Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

9 oct 2016

Por qué leeré siempre libros............................................................Javier Marías

El DVD me salvó la vida, pero por verlo todo en la pantalla de televisión olvido y confundo más lo que he visto. Por eso intuyo que nunca usaré un ‘e-book’.

COLUMNISTAREDONDA_JAVIERMARIAS
SIGO VIENDO muchas películas, pero hace tiempo que no voy a los cines.
 Hubo épocas juveniles en las que iba hasta tres veces diarias cuando mis ahorros me lo permitían: rastreaba títulos célebres, que por edad me habían estado vedados, en las salas de barrio más remotas, y así conocí zonas de Madrid que jamás había pisado.
 La primera vez que fui a París, a los diecisiete años, durante una estancia de mes y medio vi más de ochenta pe­­lículas; gracias, desde luego, a la generosidad de Henri Langlois, el mítico director de la Cinémathèque, que me dio un pase gratuito para cuantas sesiones me apetecieran, quizá conmovido por la pasión cinéfila de un estudiante con muy poco dinero.
Hay varias razones por las que he perdido tan arraigada costumbre, entre ellas la falta de tiempo, la desaparición de los cines céntricos de la Gran Vía (se los cargaron el PP y Ruiz-Gallardón, recuerden, otra cosa que no perdonarles), y en gran medida los nuevos hábitos de los espectadores. 
Hay ya muchas generaciones nacidas con televisión en casa, a las que nadie ha enseñado que las salas no son una extensión de su salón familiar.
 En él la gente ve películas o series mientras entra y sale, contesta el teléfono, come y bebe ruidosamente, se va al cuarto de baño o hace lo que le parezca. 
Esa misma actitud, lícita en el propio hogar, la ha trasladado a un espacio compartido y sin luz, o con sólo la que arroja la pantalla. Las últimas veces que fui a uno de ellos era imposible seguir la película. 
Si era una de estruendo y efectos especiales daba lo mismo, pero si había diálogos interesantes o detalles sutiles, estaba uno perdido en medio del continuo crujido de palomitas masticadas, sorbos a refrescos, móviles sonando, individuos hablando tan alto como si estuvieran en un bar o en la calle.
 Seré tiquis miquis, pero pertenezco a una generación que reivindicó el cine como arte comparable a cualquier otro, y veíamos con atención y respeto todo, Bergman y Rossellini o John Ford, Blake Edwards, los Hermanos Marx y Billy Wilder. 
Con estos últimos, claro está, riéndonos. 

