Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

9 oct 2016

¿Por qué muchos siguen creyendo que Amanda Knox es una asesina?..................................... Rodrigo Casteleiro García

Nueve años después, un documental de Netflix constata que el escabroso caso todavía siembra muchas dudas.

Amanda Knox fue condenada a 26 años por el asesinato de Meredith Kercher, pero sólo cumplió cuatro. En la imagen, Amanda Knox acude al juicio celebrado en septiembre de 2011 en Perugia. Cordon / Vídeo: NETFLIX
Llegó a casa cansada después de la fiesta de Halloween. Se había vestido de vampiresa. Meredith Kercher, una estudiante británica de 21 años, fue a su cuarto y se puso cómoda.
 No había nadie más; sus compañeras de piso habían salido. Hacia la madrugada, alguien entró en su habitación. Quizá fueran varias personas.
 Meredith fue violada y recibió 46 puñaladas. Una de ellas, mortal, en la garganta. 
Después, taparon su cuerpo con un edredón. Era la noche del 1 al 2 de noviembre de 2007. Y lo que pasó en esa habitación de Perugia (Italia) continúa siendo, a día de hoy, un misterio.
 ¿Quién o quiénes estuvieron con ella?

Un documental de Netflix, Amanda Knox, estrenado estos días y dirigido por Rod Blackhurst y Brian McGinn, retoma este caso desde el papel de la principal acusada: la estadounidense Amanda Knox, compañera de piso de la víctima.
 Y condenada a 26 años de cárcel junto a su novio, Raffaele Sollecito, y Rudy Guede, un pequeño traficante marfileño.
 Tras cuatro años en prisión, la pareja fue absuelta por falta de evidencias biológicas claras.
 No así Rudy, que sigue entre rejas y reclamando su inocencia. Uno de los amigos de la asesinada, Meredith, que pide no ser identificado, explica a ICON que la familia desea paz ahora mismo, y que siguen intentando recuperarse de esa tragedia “sin nombre”.
 “El sistema judicial italiano falló a Meredith”, zanja.
Uno de los amigos de la asesinada, Meredith, que pide no ser identificado, explica a ICON: “El sistema judicial italiano falló a Meredith”
En todo este tiempo, Amanda Knox y su novio de la época, Raffaele Sollecito, no han dejado de ser sospechosos.
 Una conducta que la propia Knox potenció a lo largo de todo el proceso judicial: altiva y sonriente, se comportó durante muchos tramos de la investigación como si aquello no fuera con ella.
 O peor: como si supiera mucho más de lo que decía.
 Nueve años después, sus ojos -de un azul gélido- siguen levantando todo tipo de conjeturas.
 El documental, de hecho, juega con esa ambigüedad.

 A veces, se tambalea y llora como una niña; otras, mira a la cámara con esa profunda -e inquietante- mirada. Y asume, a las claras, que tras esa cara de ángel pudo -o puede haber todavía- un reverso terrorífico. Como ella misma plantea en la cinta: “O soy una psicópata con piel de cordero, o soy como tú”.

No esperen, sin embargo, una respuesta a esa pregunta.
 El documental no aclara quién o quiénes mataron a Kercher. Simplemente, presenta a los diferentes protagonistas de lo que, en su día, fue calificado como “el juicio de la década” para regocijo de los tabloides sensacionalistas.
 La historia, desde luego, acompañaba: un presunto crimen sexual cometido por una chica mona de familia rica (Amanda Knox), con drogas de por medio.
 Se llegó a hablar, incluso, de un ritual satánico.
 Las rotativas salivaban tinta con la historia de la pobre Meredith y Amanda. Unidas, fatalmente, por un programa Erasmus.
Meredith Kercher era una estudiante británica de padres obreros que llegó en agosto de 2007 a la bella y tranquila ciudad de Perugia (166.667 habitantes).
 Estudiaba Ciencias Políticas y venía de Leeds, una de las zonas con más comercios y tiendas del norte de Inglaterra.
 En la capital de Umbría alquiló un piso de cuatro habitaciones en el número 7 de la vía della Pergola; de lo más bucólico, con vistas a un pequeño valle.
 La convivencia con las otras chicas del apartamento era buena. Dos de ellas eran italianas y la otra, Amanda Knox, de 20 años, estadounidense.
 La relación entre Amanda y Meredith se empezó a deteriorar con el paso de las semanas. Meredith, más recatada, le reprochaba que se trajese a desconocidos a casa.

 Por los ruidos, más que nada. Y también le echaba en cara su desorden.
 Amanda había venido como Erasmus desde Seattle, una de las ciudades más pudientes de EE UU.
 Estudiaba italiano, alemán y escritura creativa en la Universidad para Extranjeros de Perugia. 
Y trabajaba como camarera en uno de los bares de moda: Le Chic. 



