pero no es sólo en la política, es general. Hay una fuerte corriente
cejijunta universal. Quienes gozan de más éxito y seguidores suelen ser
los tipos broncos y hoscos, los que echan pestes, insultan a troche y
moche y jamás razonan. Se sigue venerando a Maradona, que hace siglos
que no le da al balón, por lo lenguaraz y camorrista que es, mientras
que no hay futbolista educado, amable y modesto contra el que no se
monte una campaña feroz: Raúl en su día, luego Xavi y Casillas, y a
Messi ya lo culpan en la Argentina hasta de las derrotas de su selección
en las que él no ha saltado al campo. De Piqué ni hablemos, no se le
perdona que sea bienhumorado y desenfadado, como a Sergio Ramos. En
realidad no se libra casi nadie que destaque en algo. Se ha acentuado la
necesidad de destronar a quienes han subido demasiado alto, sólo que
hay una enorme e hiperactiva porción del planeta que considera cualquier
triunfo un exceso, por pequeño que sea. Esa necesidad siempre ha
existido, y mucha gente aguardaba impaciente a que los ídolos se dieran
el batacazo. La diferencia es que ahora esa porción enorme está agrupada
y cree que no hay que esperar, que el batacazo lo puede provocar ella
con el poderoso instrumento puesto a su disposición, las redes sociales. Hay muchas personas que no aguantan la lluvia de improperios que les
cae desde allí; que se deprimen, se asustan, les entra el pánico. Que se achantan, en suma, hasta querer desaparecer. Si se piensa dos
veces, no tiene sentido amilanarse ante la vociferación canallesca e
inmotivada. Sobre todo porque nadie está obligado a escucharla, a
consultar su iPhone ni su ordenador.
Trump presume precisamente de triunfador, pero el secreto de su éxito
reside en comportarse como lo contrario, como un fracasado resentido e
insatisfecho, como la rencorosa turba que pulula por las redes, ufana de
amargarles la vida a los afortunados y machacársela a los “inferiores”: inmigrantes, pobres, mexicanos, musulmanes, mujeres, discapacitados,
prisioneros y muertos en combate “que se dejaron capturar o matar”. Era
cuestión de tiempo que la masa de los odiadores intentara encumbrar a
uno de los suyos: al matón, al chulo, al despotricador, al faltón y al
sobón. Esperemos que no lo consiga, dentro de nueve días.
La conciencia animalista no significa que toreros y aficionados sean
psicópatas. Es una cuestión de desarrollo empático y cívico.
Y DIJO DIOS: hagamos al hombre a nuestra imagen, como
semejanza nuestra, y mande en los peces del mar y en las aves de los
cielos y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las
sierpes que serpean por la tierra”. Leo este párrafo del Génesis y me
maravilla su pueril bravuconería. A ese hombre que se cree un calco de
Dios y que se siente autorizado a reinar sobre todo bicho viviente
(incluida la mujer) le quedan por pasar muchas amarguras. Poco a poco la
realidad irá imponiendo su ley y bajándole la cresta a trompicones. Primero aprenderá que el firmamento no sólo no gira en torno a él, sino
que la Tierra es un ínfimo grumo de materia que la ciencia ha ido
desplazando a un lugar cada vez más insignificante del universo. Luego
tendrá que tragar la amarga noticia de que Dios no le creó de golpe y
porrazo a imagen de él, sino que venimos de un larguísimo hilo evolutivo
que se remonta más allá de la Australopithecus Lucy. Que,
además, hemos tenido hermanos de especie, los neandertales y, para
colmo, ni siquiera hemos sido maravillosamente superiores a esos
homínidos, como nos empeñamos en creer durante años, sino muy
semejantes. Tanto que nos hemos cruzado con ellos y los europeos
llevamos el 2% de sus genes. Y, por si esto no bastara para deprimir
profundamente a ese humano pomposo, luego llegará la secuenciación del
genoma y se demostrará que compartimos el 60% de nuestros genes con la
mosca del vinagre. Madre mía. Tantísima presunción para llegar a esto.
Y aquí estamos, intentando asumir nuestra continuidad con el resto de
los seres vivos. Este es el siglo del animalismo, es decir, de la
aceptación de nuestro lugar en el mundo, de nuestra responsabilidad con
los otros animales. Digo esto al rebufo del escándalo creado por los
comentarios brutales contra el niño enfermo que quiere ser torero. En
primer lugar, esas posturas extremas son muy minoritarias dentro del
mundo del activismo animalista; pero además, y sobre todo, es que la
defensa de los animales no es una causa exclusiva de un puñado de
activistas, sino que es un movimiento social amplísimo, un cambio de
nuestro modelo cultural, de nuestra manera de ver el mundo. Como he
intentado apuntar antes, forma parte de la evolución de la sociedad, del
desarrollo de la civilidad y de los avances del conocimiento.
Por eso es absurdo intentar reducir un tema tan esencial a un
rifirrafe partidista. La conciencia animalista no está relacionada con
una ideología concreta, sino con un desarrollo empático y cívico. Con un
aprendizaje personal. Soy hija de torero, y mi padre me enseñó,
precisamente, el amor por los animales: así de contradictorios y de
complejos somos los humanos. Sé bien que ser torero no es sinónimo de
ser un asesino. De la misma manera que ser aficionado a las corridas no
implica ser un psicópata. Pero es verdad que tanto toreros como aficionados pertenecen a un
mundo ya obsoleto con un nivel de admisión de la violencia que me
descompone. Es todo una cuestión de evolución, de desarrollo interior,
de conocimiento. De comprender con el corazón y con la cabeza que
compartimos el 60% de los genes con la maldita mosca del vinagre, y que
los demás animales sienten dolor y angustia y desesperación, como
nosotros. Hasta 1928, los caballos de los picadores no tenían peto. Los toros
evisceraban a dos o tres caballos cada tarde; en el patio les metían los
intestinos a puñados, los cosían y los volvían a sacar. Los pobres
jamelgos caminaban pisándose las tripas, escribió Valle-Inclán. Primo de
Rivera decretó la obligatoriedad del peto, y Ortega y Gasset sacó un
artículo furibundo quejándose de la medida y diciendo que se había
acabado la autenticidad de la fiesta. ¡Y era nuestro máximo pensador!
