CAMINAN DE LA MANO: un señor setentón de pantalones cortos y gafas de pasta anaranjada, buena panza, canas en coleta, y una señora coetánea con el pelo azul y verde rematado por un moño rojo, pantalones muy anchos de flores, camiseta, caminan y se ríen y se besan.
Es Nueva York, pero podría ser cualquier otra ciudad del mundo rico. Un fantasma recorre Occidente: correntadas de viejos que buscan sus maneras.
Muchos, se ve, incluyen en sus búsquedas la posibilidad de la tontuna: todo eso que era cosa de jóvenes, fruslerías frívolas, hasta que llegaba esa edad en que uno sentaba la cabeza.
Ahora la cabeza sigue de pie y las fruslerías ya no prescriben a los 35 o los 46.
Ahora los viejos también se atreven a la tontería, y ése es un cambio bruto de estos tiempos. Solían enarbolar su gravedad como un estandarte de su poder: ellos, que estaban más allá de esas cositas.
Están arriando ese estandarte: bandera blanca hecha de docenas de colores, se muestran como antaño solamente los jóvenes.
Para eso, tuvo que suceder el mayor cambio cultural que la historia no cuenta: la invención de la vejez.
Siempre me sorprendió que envejecer fuera pura degradación: que, con los años, el cuerpo no ganara nada, perdiera sin parar. Me extrañaba que la naturaleza –que presume de sabia– hubiera creado organismos tan dedicados al declive.
Hasta que entendí que la naturaleza no tiene ninguna culpa en todo esto: ella nos creó, educada, prudente, para vivir hasta los 30, 35 años.
Es lo que hacían nuestros abuelos cavernarios, y es lo que vive bien un cuerpo.
Fuimos nosotros –aterrados, soberbios– los que inventamos las formas de alargar el recorrido y, a fuerza de mejores alimentos, remedios, condiciones, creamos la vejez, y cada vez le agregamos más años.
La hicimos, pero todavía no hemos sabido hacerla buena. Inventamos un estado antinatural pero nos falta mucho: nos queda a medio hacer, lleno de errores.
Frente a esa impotencia, para que no todo fuera pérdida, las culturas que inventaron a los viejos les idearon subterfugios: les atribuían el saber y la experiencia y el poder conquistado, y los jóvenes en general los respetaban.
Ahora aquello de que el zorro sabe por zorro y demás premios de consuelo son piezas de museo, testimonios de un tiempo que ya es viejo.
En 1969 un escritor argentino de mediana edad, Adolfo Bioy Casares, publicó su Diario de la guerra del cerdo.
En esa novela jóvenes porteños lanzaban una guerra sin cuartel contra los viejos: querían exterminarlos.
La guerra, que entonces registraba batallas memorables en París, Praga, Cuba, California, ha terminado: los jóvenes ganaron.
Los jóvenes se fueron quedando con cada vez más ámbitos de poder cultural: la música, la moda, la lengua, los medios, las conductas, las empresas.
Ahora los viejos viven más que nunca en un mundo que detesta la vejez y adora la juventud como pocas veces adoró a otros dioses. Su triunfo –que existan es un triunfo estrepitoso– sirve para poner en escena su derrota. Se pintan el pelo, caminan en bermudas de la mano, se besan, follan, viajan, trabajan, incluso planifican: diríamos que actúan como lo que ya no son.
Pronto, supongo, lo veremos como la conducta más corriente de los viejos.
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