Es una victoria histórica del 'rock’n’roll' y un reconocimiento al tipo que prácticamente se inventó este oficio.
Hace cinco minutos Santiago Alcanda anunciaba en su programa que al viejo Bob le han otorgado el Premio Nobel. Se me ha puesto la carne de gallina.
Le escucho nervioso cambiar sobre la marcha el programa que tenía preparado.
Voy a abrir una cerveza y a poner Workingman blues #2, mi canción favorita.
Nos cambió la vida a algunos cuando escuchamos. Like a Rolling Stone
por primera vez.
Ya sabes, no entendíamos lo que decía, pero sabíamos
que tenía que ver con nosotros.
Nadie ha contado los grandes cambios del
siglo XX a través de las canciones como Dylan. Sigue haciéndolo en el
siglo XXI. No me refiero al mundo del espectáculo.
Me emociono al escuchar la noticia en la radio.
No fue divertido verle tocar delante del Papa, pero me gustaría verle
recibir el Nobel con esa cara de no saber dónde ha dormido anoche
mientras los escritores exquisitos levantan las cejas en las fotos de
las contraportadas de sus libros.
Muchos de mis amigos poetas estarán
celebrándolo también. Alguno de ellos mataría por ser una estrella de
rock, pero Dylan nunca se mató a escribir para que le consideraran un
poeta.
Sigue jugándose la vida en la carretera en una gira eterna y
sacando discos fantásticos metiendo la uña en el cancionero tradicional
de la música norteamericana o colocándose el frac de Frank Sinatra.
Sigue dejando huella en la alfombra roja de la historia.
Esta tarde llamaré a todos mis amigos dylanitas —tengo bastantes— porque sé que estarán igual de emocionados o más que yo. Es una victoria histórica del rock’n’roll
y es también un reconocimiento glorioso a un oficio y al tipo que
prácticamente se inventó este oficio. Nos cambió la vida a algunos
cuando escuchamos. Like a Rolling Stone por primera vez. Ya sabes, no entendíamos lo que decía, pero sabíamos que tenía que ver con nosotros
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