Así que el DVD me salvó la vida, no me quejo.
 Sin embargo, me doy cuenta (y no soy el único al que le pasa) de que, seguramente por verlo todo en pequeño, y además en el mismo sitio (la pantalla de la televisión), olvido y confundo infinitamente más lo que he visto.
 No descarto que también pueda deberse a que hoy escasean las películas memorables y muchas son rutinarias (si vuelvo a ponerme Centauros del desierto la absorbo como antaño).
 A cada cinta se le añadía el recuerdo de la ocasión, el desplazamiento, la persona con la que la veía uno, la sala … Esos apoyos de la memoria están borrados: siempre en casa, en el sofá, en el mismo marco, etc.
 Por eso intuyo que nunca leeré en e-book o dispositivo electrónico, por muchas ventajas que ofrezca.
 He viajado toda la vida con cargamentos de libros que ahora podría ahorrarme.
 He recorrido librerías de viejo en busca de un título agotadísimo que hoy seguramente me servirían de inmediato.
 Sin duda, grandes beneficios. Pero estoy convencido de que, si con el cine y las series me ocurre lo que me ocurre, me sucedería lo mismo si leyera todo (o mucho) en el mismo “receptáculo”, en la misma pantalla invariable.
 Las novelas se me mezclarían, éstas a su vez con los ensayos y las obras de Historia, no distinguiría de quién eran aquellos poemas que tanto me gustaron (¿eran de Mark Strand, de Louise Glück, de Simic o de Zagajewski?). Letra impresa virtual tras letra impresa, un enorme batiburrillo.
A mis lecturas inolvidables tengo indeleblemente asociados el volumen, la cubierta que me acompañó durante días, el tacto y el olor distintos de cada edición (no huele igual un libro inglés que uno americano, uno francés que uno español).
 Madame Bovary no es para mí sólo el texto, me resulta indisociable del lomo amarillo de la colección Garnier y de la imagen que me llamaba. 
Pienso en Conrad y, además de sus ricas ambigüedades morales, me vienen los lomos grises de Penguin Modern Classics y sus exquisitas ilustraciones de cubierta, como con Henry James y Faulkner. 
Machado se me aparece envuelto en Austral, lo mismo que Rilke. Y luego están, naturalmente, la ocasión, la ciudad, la librería en que compré cada volumen, a veces la alegría incrédula de dar por fin con una obra que nos resultaba inencontrable. 
Todo eso ayuda a recordar con nitidez los textos, a no confundirlos. No quiero exponerme a que con la literatura me empiece a pasar lo que con el cine, pero aún más gravemente: en éste, al fin y al cabo, las imágenes cambian y dejan más clara huella, aunque se difumine rápido a menudo; en los textos siempre hay letra, letra, letra, el “aspecto” de lo que tiene uno ante la vista es casi indistinto, por mucho que luego haya obras maestras, indiferentes e insoportables. Me pregunto, incluso, si en un libro electrónico no acabarían por parecerme similares todas, es decir (vaya desgracia), todas maestras o indiferentes, o todas insoportables. 

La arbitrariedad de los dioses..................................................Juan José Millás

COLUMNISTAS-REDONDOS_JUANJOSEMILLAS
NADAL, sin dejar de interesar a los aficionados al tenis, provoca ya la atención de los leales al sufrimiento. 
No habíamos visto un partido de este deporte entero hasta que el mallorquín comenzó a terminarlos con estas expresiones de congoja.
 El dolor, que para los hedonistas es una patología, para los temperamentos religiosos constituye una forma de alcanzar el éxtasis. 
Una forma manual, se entiende, pues al éxtasis se puede llegar de manera gratuita, aunque esta variante es una lotería: te toca o no y no hay manera de conocer el criterio por el que los dioses regalan a unos lo que otros han de ganarse a golpe de cilicio.
 La relación de Nadal con el dolor contiene resonancias budistas, y cristianas, claro, pero nosotros preferimos ligarla a las tradiciones orientales.
Quizá el tenis exija una inclinación especial hacia la mística. Recuerdo haber leído en la biografía de Agassi que en alguna ocasión jugó después de haber ingerido ocho ibuprofenos: tal era el tamaño de su pesadumbre muscular.
 Y el propio Nadal confiesa al principio de la suya que los deportes de alta competición son malos para la salud. 
Para la salud física, se entiende, pero qué hay de la psíquica. Agassi, que odiaba el tenis, alcanzó a través de su práctica un equilibrio existencial envidiable.
 En cuanto a Nadal, pocas personas, dentro o fuera del deporte, parecen más estables que él. Pagaríamos por escuchar una conferencia suya sobre los beneficios del dolor.
 Esta foto no corresponde, por cierto, al final de un torneo perdido, sino al de uno ganado. ¿Puede aspirarse a más en materia de ascesis? 

2015 Australian Open - Day 3

Los zapatos marrones y el clasismo...................................................................Rosa Montero

No cabe duda de que el poder se empeña en perpetuarse, y las grandes familias son las que manejan el cotarro en todas partes.

