Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

9 oct 2016

La arbitrariedad de los dioses..................................................Juan José Millás

COLUMNISTAS-REDONDOS_JUANJOSEMILLAS
NADAL, sin dejar de interesar a los aficionados al tenis, provoca ya la atención de los leales al sufrimiento. 
No habíamos visto un partido de este deporte entero hasta que el mallorquín comenzó a terminarlos con estas expresiones de congoja.
 El dolor, que para los hedonistas es una patología, para los temperamentos religiosos constituye una forma de alcanzar el éxtasis. 
Una forma manual, se entiende, pues al éxtasis se puede llegar de manera gratuita, aunque esta variante es una lotería: te toca o no y no hay manera de conocer el criterio por el que los dioses regalan a unos lo que otros han de ganarse a golpe de cilicio.
 La relación de Nadal con el dolor contiene resonancias budistas, y cristianas, claro, pero nosotros preferimos ligarla a las tradiciones orientales.
Quizá el tenis exija una inclinación especial hacia la mística. Recuerdo haber leído en la biografía de Agassi que en alguna ocasión jugó después de haber ingerido ocho ibuprofenos: tal era el tamaño de su pesadumbre muscular.
 Y el propio Nadal confiesa al principio de la suya que los deportes de alta competición son malos para la salud. 
Para la salud física, se entiende, pero qué hay de la psíquica. Agassi, que odiaba el tenis, alcanzó a través de su práctica un equilibrio existencial envidiable.
 En cuanto a Nadal, pocas personas, dentro o fuera del deporte, parecen más estables que él. Pagaríamos por escuchar una conferencia suya sobre los beneficios del dolor.
 Esta foto no corresponde, por cierto, al final de un torneo perdido, sino al de uno ganado. ¿Puede aspirarse a más en materia de ascesis? 

2015 Australian Open - Day 3

Los zapatos marrones y el clasismo...................................................................Rosa Montero

No cabe duda de que el poder se empeña en perpetuarse, y las grandes familias son las que manejan el cotarro en todas partes.

COLUMNISTAS-REDONDOS_ROSAMONTERO
  SIEMPRE HE SIDO muy anglófila, aunque ahora el Brexit me lo está poniendo bastante difícil.
 Pero incluso en mis momentos de máximo amor a los británicos no dejaron de chirriarme dos rasgos negativos que me parece que tienen: el racismo y el clasismo.
 El primero, por desgracia, está en plena expansión tras la salida de la UE: las agresiones contra extranjeros, sobre todo polacos, se multiplican con progresión geométrica, y el país parece recular hacia un retrogradismo isleño y xenófobo. 
De seguir así, dentro de poco podrán volver a sacar un titular tan elocuente y tan famoso como aquel de The Daily Mail en los años treinta: “Niebla en el Canal, el continente aislado”. 
No hay como ensimismarse en la contemplación del propio ombligo para volverse tonto.
En cuanto al clasismo, lo extraordinario es que sigue manteniéndose firme a lo largo del tiempo, sin que el empuje igualitario de la democracia lo atempere. 
De todos es sabido que los ingleses catalogan tu clase social simplemente por tu forma de hablar.
 Da lo mismo que hayas estudiado una carrera universitaria, por ejemplo: de todas maneras saben que no te expresas como los ricos. Deberían ser todos lingüistas, con ese oído tan fabulosamente entrenando para los matices.
La Comisión de Movilidad Social de Reino Unido acaba de publicar un informe sobre el sector financiero que demuestra que la discriminación clasista es la norma en ese ambiente.
 El informe está lleno de ejemplos, pero sobre todo me espeluznó un detalle: si alguien va buscando un trabajo en la banca y lleva zapatos marrones, lo más seguro es que no consiga el puesto.
 ¿No es brutal?
 Ya puedes tener un currículo académico brillante, una mente lúcida, una personalidad adecuada.
 Si calzas zapatos marrones estás perdido, porque demuestran que eres de clase baja.
 Me imagino al de recursos humanos inclinándose subrepticiamente a mirarle los pies al ­candidato.
 Aunque no, seguro que lo hará con naturalidad, que le resultará fácil, que será una percepción de “clase” para la que han desarrollado afinadas antenas, igual que el oído para apreciar los acentos.
¿Por qué unos zapatos marrones han de ser peores que los negros? ¿Quién decide cuál es la etiqueta, qué es lo óptimo y lo inaceptable, qué corbatas te convierten en uno de los nuestros y cuáles no? “Desde mi experiencia, [los estudiantes no privilegiados] no tienen un buen corte de pelo.
 Los trajes siempre les quedan demasiado grandes y no saben qué corbata llevar”, dice en el informe un empleado de banca.
 Y uno de los jóvenes que pidió un empleo y fue rechazado explica que quien le entrevistó le dijo: “Ha respondido muy bien y es usted claramente muy agudo, pero no se ajusta del todo a este banco.
 No está suficientemente pulido. A ver, ¿qué corbata lleva puesta? Es muy chillona”. 
Se trata, como se ve, de las contraseñas de una mafia, de una logia secreta. 
 Pequeños signos, convenciones banales que les permiten reconocerse entre sí y seguir manteniendo el poder para siempre jamás.
¿Quién decide cuál es la etiqueta, qué es lo óptimo y lo inaceptable, qué corbatas te convierten en uno de los nuestros y cuáles no?
Puede que Reino Unido sea uno de los países más clasistas y con menos movilidad social dentro del mundo industrializado.
 España, en comparación, es más igualitaria, y Estados Unidos se esfuerza por cultivar la meritocracia.
 Pero no cabe duda de que, de todas formas, el poder se empeña en perpetuarse, y las grandes familias son las que manejan el cotarro en todas partes.

