10 oct 2016
La verdad sobre la Resistencia francesa: ni tan masiva ni tan francesa.................................... Guillermo Altares
El historiador británico Robert Gildea desmonta la versión oficial de lo ocurrido en Francia durante la ocupación nazi.
Nada más lejos de la realidad.
El profesor británico Robert Gildea desmonta esta imagen nacional, que se encontraba ya bastante resquebrajada, en su nuevo libro, Combatientes en la sombra, que traza un minucioso retrato de la ocupación en el que más que de Resistencia francesa prefiere hablar de "resistencia en Francia" por la enorme cantidad de extranjeros que se sumaron a la lucha contra el nazismo, entre ellos miles de republicanos españoles.
"Francia fue derrotada y ocupada por Alemania .
Cuando fue liberada y unificada de nuevo, se crea una historia única que mantiene que todo el país alcanzó la libertad unido bajo el liderazgo de De Gaulle y ese relato fue propagado a través de medallas, ceremonias, títulos", explica Robert Gildea, profesor de Historia Moderna del Worcester College de la Universidad de Oxford, cuyo libro será publicado esta semana en España por Taurus en traducción de Federico Corriente.
Los olvidados en ese relato no fueron sólo aquellos españoles que huyeron del franquismo, sino también judíos de Polonia o Rumanía, los comunistas, así como las mujeres, cuya labor como resistentes también ha sido infravalorada.
El libro todavía no ha sido publicado en Francia —está previsto para la primavera de 2017—, pero recibió excelentes críticas el año pasado en el mundo anglosajón en medios como The Economist o The New York Review of Books, cuya reseña firmada por el gran historiador de Vichy Robert O. Paxton se titulaba "la verdad sobre la Resistencia".
Gildea, que ha publicado otros ensayos sobre la historia de Francia en los que estudia el mismo periodo, reconoce que la imagen ideal de la sociedad francesa había sido ya puesta en duda en películas como el documental La pena y la piedad o el filme de Louis Malle Lacombe Lucien, que tuvo como guionista al premio Nobel Patrick Modiano.
Sin embargo, su estudio de 650 páginas, en el que maneja tanto fuentes documentales como entrevistas, es el más completo que se ha escrito hasta ahora desde un punto de vista crítico sobre la Resistencia durante la ocupación, entre 1940 y 1944.
El enorme éxito alcanzado en Francia por las seis temporadas de la serie Un pueblo francés demuestra hasta qué punto sigue siendo un tema delicado y siempre actual.
"Tenemos que estudiar lo que ocurrió en Francia en el contexto de la lucha en Europa contra el nazismo, pero también del Holocausto y de la Guerra Fría.Mucha gente de la Resistencia combatió en las Brigadas Internacionales, son lo que Arthur Koestler, que compartió cautiverio con ellos, llamó La escoria de la tierra en un libro, gente que no tenía ningún sitio al que ir.
Muchos republicanos se quedaron atrapados en Francia.
Su objetivo era acabar primero con los nazis y luego con Franco, de hecho protagonizaron un intento fallido de invadir España en 1944.
El relato simplista de la liberación nacional francesa sólo proporciona una parte de la historia, no toda", prosigue Gildea en conversación telefónica.
"El papel de los comunistas fue también muy importante, especialmente durante la liberación de París.
Durante muchos años se produjo un enfrentamiento entre las dos versiones, la gaullista y la comunista.
En 1944 los nazis capturaron a un grupo de resistencia que estaba formado por comunistas y judíos de Europa del este y lo utilizaron como propaganda diciendo que eran 'criminales extranjeros', pero había algo de verdad ello", afirma.
Combatientes en la sombra no sólo estudia los grandes movimientos históricos, sino que está lleno de personajes como Jean-Pierre Vernant, uno de los grandes helenistas franceses, que fue un personaje muy importante en la Resistencia, pero que nunca quiso alardear de ello.
Cuando acabó la guerra, durante la que se jugó muchas veces la vida, volvió a sus libros y a sus clásicos.
También está Lew Goldenberg, hijo de revolucionarios rusos de origen judío cercanos a Rosa Luxemburgo, que se negó a aceptar el armisticio o León Landini, un joven toscano que participó en el descarrilamiento de un tren alemán en octubre de 1942 cuando tenía 16 años.
Y, naturalmente, están los republicanos españoles, no sólo los miembros de La Nueve, la mítica brigada que fue la primera en entrar en París en agosto de 1944 y cuyo papel fue silenciado durante años —ha sido necesario esperar hasta 2008 para que se inaugurasen placas que mostraban su recorrido—.
