Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

2 oct 2016

Coloca más que un neuroléptico.......................................................................Juan José Millás.

COLUMNISTAS-REDONDOS_JUANJOSEMILLAS
ESTE SEÑOR delgado, que sonríe a la cámara como un crío tras una fechoría, escribe libros.
 Novelas, biografías, tratados de gramática. Trabaja en las fronteras del idioma español, siempre al borde de la norma, que a veces traspasa para contar lo que hay al otro lado. 
Al otro lado del sentido.
 Se llama Fernando Vallejo y nació en el Medellín de allá, pero vive en México.
 Odia a los poetas que riman en asonante, odia a los físicos, odia al Papa, y odia también el psicoanálisis y la psiquiatría. 
Odia a Darwin y a Einstein.
 Y a Freud, claro.
 Odia a santo Tomás de Aquino. Del Homo sapiens dice que es una fábrica de mierda; del cristianismo, que es una empresa criminal; de Colombia, que es una mala patria;
 de Bergoglio, que es un farsante y un corrupto; de la física subatómica, que es una mariguanada. 
De Cervantes, en cambio, afirma con delicadeza que fue un ser bondadoso a quien la lengua dictó El Quijote.
Aquí aparece fotografiado con Brusca, su perra, que, pese a las apariencias, no pertenece al cuadro.
 Duerme abrazado a ella porque la ama con una intensidad desoladora (no se muere por no dejarla huérfana).
 Cuando uno llama a su puerta, convencido de formar parte de cualquiera de los grupos a los que odia, le recibe el ser más gentil del mundo, quizá también el más vulnerable.
 Cómo concilia su capacidad verbal para el odio con su disposición existencial para la amistad es un misterio con el que uno regresa al hotel para abrir por cualquier página cualquiera de sus libros.
 Un solo párrafo de su prosa odiadora coloca más que un neuroléptico.
 Léanlo si se atreven. 

FERNANDO VALLEJO ESCRITOR COLOMBIANO FOTO JAIME NAVARRO

Tirarse de los pelos.....................................................................................Rosa Montero

El ser humano es un extraño animal con arrebatos de autofagia. Hábitos que se pueden convertir en graves e inhabilitantes enfermedades.

COLUMNISTAS-REDONDOS_ROSAMONTERO
HACE OCHO AÑOS publiqué un ar­­tículo titulado Comerse a uno mis­mo que hablaba de la tricotilomanía, una enfermedad de cuya existencia me acababa de enterar.
 Bajo ese nombre rimbombante se esconde un trastorno de conducta que puede ir de lo leve a lo inhabilitante y que consiste en ­arrancarse los pelos.
 Una de cada cinco personas aquejadas de trico también se come los cabellos; eso se llama tricofagia y es un hábito peligroso, porque el pelo forma bolas en el estómago y a veces hay que recurrir a la cirugía para librarse de ellas.
La manía comienza en la niñez; yo recuerdo haber visto en la infancia a niñas chupando con fruición un mechón de pelo o enredando sus cabellos en un dedo y dando tironcitos, cosa que incluso me parecía elegante y que por fortuna no imité, porque ahora sé que puede convertirse en una pesadilla.
 Cuando la trico es grave, quienes la padecen se infligen terribles destrozos; se arrancan las pestañas, se hacen heridas en la cabeza, grandes calvas.
 Su aspecto puede llegar a ser tan calamitoso que se encierran en casa para no ser vistos, porque suelen ser víctimas de las burlas y la incomprensión del entorno, lo cual constituye el mayor tormento.