Y lo peor es que ese rechazo social es muy importante y puede resultar devastador.
 El neurocientífico David Eagleman, en su ensayo Incógnito (sí, ya sé que cito mucho ese libro maravilloso), nos dice que los científicos llevan años buscando los genes que propician la esquizofrenia y que han encontrado algunos, pero que ninguno influye tanto como el color del pasaporte que uno tenga, porque, según estudios llevados a cabo en diversos países, “los grupos de inmigrantes que más se diferencian en cultura y apariencia de la población anfitriona son los que exhiben más riesgo”.
 O sea, el rechazo social perturba el funcionamiento normal de la dopamina y predispone a la psicosis.
 La salud de los poderosos frente a la enfermedad de los excluidos: también hay datos sobre eso, y son penosos.

Viejos de colores..............................................................................Martín Caparrós

En este mundo que detesta la vejez y adora la lozanía, los ancianos se comportan cada vez más como aquello que ya no son: jóvenes.
CAMINAN DE LA MANO: un señor setentón de pantalones cortos y gafas de pasta anaranjada, buena panza, canas en coleta, y una señora coetánea con el pelo azul y verde rematado por un moño rojo, pantalones muy anchos de flores, camiseta, caminan y se ríen y se besan.
 Es Nueva York, pero podría ser cualquier otra ciudad del mundo rico. Un fantasma recorre Occidente: correntadas de viejos que buscan sus maneras.

