ESTE SEÑOR delgado, que sonríe a la cámara como un crío tras una
fechoría, escribe libros. Novelas, biografías, tratados de gramática.
Trabaja en las fronteras del idioma español, siempre al borde de la
norma, que a veces traspasa para contar lo que hay al otro lado. Al otro
lado del sentido. Se llama Fernando Vallejo y nació en el Medellín de
allá, pero vive en México. Odia a los poetas que riman en asonante, odia
a los físicos, odia al Papa, y odia también el psicoanálisis y la
psiquiatría. Odia a Darwin y a Einstein. Y a Freud, claro. Odia a santo
Tomás de Aquino. Del Homo sapiens dice que es una fábrica de
mierda; del cristianismo, que es una empresa criminal; de Colombia, que
es una mala patria; de Bergoglio, que es un farsante y un corrupto; de
la física subatómica, que es una mariguanada. De Cervantes, en cambio,
afirma con delicadeza que fue un ser bondadoso a quien la lengua dictó El Quijote. Aquí aparece fotografiado con Brusca, su perra, que, pese a las
apariencias, no pertenece al cuadro. Duerme abrazado a ella porque la
ama con una intensidad desoladora (no se muere por no dejarla huérfana). Cuando uno llama a su puerta, convencido de formar parte de cualquiera
de los grupos a los que odia, le recibe el ser más gentil del mundo,
quizá también el más vulnerable. Cómo concilia su capacidad verbal para
el odio con su disposición existencial para la amistad es un misterio
con el que uno regresa al hotel para abrir por cualquier página
cualquiera de sus libros. Un solo párrafo de su prosa odiadora coloca
más que un neuroléptico. Léanlo si se atreven.
El ser humano es un extraño animal con arrebatos de autofagia. Hábitos
que se pueden convertir en graves e inhabilitantes enfermedades.
HACE OCHO AÑOS publiqué un artículo titulado Comerse a uno mismo
que hablaba de la tricotilomanía, una enfermedad de cuya existencia me
acababa de enterar. Bajo ese nombre rimbombante se esconde un trastorno
de conducta que puede ir de lo leve a lo inhabilitante y que consiste en
arrancarse los pelos. Una de cada cinco personas aquejadas de
trico también se come los cabellos; eso se llama tricofagia y es un
hábito peligroso, porque el pelo forma bolas en el estómago y a veces
hay que recurrir a la cirugía para librarse de ellas. La manía comienza en la niñez; yo recuerdo haber visto en la infancia
a niñas chupando con fruición un mechón de pelo o enredando sus
cabellos en un dedo y dando tironcitos, cosa que incluso me parecía
elegante y que por fortuna no imité, porque ahora sé que puede
convertirse en una pesadilla. Cuando la trico es grave, quienes la
padecen se infligen terribles destrozos; se arrancan las pestañas, se
hacen heridas en la cabeza, grandes calvas. Su aspecto puede llegar a
ser tan calamitoso que se encierran en casa para no ser vistos, porque
suelen ser víctimas de las burlas y la incomprensión del entorno, lo
cual constituye el mayor tormento. El ser humano es un extraño animal que sufre arrebatos de
autofagia: nos mordisqueamos las mucosas del interior de las mejillas,
nos comemos las uñas, los mocos, las costras, las pielecillas resecas de
los labios. Yo misma me muerdo y arranco los pellejos de los dedos, y
en épocas de especial estrés lo hago tan concienzudamente que luzco
algún desgarro. Cómo es posible extraer placer de arrancarte la piel es
algo que no entiendo, pero sin duda se extrae. La trico es una manía absurda semejante, con el agravante de que en ocasiones llega mucho más lejos . Un tercio de los tricos tienen
depresión, lo que no es de extrañar dado el grado de deterioro físico
que pueden alcanzar y la culpabilidad y falta de confianza en ellos
mismos que conlleva. Beatriz Moreno Amador era una adolescente así de herida cuando saqué
aquel artículo. Lo leyó, y por eso ahora, tantos años después, se ha
puesto en contacto conmigo. “Vivir con trico es como vivir
encarcelada en tu propio cuerpo, siendo tú carcelera y prisionera al
mismo tiempo. Te dicen: deja de hacerlo, sálvate… Y no puedes, te ves a
ti misma cavar tu propia tumba”. Beatriz me ha escrito una larga y
magnífica carta sobre esta enigmática enfermedad, tan humana en su
incongruencia. Por fortuna ella ha aprendido a convivir con la trico,
que ahora solo experimenta en bajo grado; ha terminado la carrera de
Psicología, se siente fuerte y segura y quiere centrar su trabajo en
esta dolencia: “Cada vez veo más necesaria la ayuda social y
profesional, que se investigue, que se trabaje para su prevención y se
evite su desarrollo insidioso, sobre todo en la niñez”.
