HOLA, ESTA ES mi primera vez aquí.
Me llamo Sabrina Butler y soy la única mujer que ha sido exonerada en Estados Unidos.
Estuve en el corredor de la muerte seis años y medio. Fui liberada en 1995. Me alegra haber venido”.
Más de 50 personas aplauden con fuerza. Saben lo importante que es la llegada de un testimonio más a su lucha colectiva.
Son Witness to Innocence (testigos para la inocencia), una organización que aúna a personas que fueron condenadas injustamente a la pena capital por crímenes que no habían cometido
Suelen juntarse a puerta cerrada un par de veces al año.
Solo ellos y sus familias. Lo llaman the gathering, la reunión, un retiro espiritual de tres o cuatro días.
Viajan desde todo EE UU. Comparten miedos, experiencias terribles, la angustia que aún arrastran. Pero también hay risas. Fraternidad.
Y una vibrante energía positiva. Han logrado salir del peor agujero que uno pueda imaginar. Emanan una luz única.
Pero también asoman las cicatrices.
Sabrina Butler fue rescatada del corredor de la muerte después de seis años y medio. Hoy forma parte
de un selecto club de 156 personas. Inocentes que un día fueron condenados a la pena capital en Estados Unidos. Cuatro de ellos protagonizan el documental ‘The resurrection Club’.
“Un lugar para relajarse, renovarse y revitalizarse”, se publicita.
Se encuentra en lo alto de una suave colina, rodeado de campos bucólicos y praderas.
Al atardecer, luciérnagas emiten fogonazos y los exconvictos disfrutan de una barbacoa.
Hamburguesas, perritos, cerveza. Hay un concierto de rock en un granero.
Un silencioso tipo con sombrero de cowboy, Albert Burrell, que pasó 13 años en una de las peores cárceles del país, la de Angola (Luisiana), baila animado.
Sabrina Butler y Roszalia Ellen, su madre, han venido desde Columbus (Misisipi).
Del cinturón de la Biblia, donde la esclavitud y la segregación racial fueron más duras.
Sabrina tuvo su primer hijo a los 15 años.
El segundo a los 17. Una mañana de 1989, este último dejó de respirar.
En estado de shock, Sabrina siguió los consejos de una vecina: practicó sobre el bebé maniobras de reanimación. Cuando el pequeño Walter llegó al hospital, estaba muerto. Con el pecho amoratado.
Sabrina fue detenida, y recién cumplidos los 18 años, condenada a muerte.
Junio de 2016. Sabrina asoma a la puerta de su casa, ubicada en la parte trasera de un polígono, una gasolinera y un desguace.
Sonríe, está animada. En su hogar cuelgan retratos de Rosa Parks, Martin Luther King y Barack Obama.
Su primer hijo, Danny, saluda: hoy tiene 30 años.
Sabrina rehízo su vida, se casó con Joe Porter, al que conoció cuando este era guardia del corredor de la muerte, y tuvieron dos hijos, Joe Jr. (hoy de 19 años) y Nakeria (de 14).
Desentierra lo que llama el Scrapbook of horror (álbum del horror).
Muestra recortes de periódico sobre su caso. Y una vieja imagen de su bebé Walter, mil veces pegada con celofán a las paredes de su celda.
Sabrina, a diferencia de la mayoría de los que han logrado demostrar su inocencia, ganó una demanda compensatoria por el error que se cometió con ella.
Pide que no se difunda la suma. Con el dinero, compró dos casas muy humildes; en una vive con su familia y la otra, adyacente, la tiene alquilada: su única fuente de ingresos. Desde que fue declarada inocente nunca ha conseguido un empleo.
Cerca se encuentra el lugar donde se torció todo.
Se sube a su coche y conduce hacia el apartamento donde vivía cuando su bebé expiró.
El abogado que aceptó revisar su caso, Clive Stafford-Smith, hoy una de las grandes voces contra Guantánamo, logró probar en un nuevo juicio que el pequeño Walter falleció de una enfermedad del riñón.
Quizá por su propio recorrido vital. Su caso se remonta a principios de los setenta.
Era motero en los años del Born to be wild. Pertenecía a un motoclub con historial delictivo: The Vagos.
Pero fue condenado, junto a tres compañeros, por un asesinato que no había cometido.
Su juicio fue una farsa con testigos y forenses comprados y la complicidad de los fiscales.
Tras pasar dos años en el corredor de Nuevo México, salió su fecha de ejecución. Nueve días antes, un policía se confesó como el verdadero autor del crimen.
Han pasado 40 años y Ron prefiere ver la parte positiva: “Cuando me enviaron al corredor de la muerte, no fui arrestado.
En 1998, a Ron también le invitaron a la conferencia de la Universidad
de Northwestern.
Dudó si ir o no. Le convenció Pat Aimee, su pareja.
“Hazlo”, le dijo. “Conocerás a gente como tú”. Pat y Ron comenzaron a
salir en 1994.
Él tardó una temporada en confesarle su pasado. Ella
recuerda el momento: “Sentí dolor en el corazón. Tenía tantas preguntas.
¿Cómo se sobrevive a algo así?”.
Las mujeres, sean hermanas, parejas o
hijas, son uno de los puntos de apoyo clave de estas personas. Sin
ellas, muchos naufragarían por el camino.
Aquella conferencia fue el germen de Witness to Innocence, que nació en 2003, promovida por la monja Helen Prejean (Susan Sarandon interpretó su papel en la película Pena de muerte).
La idea fue “empoderar” a los exonerados, convertirlos en oradores.
Y
lograr, con su testimonio, sacudir la opinión de EE UU a favor de la
pena de muerte.
A mediados de los noventa, un 80% de la población
apoyaba las ejecuciones.
Hoy son el 61%, según Gallup. Desde que existe Witness, la pena de muerte ha sido abolida en ocho Estados y otros cuatro han dejado de aplicarla.
Según Ron, “la inocencia ha sido el factor clave”. En 2015, hubo 28 ejecuciones, el número más bajo en 25 años.
Los de Greg son más crudos: “Mi
pesadilla comenzó cuando mi esposa fue hallada muerta de la forma más
brutal: había sido violada, le habían dado una paliza, le habían cortado
el cuello…, ya sabéis, el lote completo”.
Él era el sospechoso
perfecto: el matrimonio, con dos hijas de 14 y 4 meses, atravesaba una
mala racha.
Se acababan de separar, tras dos años de relación.
Se habían
conocido en una clínica de desintoxicación.
Greg fue condenado en 1985 con una única prueba: una mordedura en el pecho de su esposa.
Pasó cinco años en el corredor de Oklahoma.
Cuando se reabrió el caso, se demostró que la huella no le pertenecía.
Salió en libertad y, en cuestión de días, se mudó a Sacramento
(California), donde trató de rehacer su vida e incluso se casó de nuevo.
Pero volvió a coquetear con las drogas. Y comenzó a beber. Dos síntomas
claros de que le perseguía un fantasma invisible de consecuencias
catastróficas: el estrés postraumático.
Murió en 2014, por complicaciones en el hígado. Sufría de hepatitis C y cirrosis.
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