Tal vez al mostrarlas de este modo a la cámara diga algo que nosotros, ignorantes de estas expresiones adolescentes, no sabemos leer.
Atentos también a la monería de llevarse la patilla de las gafas a la boca, un gesto típico, aprendido, y a la bolsa al hombro, con aire casual, como si rodara un anuncio de automóviles, quizá de polos deportivos.
Todo él es un lugar común, un ripio, un cliché no sabemos muy bien de qué o quién, ni a qué o quién pretende parecerse, pero aun sin conocer el original nos atrevemos a aventurar que imita unas formas que le cautivan. Álvaro Pérez Alonso, El Bigotes, era el lugarteniente de Francisco Correa, Don Vito, y amiguito del alma de Paco Camps.
Todavía nos ruborizamos al evocar las conversaciones telefónicas en las que actuaba de seductor con un estilo que increíblemente funcionaba.
Llegó a lo más alto: a la boda de la hija de Aznar. Se despeñó luego y ahora, apremiado por la necesidad de adquirir una identidad nueva, cae, pobre, en los excesos infantiles que pueden apreciar. Dice Paulo Coelho que cuando deseas algo con pasión, el universo entero conspira para que lo consigas.
Lo que El Bigotes quiere, sin haber leído a Marsé, ni siquiera a Coelho, es ser un Pijoaparte.
Necesitaría, desde luego, un guion, pero al guionista le piden 125 años y no está para películas.
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