Me atrevería a decir que el galardón llega tarde.
Primero, porque le da a uno la razón: llevo diciendo por lo menos 20 años que Dylan es el mejor poeta de América y de la lengua inglesa actual y también el que más ha influido en varias generaciones.
Así que en cierto modo me atrevería a decir que el galardón llega tarde.
La dicha es, por suerte, buena: el gesto de la Academia Sueca hace que todos los que nos dedicamos a dignificar las palabras en el pop nos sintamos premiados con él.
En segundo lugar, porque creo que manda un mensaje evidente a aquellos que se han dedicado a reducir durante décadas el oficio de la canción popular a las cosas tontas de ‘chico conoce a chica’ o las historias banales del sábado noche.
Desde ayer, nuestro mundo ha quedado elevado a la categoría de alta cultura, y eso está bien.
Y por último, porque cierra en cierto modo un círculo íntimo para mí.
La primera vez que escuché a Dylan fue a los 18 años, cuando una novia inglesa me lo puso en mi casa de Granada.
No entendí una palabra de lo que decía, pero tuve claro que me estaba hablando a mí.
Su manera personal de jugar con la fonética, de escupir las palabras, de frasearlas, consiguió que aquel poeta que yo entonces quería ser decidiese convertirse en músico.
Sobra decir que Dylan me cambió la vida.
Después llegó el estudio de su música.
He leído sus letras a conciencia (aunque no diría que me han influido en la escritura; él es un poeta torrencial, un maestro del caos, yo soy más académico) y debo de tener unos 100 libros sobre él.
Escucho todos sus discos, incluso los que no me gustan.
También le he visto muchas veces en directo desde aquel lejano concierto en el campo del Rayo Vallecano con Santana.
Ha habido veladas maravillosas y otras en las que me ha irritado.
Y si me preguntan si un músico en español podría ganar el Cervantes, la respuesta es: sí.
Y tengo un candidato: Joan Manuel Serrat, que es el maestro de todos nosotros.
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