Raffaele Sollecito, el que fuera novio de Amanda cuando se produjo el asesinato, acudió en 2015 al programa italiano 'Porta a porta' para hablar del caso. Él también fue encarcelado. Cordon
Una semana antes del terrible suceso, Amanda conoció a un chico italiano de 23 años en un recital de piezas de Schubert. 
Se llamaba Raffaele Sollecito y estudiaba Ingeniería Informática. El flechazo –coinciden ambos en el documental– fue instantáneo. 
A ella, ese aire de Harry Potter italiano que tenía él, le volvía loca. Y a él, mucho más tímido y retraído, le fascinaba su descaro. Raffaele vivía solo.
 Así que Amanda no dudó en mudarse a su piso. Esos cinco días que estuvieron juntos apenas salieron de la cama.
 Si acaso para liarse otro porro o, en el caso de ella, para ir a trabajar.
 La noche de Halloween, Le Chic estaba a tope. Tanto que al día siguiente no había apenas clientela.
 La noche del 1 de noviembre, Amanda recibió un sms de su jefe, el congoleño Patrick Lumumba: no hacía falta que fuera a trabajar. Apenas unas horas después, su compañera de piso, Meredith, era brutalmente asesinada.
 Y en este punto es donde comienza la nebulosa de este caso.
Según la primera versión que dio Amanda a la policía, la pareja no se había separado en toda la noche.
 Vieron la película Amélie, fumaron algún porro más y se acostaron. Al día siguiente, Amanda volvió a su casa para ducharse y cambiarse.
 La puerta de la entrada estaba entreabierta. 
Y en el baño había gotas de sangre.
 Pero pensó que alguien se habría cortado y no le dio mayor importancia.
 Al salir de la ducha, Knox se percató, ya sí, de algo que le hizo temblar: alguien había defecado en el váter y no había tirado de la cadena.
 Un despiste que no era habitual en esa casa.
 Pensó que, tal vez, había alguien más dentro y se fue a buscar a su novio.
 Al volver, se dieron cuenta de que una de las ventanas estaba rota. Y el cuarto de Meredith, cerrado. “¡Meredith, Meredith!”. Pero ella no contestaba.
 Llamaron a la policía. Y al derribar la puerta de su habitación, los agentes se encontraron con una escabechina.
 Había salpicaduras de sangre por todas partes. 
Y un pie asomando por debajo de un edredón ensangrentado. 
Todo esto, según la versión de Amanda Knox. 


A la izquierda, Rudy Guede, acusado del asesinato de Meredith Kercher, en un juicio celebrado en Perugia en 2008.
 Es el único encarcelado por el caso.
 A la derecha, una fotografía de Meredith Kercher, la chica asesinada.
El fiscal que terminaría asumiendo aquel caso como propio, el italiano Giuliano Mignini, llegó al lugar pasadas algunas horas.
 Aficionado a las novelas de Sherlock Holmes, cuenta en el documental que desde un primer momento supo que aquello no había sido un robo. 
No faltaban objetos de valor. Y además el asesino o asesinos habían tapado el cuerpo semidesnudo y degollado de la víctima:
 “Cuando la asesina es una mujer, tiende a cubrir el cuerpo de una víctima mujer. A un hombre nunca se le ocurriría”. Aquello, por sí solo, no incriminaba a Amanda. 
Pero su comportamiento en la horas siguientes sí llamó la atención: su compañera de piso había sido salvajemente asesinada y ella se estaba besando con su novio y haciéndose carantoñas delante de la escena del crimen.
 Tal vez por eso fue requerida dos días después –ella y no alguna de las dos chicas italianas que compartían también piso con Meredith- para que dijera si faltaba algún cuchillo en la cocina.
 Su respuesta fue taparse los oídos y empezar a gritar. Aquella fue la primera vez que se empezó a sospechar de Amanda Knox.
Los agentes se percataron también de que el más débil de la pareja era Raffaele Sollecito, el novio de Amanda.
 Fue llamado a declarar. 
Y tras un interrogatorio muy insistente y agresivo, en palabras de Raffaele, cambió su versión. 
Hasta entonces había mantenido que la noche en que asesinaron a Meredith, Amanda y él estuvieron en la casa de Sollecito todo el tiempo.
 Pero en un momento dado, el novio de Amanda confesó: “Hasta ahora solo he contado mentiras porque es lo que ella me pidió.
 La verdad es que aquella noche estuve en casa. Amanda no estuvo conmigo y no volvió hasta la una”.
 En el documental de Netflix, Amanda sostiene que sufrió malos tratos y que por eso, y porque estaba también estresada y con miedo, acusó a su jefe de ser el asesino de Meredith.
 “Me vino a la mente la puerta de mi casa abierta, Patrick con su chaqueta de cuero marrón y Meredith gritando.
 Y pensé que eso significaba que yo estaba recordando que él la había matado”.
 Esto no evitó, sin embargo, que fueran detenidos junto a Lumumba y encarcelados; ellos como cómplices.
 Pero, al cabo de tres semanas, se comprobó que su jefe tenía coartada y que aquella acusación era, por tanto, falsa. Y salió de prisión. 
“La manera de razonar de Amanda era extrañísima: alternaba entre el sueño y la realidad”, recuerda Giuliano Mignini, el fiscal del caso.
 Entretanto, la hasta entonces tranquila e idílica ciudad de Perugia trataba de seguir con su vida.
 Algo casi imposible con ese ajetreo de cámaras y periodistas.
 Algunos de ellos como Nick Pisa, del Daily Mail –hoy en The Sun-, disfrutaron de lo lindo con aquel suceso. 
Como él mismo reconoce entre carcajadas: “Fue una asesinato horrible: degollada, medio desnuda, sangre por todas partes. 
¿Qué más se puede pedir en una historia?
 Lo único que falta, quizás, sea la familia real o el Papa”.
A la izquierda, Amanda Knox durante uno de los juicios por el asesinato de Meredith Kerche en 2011. A la derecha, una imagen actual en una entrevista que concedió en televisión. Cordon