Sin embargo, si hoy sucediera algo así en una plaza, todos los
espectadores vomitarían de horror. A eso es a lo que me refiero: han
evolucionado, se han hecho más civilizados. Dentro de pocos años, a
todos nos parecerá igual de espantoso el toreo de hoy.
Y eso supondrá un gran avance no sólo para los animales, sino, sobre todo, para nosotros.
Pedro Sánchez se ha mostrado vulnerable y ha demostrado que le importaba lo que estaba diciendo.
Pedro Sánchez se ha emocionado mientras comparecía para explicar su renuncia como diputado,
hasta el punto de que se le ha visto en dificultades para contener las
lágrimas.
Aunque este gesto ha generado empatía, también han sido unos
cuantos los que se han reído de la imagen, tanto en redes sociales como
fuera de ellas.
Sin embargo, burlarse es un error. Llorar está bien, incluso en
público y aunque seas un hombre. Sánchez no ha dado ningún espectáculo:
se ha mostrado humano y ha demostrado que lo que estaba haciendo era
importante para él.
El noble arte del llanto masculino
Obviamente, no es el único hombre que no ha podido reprimir el llanto en público.
E históricamente no siempre ha estado tan mal visto que un hombre llorara: en la revista Aeon se preguntaban el año pasado qué ha ocurrido con el noble arte del llanto masculino,
recogiendo ejemplos de hombres tanto históricos como ficticios que
derramaban lágrimas sin sentir vergüenza, sobre todo durante la
Antigüedad y en la Edad Media.
Entre ellos se incluye a Aquiles tras la muerte de
Patroclo, a 20.000 caballeros después de que Roland muriera, a los
samuráis de El cantar de Heike, a Lancelot al verse separado de
Ginebra, a San Jerónimo, a San Ignacio de Loyola y al propio
Jesucristo, es decir, el hijo de Dios, ahí es nada.
La autora del artículo, Marina Benjamin, explica que no está claro el
porqué de este cambio cultural que nos ha llevado a rechazar las
lágrimas masculinas, sobre todo en público, pero podría haber influido
la mayor urbanización y la menor conexión con la gente que nos rodea y
con la que trabajamos. Es decir, estamos cada vez más aislados y el llanto ajeno, en lugar
de despertar nuestra empatía, nos resulta incómodo. De ahí, quizás, las
burlas y también que las lágrimas (no solo las de los hombres) hayan
dejado de ser una expresión de sensibilidad para pasar a verse como una
muestra de debilidad.
La catarsis
Cuando somos bebés todos lloramos por igual, tanto niños
como niñas.
Los humanos somos los únicos que seguimos llorando de adultos para
expresar una emoción, rasgo que los hombres solemos reprimir: según un estudio (de 1982, eso sí), las mujeres lloran de media 5,3 veces al mes y los hombres, solo 1,3 veces.
Cuando somos adultos, el llanto sigue expresando de algún modo esta indefensión.
La psicóloga Amaya Terrón cuenta a Verne que llorar “libera energía, es catártico.
Nos ayuda a no sentir la presión de esa emoción que tenemos dentro”.
Además de esta catarsis puramente psicológica, hay estudios (aún pocos, recuerda AsapScience)
que apuntan que las lágrimas provocadas por la emoción contienen
niveles superiores de hormonas asociadas al estrés, por lo que llorar
podría ayudar a expulsar estas sustancias del cuerpo.
Empatía y compasión
Pero las lágrimas son, sobre todo, una señal social que
ayuda a despertar “la empatía ajena”.
Si no lloramos, explica Terrón, es
más difícil que los demás sepan que lo estamos pasando mal.
De hecho y como recogía el Telegraph,
cualquiera de nosotros puede verse afectado por una dolencia
psicológica, “pero los hombres tienen menos tendencia a buscar ayuda que
las mujeres”, precisamente porque cualquier muestra de (aparente)
debilidad se critica y ridiculiza.
En este sentido, el llanto es una señal social que comunica
nuestra indefensión y que promueve la compasión y la empatía.
Es una
forma de pedir ayuda que, según el neurocientífico Michael Trimble, autor de Why Humans Like To Cry, surgió antes incluso que el lenguaje.
“No deberíamos tener miedo de nuestras emociones -explica Trimble en una entrevista publicada en Scientific American-,
especialmente las relacionadas con la compasión, ya que nuestra
capacidad de sentir empatía y en consecuencia de llorar es la base de
una cultura y una moral que son exclusivamente humanas”.
De hecho y como apunta el doctor Nick Knight en un artículo publicado en el Independent,
las lágrimas muestran “no solo conexiones profundas con nuestro mundo
-pasado, presente y futuro-, sino que también permiten celebrar este
hecho de forma visible.
Además, está demostrado científicamente que nos
hacen sentir mejor”.
En definitiva, dejad que Sánchez llore, aunque no os sea simpático.
Algún día vosotros necesitaréis llorar y tendréis que escoger entre
reprimir las lágrimas o enfrentaros a las carcajadas ajenas.