El ser humano es un extraño animal que sufre ­arrebatos de autofagia: nos mordisqueamos las mucosas del interior de las mejillas, nos comemos las uñas, los mocos, las costras, las pielecillas resecas de los labios. 
Yo misma me muerdo y arranco los pellejos de los dedos, y en épocas de especial estrés lo hago tan concienzudamente que luzco algún desgarro.
 Cómo es posible extraer placer de arrancarte la piel es algo que no entiendo, pero sin duda se extrae. 
La trico es una manía absurda semejante, con el agravante de que en ocasiones llega mucho más lejos
. Un tercio de los tricos tienen depresión, lo que no es de extrañar dado el grado de deterioro físico que pueden alcanzar y la culpabilidad y falta de confianza en ellos mismos que conlleva.
Beatriz Moreno Amador era una adolescente así de herida cuando saqué aquel artículo.
 Lo leyó, y por eso ahora, tantos años después, se ha puesto en contacto conmigo. “Vivir con trico es como vivir encarcelada en tu propio cuerpo, siendo tú carcelera y prisionera al mismo tiempo.
 Te dicen: deja de hacerlo, sálvate… Y no puedes, te ves a ti misma cavar tu propia tumba”.
 Beatriz me ha escrito una larga y magnífica carta sobre esta enigmática enfermedad, tan humana en su incongruencia.
 Por fortuna ella ha aprendido a convivir con la trico, que ahora solo experimenta en bajo grado; ha terminado la carrera de Psicología, se siente fuerte y segura y quiere centrar su trabajo en esta dolencia:
 “Cada vez veo más necesaria la ayuda social y profesional, que se investigue, que se trabaje para su prevención y se evite su desarrollo insidioso, sobre todo en la niñez”. 

Porque en España hay miles de afectados por esta destructiva manía, pero nadie habla de ella.
 “En castellano no existen investigaciones sobre la trico, los cuestionarios para este trastorno no están traducidos ni validados en nuestro idioma, y no hay profesionales especializados”.
 Beatriz salió con esfuerzo de su infierno gracias a la ayuda de otros afectados y a la aceptación de su trastorno como algo “normal”, esto es, como una de las múltiples “anormalidades” que forman parte de la vida humana, siempre tan incompleta y tan fallida.
 Por otra parte, de la trico se sabe muy poco.
 Incluso se especula con la posibilidad de que detrás del trastorno esté una bacteria u hongo, lo que supondría que un tratamiento físico podría curarlo o mejorarlo y, sobre todo, acabaría con la angustiosa culpa de quienes lo padecen.
Decidida a intentar acabar con la invisibilidad de la dolencia, Beatriz Moreno se propone crear en España una red de apoyo junto a pacientes con trico y familiares, “para concienciar sobre este trastorno, demandar el respeto y ayuda terapéutica que merecemos y devolver las esperanzas a otras personas”.
 Precisamente en estos primeros días de octubre se celebra la Semana Internacional de la Tricotilomanía, que también aspira a lo mismo: a iluminar la oscuridad que rodea el síntoma, a aliviar con información, normalización y empatía el dolor de este infierno.

El pasado es un misterio..................................................................Javier Marías