A la policía lo que le faltaba era el arma del delito.
 Se buscaba un cuchillo lo suficientemente grande como para coincidir con las características del asesinato.
 Y se halló en casa de Raffaele.
 Aquel cuchillo de unos 15 centímetros de hoja tenía el ADN de Amanda en la empuñadura.
 Y el ADN de Meredith en la punta. 
Todo empezaba a encajar. Porque tiempo después se encontraron también trazas del ADN de Sollecito en el enganche roto del sujetador que la víctima llevaba cuando fue asesinada.
 “Ahora ya no hay esperanza para esos dos”, resumieron los agentes. Pero aún faltaba un tercer implicado.
La autopsia confirmó que Meredith había sido violada.
 En su cuerpo se halló el ADN de Rudy Guede, un traficante de 21 años de poca monta, procedente de Costa Marfil, cuyas huellas aparecieron también en la habitación. Y que, casualmente, estaba huido desde el día del crimen. Fue localizado en Alemania y extraditado a Italia. Según dijo, había conocido, “a la chica asesinada”, el día antes del crimen. “Al día siguiente fui a su casa, pero no hicimos nada porque ninguno de los dos tenía condones. 
Así que fui al cuarto de baño. Después la oí gritar y salí corriendo. Vi a un tío. No le vi bien la cara porque estaba oscuro. 
 Salió corriendo por la puerta principal. Vi a Meredith que estaba sangrando: tenía un corte en la garganta”.
Su comportamiento en la horas siguientes sí llamó la atención: su compañera de piso había sido salvajemente asesinada y ella se estaba besando con su novio y haciéndose carantoñas delante de la escena del crimen
Guede conocía a Knox y Sollecito de verse por el barrio y charlar de vez en cuando.
 Pero no les incriminó. Insistía en que no había podido verle la cara al asesino. 
El día de su juicio, separado del que iba a celebrarse contra la pareja, lo vio, sin embargo, más claro: “A través de la ventana, vi cómo se alejaba a lo lejos la silueta de Amanda Knox”. 
 Rudy Guede fue condenado a 30 años de cárcel por su participación en el asesinato. El “juicio de la década” se celebró un año y medio después del crimen. ¿Qué había pasado en esa habitación?
 El jurado, formado por dos jueces y seis ciudadanos, consideró válida la reconstrucción de los fiscales Giuliano Mignini y Manuela Comodi. Y fue esta que sigue. 
La noche de autos, los tres condenados llegaron juntos a la casa de vía della Pergola. “Knox, Sollecito y Guede, bajo el efecto de estupefacientes y quizá del alcohol, decidieron llevar a cabo el proyecto de implicar a Meredith en un fuerte juego sexual”.
 Pero ella se resistió y Guede la violó mientras Amanda y Raffaele la sujetaban.
 Después la apuñalaron hasta que Knox, fuera de sí, le asestó la cuchillada mortal en la garganta para “vengarse” de aquella “joven afectada, demasiado seria y morigerada para su gusto”.
En 2009, Amanda y su novio eran condenados a 26 y 25 años, respectivamente. Caso cerrado. Pero no. Porque en 2011 -y tras apelar- la pareja quedaba absuelta, básicamente porque la investigación de la policía científica italiana había sido una chapuza: no se respetaron los protocolos internacionales de recolección de pruebas y procesamiento.
 En el cuchillo había, en efecto, ADN de Knox. Pero la cantidad de supuesto ADN hallada en el filo “era demasiado escasa como para llegar a conclusiones definitivas”, expusieron los profesores Stefano Conti y Carla Vecchiotti, también presentes en el documental. 
Por otra parte, el análisis del sujetador de Meredith señaló que el hallazgo del ADN de Sollecito tampoco era concluyente.
 Conti y Vecchiotti advirtieron de que las técnicas de recogida y procesamiento utilizadas por la policía no permitían descartar una contaminación de la prueba.