En el libro aparecen combatientes como Vicente López Tóvar, nacido en Madrid en 1909, que pasó su juventud en Buenos Aires, luchó en la Defensa de Madrid y en la Batalla del Ebro y, tras escapar a Francia, participó en la organización del Maquis.
"La Guerra Civil nos había endurecido mucho", relató el propio López Tóvar a Gildea.
"Después del desembarco de Normandía, en junio de 1944, se produjo una guerra civil dentro de la II Guerra Mundial, no sólo entre los resistentes y los nazis, sino también con la milicia, la fuerza paramilitar de Vichy", señala el profesor de Oxford.
En cuanto a la ocultación del papel que tuvieron las mujeres, Gildea explica que sólo fueron galardonados con medallas aquellos que participaron en acciones bélicas, mientras que muchas mujeres trabajaron en la organización de la resistencia, un papel tan peligroso como el combate, pero nunca totalmente reconocido. Todo esto no quiere decir que los franceses no tuvieron ningún papel, pero no fueron los únicos héroes de aquella guerra.
Podemos ingresa en la escuela de dolor............................................. Juan Cruz
Pablo Iglesias repite desde que se siente en la cúspide de la oposición que su partido debe trabajar en la politización del dolor.
Aprender del dolor, sufrirlo, ayuda a compadecer, a padecer
con otro, pues el dolor que se ve desde fuera, desde el lado de la
ayuda, no es el mismo dolor que el que sufre quien de veras lo siente.
El dolor es el símbolo penúltimo de la vida.
Después del dolor puede haber paz o alivio, pero el dolor en concreto, mientras se sufre, no tiene ni pasado ni futuro, es presente.
Tú no sientes dolor y te alivias pensando que no lo sentiste, y tú no ves el dolor de otro y lo sientes tú mismo. Tú te condueles, pero eso no es dolor, sino dolor con otro.
Repite Pablo Iglesias, el líder de Podemos, desde que se siente en la cúspide de la oposición política, que su partido debe trabajar en la politización del dolor.
Lo dijo antes de que los socialistas tuvieran su catarsis, y ahora que él quiere, con los suyos, remachar el clavo, hurgar en la herida sin duda dolorosa de la crisis del partido al que él y Podemos quieren sustituir en la izquierda nacional, ha vuelto a decirlo: “Hay que politizar el dolor”
. Desde los sillones académicos, subido al trono indudable de los libros, esa expresión tiene historia y probablemente tiene futuro. Pero donde esté la palabra dolor, su concepto tan concreto, atraerlo a la arena de los argumentos políticos, supone un riesgo indudable para el que lo dice y una perplejidad sin alivio para el que sabe, además, del dolor como sufrimiento.
Las ideas, decía Ángel Ganivet, que se suicidó de dolor, en el frío del norte, son redondas o picudas.
Esta que Iglesias acaba de sacar de los libros y de los argumentos es una idea picuda.
La política es la búsqueda del bienestar, el dolor es el malestar; pero no es tan solo el malestar opuesto al Estado del bienestar, es el malestar por el dolor mismo.
Quién no ha visto el dolor haciéndose, y el dolor sufriendo; quién no ha estado en los hospitales o en las clínicas, o al borde de las carreteras, quién no ha visto las imágenes del dolor en el mundo, el dolor en Siria, el dolor en las fronteras, el dolor ante los muros terribles de los que escribe, con tanto dolor, John Berger…
Quién no ha sufrido el dolor, arriba y abajo en la sociedad, pues el dolor y su consecuencia más terrible no se paran ante las casas grandes ni ante las casas chicas.
Dolor es una palabra muy seria, como los golpes de la vida de los que escribía, con tanto dolor, César Vallejo.
En su lucha sin cuartel, y sin freno verbal, que es un freno que usan las personas para atenuar los golpes, por ganarles a los suyos y a los otros, Pablo Iglesias ha vuelto a usar ese concepto, “politizar el dolor”.
Él debería hacerse con un Manual del dolor para distinguir los tipos de dolor que nos acechan, que le acechan a él y nos acechan a todos.
Decir dolor no es sentir dolor; cuando se siente el dolor éste no tiene adjetivos, ni siquiera es parte de un eslogan político ni el núcleo de un poema. Es dolor es dolor es dolor, y si le pones un verbo delante que al menos no sea el verbo politizar.
El dolor es algo perfectamente serio y se ha de decir a solas.
El dolor es el símbolo penúltimo de la vida.