Los viejos reclaman su lugar: son cada vez más, preocupan a los economistas que se preguntan quién va a pagar esas vidas más largas, definen elecciones como el Brexit o la repetida liturgia española, sobrecargan los sistemas de salud, crean consumos propios y, sobre todo, buscan maneras nuevas de ser lo que antes no existía.
 Muchos, se ve, incluyen en sus búsquedas la posibilidad de la tontuna: todo eso que era cosa de jóvenes, fruslerías frívolas, hasta que llegaba esa edad en que uno sentaba la cabeza. 
Ahora la cabeza sigue de pie y las fruslerías ya no prescriben a los 35 o los 46.
 Ahora los viejos también se atreven a la tontería, y ése es un cambio bruto de estos tiempos. Solían enarbolar su gravedad como un estandarte de su poder: ellos, que estaban más allá de esas cositas.
 Están arriando ese estandarte: bandera blanca hecha de docenas de colores, se muestran como antaño solamente los jóvenes.
Para eso, tuvo que suceder el mayor cambio cultural que la historia no cuenta: la invención de la vejez.
 Siempre me sorprendió que envejecer fuera pura degradación: que, con los años, el cuerpo no ganara nada, perdiera sin parar. Me extrañaba que la naturaleza –que presume de sabia– hubiera creado organismos tan dedicados al declive.
 Hasta que entendí que la naturaleza no tiene ninguna culpa en todo esto: ella nos creó, educada, prudente, para vivir hasta los 30, 35 años.
 Es lo que hacían nuestros abuelos cavernarios, y es lo que vive bien un cuerpo.
 Fuimos nosotros –aterrados, soberbios– los que inventamos las formas de alargar el recorrido y, a fuerza de mejores alimentos, remedios, condiciones, creamos la vejez, y cada vez le agregamos más años.
 La hicimos, pero todavía no hemos sabido hacerla buena. Inventamos un estado antinatural pero nos falta mucho: nos queda a medio hacer, lleno de errores.
Frente a esa impotencia, para que no todo fuera pérdida, las culturas que inventaron a los viejos les idearon subterfugios: les atribuían el saber y la experiencia y el poder conquistado, y los jóvenes en general los respetaban.
 Ahora aquello de que el zorro sabe por zorro y demás premios de consuelo son piezas de museo, testimonios de un tiempo que ya es viejo.
En 1969 un escritor argentino de mediana edad, Adolfo Bioy Casares, publicó su Diario de la guerra del cerdo.
 En esa novela jóvenes porteños lanzaban una guerra sin cuartel contra los viejos: querían exterminarlos.
 La guerra, que entonces registraba batallas memorables en París, Praga, Cuba, California, ha terminado: los jóvenes ganaron. 
Los jóvenes se fueron quedando con cada vez más ámbitos de poder cultural: la música, la moda, la lengua, los medios, las conductas, las empresas.
Ahora los viejos viven más que nunca en un mundo que detesta la vejez y adora la juventud como pocas veces adoró a otros dioses. Su triunfo –que existan es un triunfo estrepitoso– sirve para poner en escena su derrota. Se pintan el pelo, caminan en bermudas de la mano, se besan, follan, viajan, trabajan, incluso planifican: diríamos que actúan como lo que ya no son. 

Pronto, supongo, lo veremos como la conducta más corriente de los viejos.


Ni loco ni anormal................................................................................Lola Morón

No existe el gen de la maldad. La mayoría de la población actúa entre el bien y el mal.
 No cometen actos criminales, pero sí realizan hechos reprobables que se aceptan socialmente en nombre de la competitividad, el deseo o la ambición.

MALO. Así es: el malo ni está loco ni es anormal, tanto si concebimos la normalidad en términos de frecuencia como si la consideramos en clave de salud mental.
 Se cree que alrededor de un 20% de la población actúa por sistema de un modo compasivo y respetuoso con las reglas, mientras que un pequeño porcentaje se instala en el desorden cívico y la conducta antisocial. 
Se califica de “individuos dañinos” a alrededor del 1% de la población, y lo que tienen en común es su peligrosidad, no su cociente intelectual, su contexto social o una enfermedad mental.Plantearnos si existe o no el gen de la maldad humana es un absurdo: la malicia es un constructo social y, como tal, no puede definirse en términos absolutos.
 Pensar que el hombre nace o se hace malo –o bueno– es un fraude cultural, una ilusión social, el resultado del pensamiento analítico y no del pensamiento holístico, natural.