COLUMNISTAS-REDONDOS_ROSAMONTERO
  SIEMPRE HE SIDO muy anglófila, aunque ahora el Brexit me lo está poniendo bastante difícil.
 Pero incluso en mis momentos de máximo amor a los británicos no dejaron de chirriarme dos rasgos negativos que me parece que tienen: el racismo y el clasismo.
 El primero, por desgracia, está en plena expansión tras la salida de la UE: las agresiones contra extranjeros, sobre todo polacos, se multiplican con progresión geométrica, y el país parece recular hacia un retrogradismo isleño y xenófobo. 
De seguir así, dentro de poco podrán volver a sacar un titular tan elocuente y tan famoso como aquel de The Daily Mail en los años treinta: “Niebla en el Canal, el continente aislado”. 
No hay como ensimismarse en la contemplación del propio ombligo para volverse tonto.
En cuanto al clasismo, lo extraordinario es que sigue manteniéndose firme a lo largo del tiempo, sin que el empuje igualitario de la democracia lo atempere. 
De todos es sabido que los ingleses catalogan tu clase social simplemente por tu forma de hablar.
 Da lo mismo que hayas estudiado una carrera universitaria, por ejemplo: de todas maneras saben que no te expresas como los ricos. Deberían ser todos lingüistas, con ese oído tan fabulosamente entrenando para los matices.
La Comisión de Movilidad Social de Reino Unido acaba de publicar un informe sobre el sector financiero que demuestra que la discriminación clasista es la norma en ese ambiente.
 El informe está lleno de ejemplos, pero sobre todo me espeluznó un detalle: si alguien va buscando un trabajo en la banca y lleva zapatos marrones, lo más seguro es que no consiga el puesto.
 ¿No es brutal?
 Ya puedes tener un currículo académico brillante, una mente lúcida, una personalidad adecuada.
 Si calzas zapatos marrones estás perdido, porque demuestran que eres de clase baja.
 Me imagino al de recursos humanos inclinándose subrepticiamente a mirarle los pies al ­candidato.
 Aunque no, seguro que lo hará con naturalidad, que le resultará fácil, que será una percepción de “clase” para la que han desarrollado afinadas antenas, igual que el oído para apreciar los acentos.
¿Por qué unos zapatos marrones han de ser peores que los negros? ¿Quién decide cuál es la etiqueta, qué es lo óptimo y lo inaceptable, qué corbatas te convierten en uno de los nuestros y cuáles no? “Desde mi experiencia, [los estudiantes no privilegiados] no tienen un buen corte de pelo.
 Los trajes siempre les quedan demasiado grandes y no saben qué corbata llevar”, dice en el informe un empleado de banca.
 Y uno de los jóvenes que pidió un empleo y fue rechazado explica que quien le entrevistó le dijo: “Ha respondido muy bien y es usted claramente muy agudo, pero no se ajusta del todo a este banco.
 No está suficientemente pulido. A ver, ¿qué corbata lleva puesta? Es muy chillona”. 
Se trata, como se ve, de las contraseñas de una mafia, de una logia secreta. 
 Pequeños signos, convenciones banales que les permiten reconocerse entre sí y seguir manteniendo el poder para siempre jamás.
¿Quién decide cuál es la etiqueta, qué es lo óptimo y lo inaceptable, qué corbatas te convierten en uno de los nuestros y cuáles no?
Puede que Reino Unido sea uno de los países más clasistas y con menos movilidad social dentro del mundo industrializado.
 España, en comparación, es más igualitaria, y Estados Unidos se esfuerza por cultivar la meritocracia.
 Pero no cabe duda de que, de todas formas, el poder se empeña en perpetuarse, y las grandes familias son las que manejan el cotarro en todas partes.

Y lo peor es que ese rechazo social es muy importante y puede resultar devastador.
 El neurocientífico David Eagleman, en su ensayo Incógnito (sí, ya sé que cito mucho ese libro maravilloso), nos dice que los científicos llevan años buscando los genes que propician la esquizofrenia y que han encontrado algunos, pero que ninguno influye tanto como el color del pasaporte que uno tenga, porque, según estudios llevados a cabo en diversos países, “los grupos de inmigrantes que más se diferencian en cultura y apariencia de la población anfitriona son los que exhiben más riesgo”.
 O sea, el rechazo social perturba el funcionamiento normal de la dopamina y predispone a la psicosis.
 La salud de los poderosos frente a la enfermedad de los excluidos: también hay datos sobre eso, y son penosos.