 Junto con las de Sollecito, se detectaron también trazas del ADN de otros varones en ese enganche.
Amanda y su novio fueron condenados a más de 20 años cada uno.
 Dos años después el caso se reabre y la pareja queda absuelta porque la investigación de la policía científica italiana había sido una chapuza
En resumen: Amanda y Raffaele quedaban libres. Y a Rudy, que también recurrió, se le redujo la condena a 16 años por cómplice de asesinato.
 Para entonces, el enredo era ya internacional. En EE UU se hablaba abiertamente de “antiamericanismo”.
 Ese que había condenado a una chica inocente de Seattle a pasar cuatro años entre rejas siendo inocente. 
La entonces secretaria de Estado Hillary Clinton se interesó por el caso.
 Y Donald Trump –en aquella época solo un magnate - pidió un boicot contra Italia.
 Después de eso, el caso se enredó aún más en los tribunales. En 2013, el Tribunal Supremo anuló esa absolución. Y un año después, el Tribunal de Apelación de Florencia volvía a condenar a Knox y Sollecito, aunque la tesis de la orgía sexual fue sustituida por una discusión entre las compañeras de piso que derivó en una agresión sexual, por parte de Guede, que acabó en asesinato “porque la víctima iba a denunciar”. En 2015, el Supremo confirmó, definitivamente, la absolución de la pareja. Amanda Knox fue condenada, eso sí, a tres años de cárcel por acusar de los hechos a Patrick Lumumba, su jefe en el bar Le Chic. Si bien ya había cumplido esa pena durante su estancia en prisión preventiva. Rudy Guede está actualmente en la prisión de Mammagialla, en Viterbo, Italia.
En EE UU se hablaba abiertamente de “antiamericanismo”. Ese que había condenado a una chica inocente de Seattle a pasar cuatro años entre rejas siendo inocente
Si Amanda y Raffaele no participaron, ¿con quién más estaba Guede? ¿Le asestó él solo las 46 puñaladas, además de sujetarla y abusar de ella?
La autopsia también reveló que Meredith Kercher había peleado con todas su fuerzas. 
¿Quiénes más estaban en esa habitación? 
Todo son incógnitas en un documental que sigue la estela de la serie Making a murderer.
 Y que amigos cercanos a la familia Kercher, que rechazó participar en él, lo consideran un “cuento de hadas” o “propaganda” en favor de Amanda Knox.
Uno de estos amigos, que pide no ser identificado, explica a ICON que la familia desea paz ahora mismo, y que siguen intentando recuperarse de esa tragedia “sin nombre”. 
“El sistema judicial italiano falló a Meredith”,
 zanja.
 Los directores Rod Blackhurst y Brian McGinn, autores de Amanda Knox, el nombre del documental, niegan, por otro lado, que su intención fuera resolver el caso
. En una entrevista con el portal Sensacine, declararon: “Llevamos trabajando en esto desde 2011 y queríamos ver la parte humana que se escondía tras esos titulares.
 Y en última instancia, iniciar una conversación más amplia sobre si estamos en una sociedad más interesada en el entretenimiento o en la información”.
Esa segunda pregunta queda respondida en el caso de Amanda Knox.
 Conocida su absolución, volvió a Seattle donde fue recibida como la estrella mediática en la que luego se convertiría.
 Entrevistas. Programas especiales. 
Y cuatro millones de dólares (3,5 millones de euros) por contar su versión en un libro.
 Su exnovio, Raffaele Sollecito, mientras, mantuvo un perfil bajo.
 Aunque hizo sus pinitos como asesor en programas de crímenes sin resolver. 
Nueve años después, se presentan en el documental de Netflix como víctimas de un sistema judicial chapucero que les condenó de por vida a ser los culpables de un asesinato que, aseguran, no cometieron.
 Algunos cree que los ojos de Amanda sugieren, tal vez, otra cosa.


