NADAL, sin dejar de interesar a los aficionados al tenis, provoca ya la
atención de los leales al sufrimiento. No habíamos visto un partido de
este deporte entero hasta que el mallorquín comenzó a terminarlos con
estas expresiones de congoja. El dolor, que para los hedonistas es una
patología, para los temperamentos religiosos constituye una forma de
alcanzar el éxtasis. Una forma manual, se entiende, pues al éxtasis se
puede llegar de manera gratuita, aunque esta variante es una lotería: te
toca o no y no hay manera de conocer el criterio por el que los dioses
regalan a unos lo que otros han de ganarse a golpe de cilicio. La relación de Nadal con el dolor contiene resonancias budistas, y cristianas, claro, pero nosotros preferimos ligarla a las tradiciones orientales. Quizá el tenis exija una inclinación especial hacia la mística. Recuerdo
haber leído en la biografía de Agassi que en alguna ocasión jugó
después de haber ingerido ocho ibuprofenos: tal era el tamaño de su
pesadumbre muscular. Y el propio Nadal confiesa al principio de la suya
que los deportes de alta competición son malos para la salud. Para la
salud física, se entiende, pero qué hay de la psíquica. Agassi, que
odiaba el tenis, alcanzó a través de su práctica un equilibrio
existencial envidiable. En cuanto a Nadal, pocas personas, dentro o
fuera del deporte, parecen más estables que él. Pagaríamos por escuchar
una conferencia suya sobre los beneficios del dolor. Esta foto no
corresponde, por cierto, al final de un torneo perdido, sino al de uno
ganado. ¿Puede aspirarse a más en materia de ascesis?
No cabe duda de que el poder se empeña en perpetuarse, y las grandes familias son las que manejan el cotarro en todas partes.
SIEMPRE HE SIDO muy anglófila, aunque ahora el Brexit me lo
está poniendo bastante difícil. Pero incluso en mis momentos de máximo
amor a los británicos no dejaron de chirriarme dos rasgos negativos que
me parece que tienen: el racismo y el clasismo. El primero, por
desgracia, está en plena expansión tras la salida de la UE: las
agresiones contra extranjeros, sobre todo polacos, se multiplican con
progresión geométrica, y el país parece recular hacia un retrogradismo
isleño y xenófobo. De seguir así, dentro de poco podrán volver a sacar
un titular tan elocuente y tan famoso como aquel de The Daily Mail en
los años treinta: “Niebla en el Canal, el continente aislado”. No hay
como ensimismarse en la contemplación del propio ombligo para volverse
tonto. En cuanto al clasismo, lo extraordinario es que sigue manteniéndose
firme a lo largo del tiempo, sin que el empuje igualitario de la
democracia lo atempere. De todos es sabido que los ingleses catalogan tu
clase social simplemente por tu forma de hablar. Da lo mismo que hayas
estudiado una carrera universitaria, por ejemplo: de todas maneras saben
que no te expresas como los ricos. Deberían ser todos lingüistas, con
ese oído tan fabulosamente entrenando para los matices. La Comisión de Movilidad Social de Reino Unido acaba de publicar un
informe sobre el sector financiero que demuestra que la discriminación
clasista es la norma en ese ambiente. El informe está lleno de ejemplos,
pero sobre todo me espeluznó un detalle: si alguien va buscando un
trabajo en la banca y lleva zapatos marrones, lo más seguro es que no
consiga el puesto. ¿No es brutal? Ya puedes tener un currículo académico
brillante, una mente lúcida, una personalidad adecuada. Si calzas
zapatos marrones estás perdido, porque demuestran que eres de clase
baja. Me imagino al de recursos humanos inclinándose subrepticiamente a
mirarle los pies al candidato. Aunque no, seguro que lo hará con
naturalidad, que le resultará fácil, que será una percepción de “clase”
para la que han desarrollado afinadas antenas, igual que el oído para
apreciar los acentos. ¿Por qué unos zapatos marrones han de ser peores que los negros?
¿Quién decide cuál es la etiqueta, qué es lo óptimo y lo inaceptable,
qué corbatas te convierten en uno de los nuestros y cuáles no? “Desde mi
experiencia, [los estudiantes no privilegiados] no tienen un buen corte
de pelo. Los trajes siempre les quedan demasiado grandes y no saben qué
corbata llevar”, dice en el informe un empleado de banca. Y uno de los
jóvenes que pidió un empleo y fue rechazado explica que quien le
entrevistó le dijo: “Ha respondido muy bien y es usted claramente muy
agudo, pero no se ajusta del todo a este banco. No está suficientemente
pulido. A ver, ¿qué corbata lleva puesta? Es muy chillona”. Se trata,
como se ve, de las contraseñas de una mafia, de una logia secreta. Pequeños signos, convenciones banales que les permiten reconocerse entre
sí y seguir manteniendo el poder para siempre jamás.
¿Quién decide cuál es la etiqueta, qué es lo óptimo y lo
inaceptable, qué corbatas te convierten en uno de los nuestros y cuáles
no?