Viejos de colores..............................................................................Martín Caparrós

En este mundo que detesta la vejez y adora la lozanía, los ancianos se comportan cada vez más como aquello que ya no son: jóvenes.
CAMINAN DE LA MANO: un señor setentón de pantalones cortos y gafas de pasta anaranjada, buena panza, canas en coleta, y una señora coetánea con el pelo azul y verde rematado por un moño rojo, pantalones muy anchos de flores, camiseta, caminan y se ríen y se besan.
 Es Nueva York, pero podría ser cualquier otra ciudad del mundo rico. Un fantasma recorre Occidente: correntadas de viejos que buscan sus maneras.

Los viejos reclaman su lugar: son cada vez más, preocupan a los economistas que se preguntan quién va a pagar esas vidas más largas, definen elecciones como el Brexit o la repetida liturgia española, sobrecargan los sistemas de salud, crean consumos propios y, sobre todo, buscan maneras nuevas de ser lo que antes no existía.
 Muchos, se ve, incluyen en sus búsquedas la posibilidad de la tontuna: todo eso que era cosa de jóvenes, fruslerías frívolas, hasta que llegaba esa edad en que uno sentaba la cabeza. 
Ahora la cabeza sigue de pie y las fruslerías ya no prescriben a los 35 o los 46.
 Ahora los viejos también se atreven a la tontería, y ése es un cambio bruto de estos tiempos. Solían enarbolar su gravedad como un estandarte de su poder: ellos, que estaban más allá de esas cositas.
 Están arriando ese estandarte: bandera blanca hecha de docenas de colores, se muestran como antaño solamente los jóvenes.
Para eso, tuvo que suceder el mayor cambio cultural que la historia no cuenta: la invención de la vejez.
 Siempre me sorprendió que envejecer fuera pura degradación: que, con los años, el cuerpo no ganara nada, perdiera sin parar. Me extrañaba que la naturaleza –que presume de sabia– hubiera creado organismos tan dedicados al declive.
 Hasta que entendí que la naturaleza no tiene ninguna culpa en todo esto: ella nos creó, educada, prudente, para vivir hasta los 30, 35 años.
 Es lo que hacían nuestros abuelos cavernarios, y es lo que vive bien un cuerpo.
 Fuimos nosotros –aterrados, soberbios– los que inventamos las formas de alargar el recorrido y, a fuerza de mejores alimentos, remedios, condiciones, creamos la vejez, y cada vez le agregamos más años.
 La hicimos, pero todavía no hemos sabido hacerla buena. Inventamos un estado antinatural pero nos falta mucho: nos queda a medio hacer, lleno de errores.
Frente a esa impotencia, para que no todo fuera pérdida, las culturas que inventaron a los viejos les idearon subterfugios: les atribuían el saber y la experiencia y el poder conquistado, y los jóvenes en general los respetaban.
 Ahora aquello de que el zorro sabe por zorro y demás premios de consuelo son piezas de museo, testimonios de un tiempo que ya es viejo.
En 1969 un escritor argentino de mediana edad, Adolfo Bioy Casares, publicó su Diario de la guerra del cerdo.
 En esa novela jóvenes porteños lanzaban una guerra sin cuartel contra los viejos: querían exterminarlos.
 La guerra, que entonces registraba batallas memorables en París, Praga, Cuba, California, ha terminado: los jóvenes ganaron. 
Los jóvenes se fueron quedando con cada vez más ámbitos de poder cultural: la música, la moda, la lengua, los medios, las conductas, las empresas.
Ahora los viejos viven más que nunca en un mundo que detesta la vejez y adora la juventud como pocas veces adoró a otros dioses. Su triunfo –que existan es un triunfo estrepitoso– sirve para poner en escena su derrota. Se pintan el pelo, caminan en bermudas de la mano, se besan, follan, viajan, trabajan, incluso planifican: diríamos que actúan como lo que ya no son. 

Pronto, supongo, lo veremos como la conducta más corriente de los viejos.