Por supuesto que pueden existir factores genéticos que establezcan una predisposición a la perversidad y a la conducta delictiva, y los factores ambientales son, sin duda, de una importancia extrema, pero no existe una determinación absoluta que libere al personaje de responsabilidad. 
Negar el libre albedrío nos convierte en robots, marionetas de nuestra genética y nuestro cerebro, pero la mente hace libre al individuo.
Desde un punto de vista neurocientífico, podremos hablar de predisposición o de tendencia, pero no de determinismo. En el funcionamiento cerebral de los individuos peligrosos se advertirán modos de reacción diferentes a los observados en personas hipersensibles al sufrimiento ajeno, pero esto no le priva de libertad para decidir sobre su conducta en términos absolutos.
 Para saltarse las normas tan predispuesto está aquel a quien no se ha educado en valores como el sujeto cuyo cerebro refleja una disminución en la función en las áreas que hemos detectado como “de respuesta social”, léase la empatía o la compasión.
Podemos pisar o no a una cucaracha; si no lo hacemos, no es porque no se haya activado en nuestro cerebro el área de la empatía, sino porque decidimos –tras evaluar las alternativas– no hacerlo y es más probable que no la pisemos por asco que por pena. 
Efectivamente, hay personas que toman este tipo de decisiones no referidas a una cucaracha, sino a un semejante, y elegirán hacer daño o no pero no por lástima sino, por ejemplo, por evitar el castigo.
Se habla de un funcionamiento cerebral “alterado” en sujetos sociópatas, pero del mismo modo que el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento, no sentir empatía o compasión ante la desgracia ajena no exime de la obligación de respetar el dolor, la libertad y la vida de otros seres vivos, ni de hacer lo mismo con las normas y las leyes compartamos o no su razón de ser.
El odio a los semejantes ha llevado a cometer crímenes ¿Dónde reside la maldad? ¿En el odio? ¿En el crimen? ¿En ambos? ¿Está justificado el crimen en según qué casos? Se trata de un conflicto de valores.
 Se entiende como natural odiar pero no matar, pero ambas cosas se sienten y todos somos capaces de matar según en qué circunstancias.
 Existen pocos valores absolutos y hasta el de la vida es variable cuando entra en conflicto “mi” vida o la vida de “los míos” con la del otro.
No obstante, lo realmente interesante son esas dos terceras partes de la población que diferentes teorías sitúan “entre el bien y el mal”. 
 Sin llegar a cometer actos criminales, no es extraño observar comportamientos éticamente reprobables –y sin embargo socialmente aceptados– en nombre de la competitividad, el deseo o la ambición bien entendida. Mediante la seducción y el engaño es más sencillo conseguir un objetivo, y en un orden más sutil, el uso cautivador del lenguaje o el galanteo nos pueden ayudar y están aceptados.
 Sin embargo, estas estrategias pueden ser puestas en cuestión desde un punto de vista moral. Desconocemos cómo nos comportaríamos cada uno de nosotros en determinadas situaciones, qué seríamos capaces de llegar a hacer cuando está en juego nuestro propio beneficio, dónde está la línea que separa lo correcto y lo justo de lo desproporcionado.
 Probablemente cada uno de nosotros coloquemos esa línea en un lugar distinto y según quién esté valorando nuestra conducta lo considerará justificado o no, nos juzgará buenos o malos.
El ser humano tiene la necesidad de sentirse “buena persona” cuando piensa en sí mismo. 
Cuesta reconocer debilidades y mucho menos tendencia a la maldad.
 Contextualizaremos nuestra conducta hasta convencernos de que en nuestro caso ha sido “necesaria”.
 La silenciosa mayoría de las personas se mueven influenciadas por el comportamiento de los demás. Habitualmente somos colaboradores, cooperativos; moderamos nuestra tendencia a la mentira u otras formas de manipulación.
 Sin embargo, inmersos en una revuelta, podemos llegar a hacer cosas de las que después nos sentiremos avergonzados. 
Definitivamente, si no nos limitamos a observar los actos delictivos, sino la vida cotidiana, los malos y los buenos no existen.



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