Un presunto crimen sexual cometido por una chica mona de familia rica (Amanda Knox), con drogas de por medio y un ritual satánico. Meredith y Amanda, unidas, fatalmente, por un programa Erasmus
Knox estaba fuera esperando, relajada. Cuando le llegó su turno -y la policía le dijo que Raffaele le había traicionado- su pose cambió. “Estaba con él, estaba con él. No tenía que trabajar esa noche”, se defendió. Y les enseñó el mensaje que ella le había mandado a su jefe, Patrick Lumumba, como contestación al suyo: “Certo. Ci vediamo piu tardi. Buona serata”. Ese “ci vediamo piu tardi” [nos vemos más tarde] incrementó aún más las sospechas. “¡Eso es que tenías una cita con alguien, eso es que habías quedado con él y te olvidaste por lo traumático de la situación!”, le espetó la policía a Amanda.
 

Miley Cyrus: “Me siento muy libre siendo yo”....................................... Rocío Ayuso

La artista dejó su granja en la que cría cerdos por Woody Allen, y con su último trabajo se ha ganado a la crítica como actriz.

Miley Cyrus, en el trabajo realizado con Woody Allen. AP
 

 

Miley Cyrus fue a ver a Woody Allen por primera vez dispuesta a sacarse un selfie con el legendario realizador y plantarle un educado “no, gracias” a su propuesta de trabajar juntos.
 “Me daba vergüenza llamarle y decirle eso de lo siento pero estoy muy ocupada”, recuerda ahora la cantante y actriz. 
Es difícil pensar en la palabra vergüenza con la presencia de esta joven sureña de 23 años que con sus caderas puso en boga el término twerking.
Miley Cyrus, con Woody Allen durante el rodaje de la serie. AP
 
 
La que un día fue Hannah Montana parece una nueva Pipi Calzaslargas vestida con un mono multicolor y con dos moñitos por tocado en lugar de largas trenzas.
 Eso y una gran sonrisa mientras recuerda la génesis de su último trabajo, el que la ha convertido en la nueva musa del autor de Annie Hall como protagonista de la miniserie de Netflix Crisis in Six Scenes.
 “Me siento muy libre siendo yo y no quería ser nadie más. Además, me acababa de mudar a una granja porque está claro que cuando se trata de animales no tengo mesura y tengo miles.
 Pero no tuve las pelotas de decirle que no podía trabajar con él porque estaba liada jugando con los cerdos”, resume. 
Con Cyrus las cosas siempre son extremas. Lo que empezó como la carrera de una niña prodigio, devota cristiana y todo lo conservadora que las estrellas de la música country y niñas Disney suelen ser, se convirtió en esa explosión de sexo, música e irreverencia que la joven Miley exuda en cada una de sus apariciones.
 Volcada en su música, de gira con su cuarto álbum, Bangerz, y enfrascada en un continuo “ahora sí ahora no me caso” con su novio impenitente, el actor Liam Hemsworth, la cantante y estrella no quería más líos.
 Sin embargo, los encantos de un Allen octogenario pudieron a los de su cerdito Pig Pig y la devolvieron a la televisión.
 “En realidad se llama Pig [cerdo, en inglés] para abreviar, pero le llamo Pig Pig para diferenciarle de Pig Puddles, que acabo de adoptar.
 Más asustadizo pero come galletas de chocolate”, añade. Eso es lo que más valoran de ella los que la conocen. O incluso quienes la critican, porque si bien la nueva serie ha sido recibida con varapalos todos ensalzan el trabajo de Cyrus como actriz por la naturalidad con la que se enfrenta al director que otros idolatran.
“No es de los que se deshacen en halagos”, comenta de Allen. 
 “Y si lo hace, lo hace a tus espaldas, a trabajo hecho. Pero a mí me gusta trabajar así, duro”, remata.
 Ciertamente a sus espaldas Allen solo tiene cosas buenas que decir de una intérprete que conoció gracias a sus hijas adolescentes.
 “Y acabó siendo una actriz estupenda”, apostilla el cineasta a este periódico.
 

Supervivientes del corredor de la muerte................................................Guillermo Abril y Álvaro Corcuera Sofía Moro

Forman un club de resucitados que se reúne un par de veces al año. Su objetivo es acabar con la pena capital en Estados Unidos. Esta es su vida.
HOLA, ESTA ES mi primera vez aquí. 
Me llamo Sabrina Butler y soy la única mujer que ha sido exonerada en Estados Unidos. 
Estuve en el corredor de la muerte seis años y medio. Fui liberada en 1995. Me alegra haber venido”.
 Más de 50 personas aplauden con fuerza. Saben lo importante que es la llegada de un testimonio más a su lucha colectiva. 
 Son Witness to Innocence (testigos para la inocencia), una organización que aúna a personas que fueron condenadas injustamente a la pena capital por crímenes que no habían cometido
Suelen juntarse a puerta cerrada un par de veces al año. 
Solo ellos y sus familias. Lo llaman the gathering, la reunión, un retiro espiritual de tres o cuatro días.
 Viajan desde todo EE UU. Comparten miedos, experiencias terribles, la angustia que aún arrastran. Pero también hay risas. Fraternidad.
 Y una vibrante energía positiva. Han logrado salir del peor agujero que uno pueda imaginar. Emanan una luz única. 
Pero también asoman las cicatrices.

 
 Sabrina Butler fue rescatada del corredor de la muerte después de seis años y medio. Hoy forma parte
de un selecto club de 156 personas. Inocentes que un día fueron condenados a la pena capital en Estados Unidos. Cuatro de ellos protagonizan el documental ‘The resurrection Club’.
2089 DOC SupervivientesPORTADA

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2089 DOC Supervivientes03
Albert Burrell y su exesposa peleaban por la custodia de su hijo cuando ella le acusó de un doble crimen.
 Albert, que sufre retraso mental y no sabe leer ni escribir, estuvo 13 años condenado a muerte en Luisiana.
 Cuando salió recibió 10 dólares y una cazadora. En la imagen, en el rancho de su hermana Estell, en Texas. 
 