El tiempo estaba libre y se dejaba llenar, pasivamente. Era la gente la que lo administraba con una libertad hoy desconocida e infrecuente.
 DE TODOS ES SABIDO, aunque no siempre recordado, que el tiempo de los niños transcurre muy lentamente.
 O al menos así era antes: no sé si será igual para los de ahora, con tanta actividad extraescolar y distracción “obligatoria” en compañía de los padres, que van con la lengua fuera los fines de semana y en vacaciones. 
En los años cincuenta y sesenta del siglo XX los días y las semanas eran interminables, no digamos los meses o un curso entero.
 El domingo por la tarde era una pesadilla, porque le seguía no ya el lunes con la vuelta al colegio, sino un montón de días eternos hasta que asomara de nuevo un sábado. 
En aquellas jornadas daba tiempo a todo, a levantarse y bañarse, desayunar, ir en tranvía o autobús a la escuela, pasar allí numerosas horas encerrado, disfrutar de un recreo aventurero en el patio, tontear en la escalera con la chica que le gustaba a uno, almorzar, recibir más lecciones, regresar a casa tal vez andando, jugar allí un partido de chapas con mi hermano Fernando, acaso merendar algo, hacer perezosamente unos deberes, aguardar la hora de la cena asediando un fuerte, cenar con padres y hermanos, retrasar la hora de irse a la cama con mil triquiñuelas, por fin acostarse.
En los veranos de Soria no digamos: acercarse a Pereda a ver si había salido El Capitán Trueno o un Zane Grey nuevo, pasar por los tres cines para enterarse de qué ponían, bajar al Duero, hasta el embarcadero de Augusto, alquilar allí una barca y remar río arriba hasta la mejor zona para nadar largo rato, jugar un partidillo de fútbol en un arenal cercano, subir a pie la empinada cuesta desde el Duero hasta casa, almorzar con los padres, acompañarlos a tomar café con sus amigos, Heliodoro Carpintero infalible, en una terraza de la Dehesa, como se conoce el parque. Quedarse luego en ella lo que parecían horas correteando o peleándose con los chicos locales, subir –buenas caminatas– al Mirón o al Castillo o a las Eras, bajar, leer sin prisa en casa de Heliodoro, con su buena biblioteca y su generosidad infinita, incluso jugar a la canasta con sus hermanas solteras, Mercedes y Carmen, la primera risueña y la segunda seria.
 Volver a cenar, ir al cine a la sesión ¡de las 11!, a nadie le extrañaba ese horario.
 Regresar a casa lentamente, oyendo los pasos cada vez más audibles de los transeúntes (cuantos menos hay, más resonantes) y las campanadas del reloj del Ayuntamiento.Pero no sólo era el tiempo de los niños.
 En Madrid, durante el curso, mi padre contestaba el correo y trabajaba muchas horas en casa, pero luego se iba a pie a la tertulia de la Revista de Occidente; a la cual volvía en segunda sesión también algunas tardes.
 Cuando enseñaba a extranjeros, iba a sus clases, regresaba, almorzaba, a menudo aparecían visitas sin anunciarse (se estilaba el “pasaba por aquí”), escribía más en su despacho, merendaba con mi madre (¡merendaban!), leía, aún quedaba rato que aprovechar hasta la cena en familia, eso si no salían con amistades o al cine.
¿Qué se ha hecho de todo ese tiempo? ¿Es sólo la edad, que nos lo acelera, o es nuestra época, que nos lo ha ido robando? 
No sé a otra gente, pero a mí y a las personas que trato los días y las semanas se nos escapan. 
¿Otra vez es sábado?, me pregunto perplejo cada vez que me toca un nuevo artículo para esta página.
 Tengo la sensación de que el anterior lo escribí hace unas horas.
 Cierto que en aquellos años evocados había menos solicitudes y distracciones.
 Ni televisión había (o no en mi casa), no digamos Internet ni videojuegos ni emails ni obsesivos smartphones ni Twitter ni Facebook, que exigen tanta tarea. 
El tiempo, por así decir, estaba libre y se dejaba llenar, pasivamente.
 No corría detrás de la gente ni la dominaba, era la gente la que dominaba el tiempo y lo administraba con una libertad hoy desconocida o infrecuente
Nadie se aburría si disponía de una tarde sin quehaceres, se inventaban actividades y no se requería que los Ayuntamientos –convertidos hoy en fábricas de imbecilidades ruidosas– proporcionaran entretenimiento en calles y plazas
. La gente era imaginativa, no bovina como en nuestro tiempo. Claro que nuestro tiempo es mejor en conjunto, o eso creo, es difícil saberlo.
 El pasado es un misterio
. Ni siquiera el que uno ha vivido acaba de explicárselo, ni de representárselo. ¿Cómo era posible la elasticidad del tiempo?
 Niños aparte, ¿cómo hacían los adultos para que les cundiera tanto y andar desahogados?
 Probablemente será distinto para los incontables parados y para muchos jubilados, pero yo sólo conozco personas permanentemente estresadas y a menudo medicadas, a las que todas las horas (y son veinticuatro, como antaño) se les hacen insuficientes.
 Que viven a la carrera y aun así no les alcanzan para sus tareas
. No digamos para dar un paseo al atardecer o jugar a la canasta.(Creo Sr, Marias que ya nadie va de paseo, solo con el placer de observar que te de el aire y sin prisas)Ahora se va a hacer ejercicio eso que incluso dicen los médicos, sin mirar escaparates...
 COLUMNISTAREDONDA_JAVIERMARIAS

. Ciencia sin ficción Los olvidados en ciencia J. M. Mulet. ilustración de Señor Salme