Puede que Reino Unido sea uno de los países más clasistas y con menos
movilidad social dentro del mundo industrializado. España, en
comparación, es más igualitaria, y Estados Unidos se esfuerza por
cultivar la meritocracia. Pero no cabe duda de que, de todas formas, el
poder se empeña en perpetuarse, y las grandes familias son las que
manejan el cotarro en todas partes.
Y lo peor es que ese rechazo social es muy importante y puede resultar
devastador. El neurocientífico David Eagleman, en su ensayo Incógnito (sí,
ya sé que cito mucho ese libro maravilloso), nos dice que los
científicos llevan años buscando los genes que propician la
esquizofrenia y que han encontrado algunos, pero que ninguno influye
tanto como el color del pasaporte que uno tenga, porque, según estudios
llevados a cabo en diversos países, “los grupos de inmigrantes que más
se diferencian en cultura y apariencia de la población anfitriona son
los que exhiben más riesgo”. O sea, el rechazo social perturba el
funcionamiento normal de la dopamina y predispone a la psicosis. La
salud de los poderosos frente a la enfermedad de los excluidos: también
hay datos sobre eso, y son penosos.
En este mundo que detesta la vejez y adora la lozanía, los ancianos se
comportan cada vez más como aquello que ya no son: jóvenes. CAMINAN DE LA MANO: un señor setentón de pantalones cortos y gafas de
pasta anaranjada, buena panza, canas en coleta, y una señora coetánea
con el pelo azul y verde rematado por un moño rojo, pantalones muy
anchos de flores, camiseta, caminan y se ríen y se besan. Es Nueva York,
pero podría ser cualquier otra ciudad del mundo rico. Un fantasma
recorre Occidente: correntadas de viejos que buscan sus maneras.
Los viejos reclaman su lugar: son cada vez más, preocupan a los economistas que se preguntan quién va a pagar esas vidas más largas, definen elecciones como el Brexit
o la repetida liturgia española, sobrecargan los sistemas de salud,
crean consumos propios y, sobre todo, buscan maneras nuevas de ser lo
que antes no existía. Muchos, se ve, incluyen en sus búsquedas la
posibilidad de la tontuna: todo eso que era cosa de jóvenes, fruslerías
frívolas, hasta que llegaba esa edad en que uno sentaba la cabeza. Ahora
la cabeza sigue de pie y las fruslerías ya no prescriben a los 35 o los
46. Ahora los viejos también se atreven a la tontería, y ése es un
cambio bruto de estos tiempos. Solían enarbolar su gravedad como un estandarte de su poder: ellos,
que estaban más allá de esas cositas. Están arriando ese estandarte:
bandera blanca hecha de docenas de colores, se muestran como antaño
solamente los jóvenes.
Para eso, tuvo que suceder el mayor cambio cultural que la historia
no cuenta: la invención de la vejez. Siempre me sorprendió que envejecer
fuera pura degradación: que, con los años, el cuerpo no ganara nada,
perdiera sin parar. Me extrañaba que la naturaleza –que presume de
sabia– hubiera creado organismos tan dedicados al declive. Hasta que
entendí que la naturaleza no tiene ninguna culpa en todo esto: ella nos
creó, educada, prudente, para vivir hasta los 30, 35 años. Es lo que
hacían nuestros abuelos cavernarios, y es lo que vive bien un cuerpo. Fuimos nosotros –aterrados, soberbios– los que inventamos las formas de
alargar el recorrido y, a fuerza de mejores alimentos, remedios,
condiciones, creamos la vejez, y cada vez le agregamos más años. La
hicimos, pero todavía no hemos sabido hacerla buena. Inventamos un
estado antinatural pero nos falta mucho: nos queda a medio hacer, lleno
de errores. Frente a esa impotencia, para que no todo fuera pérdida, las culturas
que inventaron a los viejos les idearon subterfugios: les atribuían el
saber y la experiencia y el poder conquistado, y los jóvenes en general
los respetaban. Ahora aquello de que el zorro sabe por zorro y demás
premios de consuelo son piezas de museo, testimonios de un tiempo que ya
es viejo. En 1969 un escritor argentino de mediana edad, Adolfo Bioy Casares, publicó su Diario de la guerra del cerdo. En esa novela jóvenes porteños lanzaban una guerra sin cuartel contra
los viejos: querían exterminarlos. La guerra, que entonces registraba
batallas memorables en París, Praga, Cuba, California, ha terminado: los
jóvenes ganaron. Los jóvenes se fueron quedando con cada vez más
ámbitos de poder cultural: la música, la moda, la lengua, los medios,
las conductas, las empresas.
Ahora los viejos viven más que nunca en un mundo que detesta la vejez y
adora la juventud como pocas veces adoró a otros dioses. Su triunfo –que
existan es un triunfo estrepitoso– sirve para poner en escena su
derrota. Se pintan el pelo, caminan en bermudas de la mano, se besan, follan,
viajan, trabajan, incluso planifican: diríamos que actúan como lo que
ya no son. Pronto, supongo, lo veremos como la conducta más corriente de
los viejos.
No existe el gen de la maldad. La mayoría de la población actúa entre el
bien y el mal. No cometen actos criminales, pero sí realizan hechos
reprobables que se aceptan socialmente en nombre de la competitividad,
el deseo o la ambición.