Es junio de 2011, Richmond, Virginia, Estados Unidos. Esta vez se han congregado en Roslyn Center, una antigua granja de la Diócesis Episcopal de Virginia. 
“Un lugar para relajarse, renovarse y revitalizarse”, se publicita.
 Se encuentra en lo alto de una suave colina, rodeado de campos bucólicos y praderas.
 Al atardecer, luciérnagas emiten fogonazos y los exconvictos disfrutan de una barbacoa.
 Hamburguesas, perritos, cerveza. Hay un concierto de rock en un granero.
 Un silencioso tipo con sombrero de cowboy, Albert Burrell, que pasó 13 años en una de las peores cárceles del país, la de Angola (Luisiana), baila animado.
Sabrina Butler y Roszalia Ellen, su madre, han venido desde Columbus (Misisipi). 
Del cinturón de la Biblia, donde la esclavitud y la segregación racial fueron más duras.
 Sabrina tuvo su primer hijo a los 15 años. 
El segundo a los 17. Una mañana de 1989, este último dejó de respirar.
 En estado de shock, Sabrina siguió los consejos de una vecina: practicó sobre el bebé maniobras de reanimación. Cuando el pequeño Walter llegó al hospital, estaba muerto. Con el pecho amoratado. 
Sabrina fue detenida, y recién cumplidos los 18 años, condenada a muerte.
Junio de 2016. Sabrina asoma a la puerta de su casa, ubicada en la parte trasera de un polígono, una gasolinera y un desguace.
 Sonríe, está animada. En su hogar cuelgan retratos de Rosa Parks, Martin Luther King y Barack Obama. 
Su primer hijo, Danny, saluda: hoy tiene 30 años. 
Sabrina rehízo su vida, se casó con Joe Porter, al que conoció cuando este era guardia del corredor de la muerte, y tuvieron dos hijos, Joe Jr. (hoy de 19 años) y Nakeria (de 14).
 Desentierra lo que llama el Scrapbook of horror (álbum del horror). 
Muestra recortes de periódico sobre su caso. Y una vieja imagen de su bebé Walter, mil veces pegada con celofán a las paredes de su celda.
Sabrina, a diferencia de la mayoría de los que han logrado demostrar su inocencia, ganó una demanda compensatoria por el error que se cometió con ella.
 Pide que no se difunda la suma. Con el dinero, compró dos casas muy humildes; en una vive con su familia y la otra, adyacente, la tiene alquilada: su única fuente de ingresos. Desde que fue declarada inocente nunca ha conseguido un empleo.
 Cerca se encuentra el lugar donde se torció todo.
 Se sube a su coche y conduce hacia el apartamento donde vivía cuando su bebé expiró. 
El abogado que aceptó revisar su caso, Clive Stafford-Smith, hoy una de las grandes voces contra Guantánamo, logró probar en un nuevo juicio que el pequeño Walter falleció de una enfermedad del riñón.
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Walter, el bebé de Sabrina que recién nacido dejó de respirar. 
 
De camino, Sabrina señala por la ventanilla el probable causante de que su hijo muriera: una explanada donde un día se situaba la planta química de la compañía Kerr-­Mcgee.
 Durante años vertió en estas barriadas de afroamericanos residuos de creosota, una sustancia química que contiene 300 elementos que pueden provocar irritaciones, convulsiones, problemas de riñón e hígado, cáncer de piel y de escroto y la muerte. 
La gente aún vive en el entorno. El suelo sigue contaminado, como otros 2.772 lugares por todo el país.
 La compañía fue denunciada en 2012 por el Departamento de Justicia de EE UU. Dos años más tarde llegó a un acuerdo con la empresa y esta se comprometió a pagar 5.100 millones de dólares para paliar el desastre y compensar a más de 8.000 afectados. 
Sabrina no está reconocida aún entre ellos y sigue su pelea judicial. 
El coche se adentra en una calle sin salida.
 Surge un bloque de apartamentos. Mira el lugar donde perdió a su bebé. Y abandona el lugar con un suspiro. “No me gusta estar aquí”.
 Enseguida vuelve a su optimismo habitual. Y recuerda su primera reunión con Witness to Innocence en Virginia: “Fueron cuatro días muy emotivos. ¡Me hizo sentir bien!”. Su recorrido vital es bastante típico: tras salir de prisión, la mayoría se sienten perdidos, no encuentran empleo ni sitio en la sociedad.
 La primera vez que Sabrina supo que había otros como ella fue en 1998, cuando la Universidad Northwestern de Chicago organizó una conferencia sobre errores judiciales, en la que juntó a 63 inocentes, una veintena de ellos del corredor de la muerte. 
Sabrina asistió, pero pasaron 13 años hasta que llegó a Witness.
 Hoy, pelea contra un sistema en el que por cada diez personas ejecutadas, una es liberada.
 Desde 1976, la justicia ha reconocido su error en 156 casos de pena capital. 
Dos de ellos mujeres: además de Sabrina, otra, Debra Milke, fue exonerada en 2015 y también se ha unido a la organización, por la que han desfilado cerca de 50 resucitados.
 Aunque no es fácil encontrarlos. Unos desaparecen. A otros no les interesa. O resultan ilocalizables. 
Ron Keine es uno de los exconvictos más activos en la búsqueda de hermanos perdidos.
 Quizá por su propio recorrido vital. Su caso se remonta a principios de los setenta.
 Era motero en los años del Born to be wild. Pertenecía a un motoclub con historial delictivo: The Vagos. 
Pero fue condenado, junto a tres compañeros, por un asesinato que no había cometido.
 Su juicio fue una farsa con testigos y forenses comprados y la complicidad de los fiscales. 
Tras pasar dos años en el corredor de Nuevo México, salió su fecha de ejecución. Nueve días antes, un policía se confesó como el verdadero autor del crimen.
Han pasado 40 años y Ron prefiere ver la parte positiva: “Cuando me enviaron al corredor de la muerte, no fui arrestado. 
Fui salvado. Habría acabado muerto de un disparo, o matando a cualquiera por las guerras entre moteros. 
Llegué a asistir a 11 funerales de compañeros”.
 Lo cuenta en el porche trasero de su casa, en Sterling Heights (Michigan), frente al garaje donde guarda una Harley con la que aún sale a morder el asfalto, otras motos que repara por afición y un Chevrolet El Camino semicubierto por una lona.
 Una vez libre, en 1976, Ron se escondió. Su rostro era conocido y le miraban con desconfianza. Se puso a trabajar 18 horas diarias.
 “Quería encarrilar mi vida”.
Lo consiguió. Comenzó repartiendo entre sus vecinos sacos de sal para combatir el hielo del invierno. 
En menos de un año, contaba con 80 empleados. No le dedicó un minuto a pensar que podría haber otros como él: “¿Otros inocentes del corredor de la muerte? Nunca pensé en ello”. 
 