Después del dolor puede haber paz o alivio, pero el dolor en concreto, mientras se sufre, no tiene ni pasado ni futuro, es presente.
Tú no sientes dolor y te alivias pensando que no lo sentiste, y tú no ves el dolor de otro y lo sientes tú mismo. Tú te condueles, pero eso no es dolor, sino dolor con otro.
Repite Pablo Iglesias, el líder de Podemos, desde que se siente en la cúspide de la oposición política, que su partido debe trabajar en la politización del dolor.
Lo dijo antes de que los socialistas tuvieran su catarsis, y ahora que él quiere, con los suyos, remachar el clavo, hurgar en la herida sin duda dolorosa de la crisis del partido al que él y Podemos quieren sustituir en la izquierda nacional, ha vuelto a decirlo: “Hay que politizar el dolor”
. Desde los sillones académicos, subido al trono indudable de los libros, esa expresión tiene historia y probablemente tiene futuro. Pero donde esté la palabra dolor, su concepto tan concreto, atraerlo a la arena de los argumentos políticos, supone un riesgo indudable para el que lo dice y una perplejidad sin alivio para el que sabe, además, del dolor como sufrimiento.
Las ideas, decía Ángel Ganivet, que se suicidó de dolor, en el frío del norte, son redondas o picudas.
Esta que Iglesias acaba de sacar de los libros y de los argumentos es una idea picuda.
La política es la búsqueda del bienestar, el dolor es el malestar; pero no es tan solo el malestar opuesto al Estado del bienestar, es el malestar por el dolor mismo.
Quién no ha visto el dolor haciéndose, y el dolor sufriendo; quién no ha estado en los hospitales o en las clínicas, o al borde de las carreteras, quién no ha visto las imágenes del dolor en el mundo, el dolor en Siria, el dolor en las fronteras, el dolor ante los muros terribles de los que escribe, con tanto dolor, John Berger…
Quién no ha sufrido el dolor, arriba y abajo en la sociedad, pues el dolor y su consecuencia más terrible no se paran ante las casas grandes ni ante las casas chicas.
Dolor es una palabra muy seria, como los golpes de la vida de los que escribía, con tanto dolor, César Vallejo.
En su lucha sin cuartel, y sin freno verbal, que es un freno que usan las personas para atenuar los golpes, por ganarles a los suyos y a los otros, Pablo Iglesias ha vuelto a usar ese concepto, “politizar el dolor”.
Él debería hacerse con un Manual del dolor para distinguir los tipos de dolor que nos acechan, que le acechan a él y nos acechan a todos.
Decir dolor no es sentir dolor; cuando se siente el dolor éste no tiene adjetivos, ni siquiera es parte de un eslogan político ni el núcleo de un poema. Es dolor es dolor es dolor, y si le pones un verbo delante que al menos no sea el verbo politizar.
El dolor es algo perfectamente serio y se ha de decir a solas.
9 oct 2016
¿Por qué muchos siguen creyendo que Amanda Knox es una asesina?..................................... Rodrigo Casteleiro García
Nueve años después, un documental de Netflix constata que el escabroso caso todavía siembra muchas dudas.
No había nadie más; sus compañeras de piso habían salido. Hacia la madrugada, alguien entró en su habitación. Quizá fueran varias personas.
Meredith fue violada y recibió 46 puñaladas. Una de ellas, mortal, en la garganta.
Después, taparon su cuerpo con un edredón. Era la noche del 1 al 2 de noviembre de 2007. Y lo que pasó en esa habitación de Perugia (Italia) continúa siendo, a día de hoy, un misterio.
¿Quién o quiénes estuvieron con ella?
Un documental de Netflix, Amanda Knox, estrenado estos días y dirigido por Rod Blackhurst y Brian McGinn, retoma este caso desde el papel de la principal acusada: la estadounidense Amanda Knox, compañera de piso de la víctima.
Y condenada a 26 años de cárcel junto a su novio, Raffaele Sollecito, y Rudy Guede, un pequeño traficante marfileño.
Tras cuatro años en prisión, la pareja fue absuelta por falta de evidencias biológicas claras.
No así Rudy, que sigue entre rejas y reclamando su inocencia. Uno de los amigos de la asesinada, Meredith, que pide no ser identificado, explica a ICON que la familia desea paz ahora mismo, y que siguen intentando recuperarse de esa tragedia “sin nombre”.
“El sistema judicial italiano falló a Meredith”, zanja.