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Los premios y la historia no siempre reconocen a los científicos que tuvieron la idea original que ha llevado a grandes descubrimientos.
MIENTRAS EN Europa nos hemos enzarzado en discusiones bizantinas sobre los transgénicos, el resto del mundo los ha utilizado y ya empiezan a ser una tecnología anticuada.
 La tecnología del CRISPR/Cas9 está llamada a revolucionar el mundo en un futuro cercano.
 Hasta ahora las modificaciones en el ADN de un organismo las podíamos hacer a lo bruto y a ciegas, que es lo que llamamos la mejora clásica, basada en cruces, hibridaciones o en mutar al azar la secuencia de ADN.
Los transgénicos nos dieron la posibilidad de copiar y pegar bloques enteros de ADN provenientes de otro organismo.
 Lo que nos permite el CRISPR/Cas9 es hacer cambios y correcciones a voluntad en el ADN de cualquier organismo sin necesidad de incorporar ADN foráneo.
 Esta tecnología ha permitido que la ingeniería genética pase del nivel máquina de escribir –donde por analogía se podría decir que las mejoras se producían haciendo tachones o utilizando corrector blanco de pincel– al del procesador de textos, donde podemos modificar lo que queramos a voluntad y sin dejar trazas.
 
Además, al no incorporar ADN foráneo no se encuadraría dentro de la definición de organismo transgénico, lo que facilitaría el proceso legal.
 Esta tecnología está llamada a ser una herramienta imprescindible para el futuro cercano.
fue la tenacidad de Florey, Chain y Heatley la que finalmente consiguió que la penicilina salvara vidas
Curiosamente el que descubrió la secuencia bacteriana que fue el origen de todo fue Francisco Martínez Mójica, investigador de la Universidad de Alicante, cuando trabajaba en unas bacterias tolerantes a la sal encontradas en las salinas de Santa Pola.
 Su nombre ha sido injustamente olvidado, entre otros por el comité del Premio Princesa de Asturias, que no le tuvo en cuenta cuando concedió el premio a las investigadoras Doudna y Charpentier.
No obstante, hay otros descubrimientos donde quien tuvo la idea en origen no ha sido tan injustamente relegado. 
Si preguntamos quién descubrió la penicilina, todos pensamos en Fleming, que debe ser una de las personas que más honores acumula en el mundo.
 Realmente su mérito fue hacer la primera observación de la acción antibacteriana del Penicillium notatum, algo que, siendo estrictos, ya había publicado el francés Eric Duchesne en 1896. 
Los primeros intentos de identificar el compuesto responsable fueron poco satisfactorios y Fleming abandonó el proyecto. 
Si la penicilina pudo salvar millones de vidas fue gracias a la tenacidad de Florey, Chain y Norman Heatley, a los que debemos la modificación de la molécula que la hizo estable y descubrimientos como que el hongo Penicillium chrysogenum produce 200 veces más penicilina que el notatum, haciendo posible su fabricación a gran escala.
La historia también ha olvidado al primer paciente tratado con penicilina. 
En septiembre del año 1940 el oficial de policía de Oxford Albert Alexander, de 48 años, se hizo un pequeño corte en la cara mientras arreglaba sus rosales.
 La herida se infectó y se extendió por todo el rostro. Florey y Chain decidieron probar con Alexander la nueva droga, algo que hoy no hubiera sido autorizado por ningún comité.
 Le pusieron cinco inyecciones, el paciente respondió y la infección remitió, pero se les acabó el suministro, ya que tenían que purificar y hacer la modificación química a mano a partir de cultivos de hongos, en un proceso largo y costoso.
 Llegaron incluso a tratar de recuperarla de la orina del paciente. Alexander finalmente murió, y la primera persona tratada con penicilina de forma efectiva fue Anne Miller, en marzo de 1942.
Florey y Chain compartieron Premio Nobel con Fleming, pero Heatley quedó fuera.
 Pocas calles y estatuas recuerdan hoy su gesta y todo el mérito se le ha atribuido a Fleming, justo lo contrario que ha pasado con Martínez Mójica. 
A tiempo estamos de reparar el error.

Siempre la otra mirada

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El 15 de mayo de 1964 en la plaza de toros de Las Ventas, en Madrid, se inauguró la estatua que los matadores le dedicaron a Alexander Fleming cuya leyenda reza: “Al doctor Fleming en agradecimiento de los toreros”. 
El gremio de los diestros supo reconocer las numerosas vidas que la penicilina salvaba.
 No deja de ser un poco injusto que el monumento olvide el trabajo de Florey, Chain y Heatley, que fueron los que consiguieron que la penicilina fuera un fármaco útil. 
Fleming hizo la primera observación y nadie resta mérito a tal acción porque si él tiene un Premio Nobel es porque supo ver en las placas contaminadas cosas que otros investigadores no consiguen nunca.