En 1998, a Ron también le invitaron a la conferencia de la Universidad de Northwestern. 
Dudó si ir o no. Le convenció Pat Aimee, su pareja. “Hazlo”, le dijo. “Conocerás a gente como tú”. Pat y Ron comenzaron a salir en 1994.
 Él tardó una temporada en confesarle su pasado. Ella recuerda el momento: “Sentí dolor en el corazón. Tenía tantas preguntas. ¿Cómo se sobrevive a algo así?”. 
Las mujeres, sean hermanas, parejas o hijas, son uno de los puntos de apoyo clave de estas personas. Sin ellas, muchos naufragarían por el camino.
Aquella conferencia fue el germen de Witness to Innocence, que nació en 2003, promovida por la monja Helen Prejean (Susan Sarandon interpretó su papel en la película Pena de muerte). 
 La idea fue “empoderar” a los exonerados, convertirlos en oradores. 
Y lograr, con su testimonio, sacudir la opinión de EE UU a favor de la pena de muerte.
 A mediados de los noventa, un 80% de la población apoyaba las ejecuciones. 
Hoy son el 61%, según Gallup. Desde que existe Witness, la pena de muerte ha sido abolida en ocho Estados y otros cuatro han dejado de aplicarla.
 Según Ron, “la inocencia ha sido el factor clave”. En 2015, hubo 28 ejecuciones, el número más bajo en 25 años.
 
2089 DOC Supervivientes20
2089 DOC Supervivientes41Shujaa, un afroamericano que pasó la infancia en las plantaciones de algodón de Luisiana, se sube al estrado de la Facultad de Derecho de la South Texas University y exclama: “¡No estoy vivo gracias al sistema, sino a pesar del sistema!”. Un discurso vibrante.
 Los de Greg son más crudos: “Mi pesadilla comenzó cuando mi esposa fue hallada muerta de la forma más brutal: había sido violada, le habían dado una paliza, le habían cortado el cuello…, ya sabéis, el lote completo”.
 Él era el sospechoso perfecto: el matrimonio, con dos hijas de 14 y 4 meses, atravesaba una mala racha.
 Se acababan de separar, tras dos años de relación.
 Se habían conocido en una clínica de desintoxicación. 
Greg fue condenado en 1985 con una única prueba: una mordedura en el pecho de su esposa.
 Pasó cinco años en el corredor de Oklahoma. Cuando se reabrió el caso, se demostró que la huella no le pertenecía. Salió en libertad y, en cuestión de días, se mudó a Sacramento (California), donde trató de rehacer su vida e incluso se casó de nuevo.
 Pero volvió a coquetear con las drogas. Y comenzó a beber. Dos síntomas claros de que le perseguía un fantasma invisible de consecuencias catastróficas: el estrés postraumático.
 Murió en 2014, por complicaciones en el hígado. Sufría de hepatitis C y cirrosis.
 

Por qué leeré siempre libros............................................................Javier Marías

El DVD me salvó la vida, pero por verlo todo en la pantalla de televisión olvido y confundo más lo que he visto. Por eso intuyo que nunca usaré un ‘e-book’.