Uno de los amigos de la asesinada, Meredith, que
pide no ser identificado, explica a ICON: “El sistema judicial italiano
falló a Meredith”
Una conducta que la propia Knox potenció a lo largo de todo el proceso judicial: altiva y sonriente, se comportó durante muchos tramos de la investigación como si aquello no fuera con ella.
O peor: como si supiera mucho más de lo que decía.
Nueve años después, sus ojos -de un azul gélido- siguen levantando todo tipo de conjeturas.
El documental, de hecho, juega con esa ambigüedad.
A veces, se tambalea y llora como una niña; otras, mira a la cámara con esa profunda -e inquietante- mirada. Y asume, a las claras, que tras esa cara de ángel pudo -o puede haber todavía- un reverso terrorífico. Como ella misma plantea en la cinta: “O soy una psicópata con piel de cordero, o soy como tú”.
No esperen, sin embargo, una respuesta a esa pregunta.El documental no aclara quién o quiénes mataron a Kercher. Simplemente, presenta a los diferentes protagonistas de lo que, en su día, fue calificado como “el juicio de la década” para regocijo de los tabloides sensacionalistas.
La historia, desde luego, acompañaba: un presunto crimen sexual cometido por una chica mona de familia rica (Amanda Knox), con drogas de por medio.
Se llegó a hablar, incluso, de un ritual satánico.
Las rotativas salivaban tinta con la historia de la pobre Meredith y Amanda. Unidas, fatalmente, por un programa Erasmus.
Meredith Kercher era una estudiante británica de padres obreros que llegó en agosto de 2007 a la bella y tranquila ciudad de Perugia (166.667 habitantes).
Estudiaba Ciencias Políticas y venía de Leeds, una de las zonas con más comercios y tiendas del norte de Inglaterra.
En la capital de Umbría alquiló un piso de cuatro habitaciones en el número 7 de la vía della Pergola; de lo más bucólico, con vistas a un pequeño valle.
La convivencia con las otras chicas del apartamento era buena. Dos de ellas eran italianas y la otra, Amanda Knox, de 20 años, estadounidense.
La relación entre Amanda y Meredith se empezó a deteriorar con el paso de las semanas. Meredith, más recatada, le reprochaba que se trajese a desconocidos a casa.
Por los ruidos, más que nada. Y también le echaba en cara su desorden.
Amanda había venido como Erasmus desde Seattle, una de las ciudades más pudientes de EE UU.
Estudiaba italiano, alemán y escritura creativa en la Universidad para Extranjeros de Perugia.
Y trabajaba como camarera en uno de los bares de moda: Le Chic.
Se llamaba Raffaele Sollecito y estudiaba Ingeniería Informática. El flechazo –coinciden ambos en el documental– fue instantáneo.
A ella, ese aire de Harry Potter italiano que tenía él, le volvía loca. Y a él, mucho más tímido y retraído, le fascinaba su descaro. Raffaele vivía solo.
Así que Amanda no dudó en mudarse a su piso. Esos cinco días que estuvieron juntos apenas salieron de la cama.
Si acaso para liarse otro porro o, en el caso de ella, para ir a trabajar.
La noche de Halloween, Le Chic estaba a tope. Tanto que al día siguiente no había apenas clientela.
La noche del 1 de noviembre, Amanda recibió un sms de su jefe, el congoleño Patrick Lumumba: no hacía falta que fuera a trabajar. Apenas unas horas después, su compañera de piso, Meredith, era brutalmente asesinada.
Y en este punto es donde comienza la nebulosa de este caso.
Según la primera versión que dio Amanda a la policía, la pareja no se había separado en toda la noche.
Vieron la película Amélie, fumaron algún porro más y se acostaron. Al día siguiente, Amanda volvió a su casa para ducharse y cambiarse.
La puerta de la entrada estaba entreabierta.
Y en el baño había gotas de sangre.
Pero pensó que alguien se habría cortado y no le dio mayor importancia.
Al salir de la ducha, Knox se percató, ya sí, de algo que le hizo temblar: alguien había defecado en el váter y no había tirado de la cadena.
Un despiste que no era habitual en esa casa.
Pensó que, tal vez, había alguien más dentro y se fue a buscar a su novio.
Al volver, se dieron cuenta de que una de las ventanas estaba rota. Y el cuarto de Meredith, cerrado. “¡Meredith, Meredith!”. Pero ella no contestaba.
Llamaron a la policía. Y al derribar la puerta de su habitación, los agentes se encontraron con una escabechina.
Había salpicaduras de sangre por todas partes.
Y un pie asomando por debajo de un edredón ensangrentado.
Todo esto, según la versión de Amanda Knox.
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