COLUMNISTAREDONDA_JAVIERMARIAS
SIGO VIENDO muchas películas, pero hace tiempo que no voy a los cines.
 Hubo épocas juveniles en las que iba hasta tres veces diarias cuando mis ahorros me lo permitían: rastreaba títulos célebres, que por edad me habían estado vedados, en las salas de barrio más remotas, y así conocí zonas de Madrid que jamás había pisado.
 La primera vez que fui a París, a los diecisiete años, durante una estancia de mes y medio vi más de ochenta pe­­lículas; gracias, desde luego, a la generosidad de Henri Langlois, el mítico director de la Cinémathèque, que me dio un pase gratuito para cuantas sesiones me apetecieran, quizá conmovido por la pasión cinéfila de un estudiante con muy poco dinero.
Hay varias razones por las que he perdido tan arraigada costumbre, entre ellas la falta de tiempo, la desaparición de los cines céntricos de la Gran Vía (se los cargaron el PP y Ruiz-Gallardón, recuerden, otra cosa que no perdonarles), y en gran medida los nuevos hábitos de los espectadores. 
Hay ya muchas generaciones nacidas con televisión en casa, a las que nadie ha enseñado que las salas no son una extensión de su salón familiar.
 En él la gente ve películas o series mientras entra y sale, contesta el teléfono, come y bebe ruidosamente, se va al cuarto de baño o hace lo que le parezca. 
Esa misma actitud, lícita en el propio hogar, la ha trasladado a un espacio compartido y sin luz, o con sólo la que arroja la pantalla. Las últimas veces que fui a uno de ellos era imposible seguir la película. 
Si era una de estruendo y efectos especiales daba lo mismo, pero si había diálogos interesantes o detalles sutiles, estaba uno perdido en medio del continuo crujido de palomitas masticadas, sorbos a refrescos, móviles sonando, individuos hablando tan alto como si estuvieran en un bar o en la calle.
 Seré tiquis miquis, pero pertenezco a una generación que reivindicó el cine como arte comparable a cualquier otro, y veíamos con atención y respeto todo, Bergman y Rossellini o John Ford, Blake Edwards, los Hermanos Marx y Billy Wilder. 
Con estos últimos, claro está, riéndonos. 

Así que el DVD me salvó la vida, no me quejo.
 Sin embargo, me doy cuenta (y no soy el único al que le pasa) de que, seguramente por verlo todo en pequeño, y además en el mismo sitio (la pantalla de la televisión), olvido y confundo infinitamente más lo que he visto.
 No descarto que también pueda deberse a que hoy escasean las películas memorables y muchas son rutinarias (si vuelvo a ponerme Centauros del desierto la absorbo como antaño).
 A cada cinta se le añadía el recuerdo de la ocasión, el desplazamiento, la persona con la que la veía uno, la sala … Esos apoyos de la memoria están borrados: siempre en casa, en el sofá, en el mismo marco, etc.
 Por eso intuyo que nunca leeré en e-book o dispositivo electrónico, por muchas ventajas que ofrezca.
 He viajado toda la vida con cargamentos de libros que ahora podría ahorrarme.
 He recorrido librerías de viejo en busca de un título agotadísimo que hoy seguramente me servirían de inmediato.
 Sin duda, grandes beneficios. Pero estoy convencido de que, si con el cine y las series me ocurre lo que me ocurre, me sucedería lo mismo si leyera todo (o mucho) en el mismo “receptáculo”, en la misma pantalla invariable.
 Las novelas se me mezclarían, éstas a su vez con los ensayos y las obras de Historia, no distinguiría de quién eran aquellos poemas que tanto me gustaron (¿eran de Mark Strand, de Louise Glück, de Simic o de Zagajewski?). Letra impresa virtual tras letra impresa, un enorme batiburrillo.
A mis lecturas inolvidables tengo indeleblemente asociados el volumen, la cubierta que me acompañó durante días, el tacto y el olor distintos de cada edición (no huele igual un libro inglés que uno americano, uno francés que uno español).
 Madame Bovary no es para mí sólo el texto, me resulta indisociable del lomo amarillo de la colección Garnier y de la imagen que me llamaba. 
Pienso en Conrad y, además de sus ricas ambigüedades morales, me vienen los lomos grises de Penguin Modern Classics y sus exquisitas ilustraciones de cubierta, como con Henry James y Faulkner. 
Machado se me aparece envuelto en Austral, lo mismo que Rilke. Y luego están, naturalmente, la ocasión, la ciudad, la librería en que compré cada volumen, a veces la alegría incrédula de dar por fin con una obra que nos resultaba inencontrable. 
Todo eso ayuda a recordar con nitidez los textos, a no confundirlos. No quiero exponerme a que con la literatura me empiece a pasar lo que con el cine, pero aún más gravemente: en éste, al fin y al cabo, las imágenes cambian y dejan más clara huella, aunque se difumine rápido a menudo; en los textos siempre hay letra, letra, letra, el “aspecto” de lo que tiene uno ante la vista es casi indistinto, por mucho que luego haya obras maestras, indiferentes e insoportables. Me pregunto, incluso, si en un libro electrónico no acabarían por parecerme similares todas, es decir (vaya desgracia), todas maestras o indiferentes, o todas insoportables.