Porque en España hay miles de afectados por esta destructiva manía, pero
nadie habla de ella. “En castellano no existen investigaciones sobre la
trico, los cuestionarios para este trastorno no están
traducidos ni validados en nuestro idioma, y no hay profesionales
especializados”. Beatriz salió con esfuerzo de su infierno gracias a la
ayuda de otros afectados y a la aceptación de su trastorno como algo
“normal”, esto es, como una de las múltiples “anormalidades” que forman
parte de la vida humana, siempre tan incompleta y tan fallida. Por otra
parte, de la trico se sabe muy poco. Incluso se especula con la
posibilidad de que detrás del trastorno esté una bacteria u hongo, lo
que supondría que un tratamiento físico podría curarlo o mejorarlo y,
sobre todo, acabaría con la angustiosa culpa de quienes lo padecen. Decidida a intentar acabar con la invisibilidad de la dolencia, Beatriz
Moreno se propone crear en España una red de apoyo junto a pacientes con
trico y familiares, “para concienciar sobre este trastorno,
demandar el respeto y ayuda terapéutica que merecemos y devolver las
esperanzas a otras personas”. Precisamente en estos primeros días de
octubre se celebra la Semana Internacional de la Tricotilomanía, que
también aspira a lo mismo: a iluminar la oscuridad que rodea el síntoma,
a aliviar con información, normalización y empatía el dolor de este
infierno.
El tiempo estaba libre y se dejaba llenar, pasivamente. Era la gente la
que lo administraba con una libertad hoy desconocida e infrecuente. DE TODOS ES SABIDO, aunque no siempre recordado, que el tiempo de los
niños transcurre muy lentamente. O al menos así era antes: no sé si será
igual para los de ahora, con tanta actividad extraescolar y distracción
“obligatoria” en compañía de los padres, que van con la lengua fuera
los fines de semana y en vacaciones. En los años cincuenta y sesenta del
siglo XX los días y las semanas eran interminables, no digamos los
meses o un curso entero. El domingo por la tarde era una pesadilla,
porque le seguía no ya el lunes con la vuelta al colegio, sino un montón
de días eternos hasta que asomara de nuevo un sábado. En aquellas
jornadas daba tiempo a todo, a levantarse y bañarse, desayunar, ir en
tranvía o autobús a la escuela, pasar allí numerosas horas encerrado,
disfrutar de un recreo aventurero en el patio, tontear en la escalera
con la chica que le gustaba a uno, almorzar, recibir más lecciones,
regresar a casa tal vez andando, jugar allí un partido de chapas con mi
hermano Fernando, acaso merendar algo, hacer perezosamente unos deberes,
aguardar la hora de la cena asediando un fuerte, cenar con padres y
hermanos, retrasar la hora de irse a la cama con mil triquiñuelas, por
fin acostarse.En los veranos de Soria no digamos: acercarse a Pereda a ver si había salido El Capitán Trueno o
un Zane Grey nuevo, pasar por los tres cines para enterarse de qué
ponían, bajar al Duero, hasta el embarcadero de Augusto, alquilar allí
una barca y remar río arriba hasta la mejor zona para nadar largo rato,
jugar un partidillo de fútbol en un arenal cercano, subir a pie la
empinada cuesta desde el Duero hasta casa, almorzar con los padres,
acompañarlos a tomar café con sus amigos, Heliodoro Carpintero
infalible, en una terraza de la Dehesa, como se conoce el parque.
Quedarse luego en ella lo que parecían horas correteando o peleándose
con los chicos locales, subir –buenas caminatas– al Mirón o al Castillo o
a las Eras, bajar, leer sin prisa en casa de Heliodoro, con su buena
biblioteca y su generosidad infinita, incluso jugar a la canasta con sus
hermanas solteras, Mercedes y Carmen, la primera risueña y la segunda
seria. Volver a cenar, ir al cine a la sesión ¡de las 11!, a nadie le
extrañaba ese horario. Regresar a casa lentamente, oyendo los pasos cada
vez más audibles de los transeúntes (cuantos menos hay, más resonantes)
y las campanadas del reloj del Ayuntamiento.Pero no sólo era el tiempo de los niños. En Madrid, durante el curso,
mi padre contestaba el correo y trabajaba muchas horas en casa, pero
luego se iba a pie a la tertulia de la Revista de Occidente; a
la cual volvía en segunda sesión también algunas tardes. Cuando enseñaba
a extranjeros, iba a sus clases, regresaba, almorzaba, a menudo
aparecían visitas sin anunciarse (se estilaba el “pasaba por aquí”),
escribía más en su despacho, merendaba con mi madre (¡merendaban!),
leía, aún quedaba rato que aprovechar hasta la cena en familia, eso si
no salían con amistades o al cine.
¿Qué se ha hecho de todo ese tiempo? ¿Es sólo la edad, que nos lo
acelera, o es nuestra época, que nos lo ha ido robando? No sé a otra
gente, pero a mí y a las personas que trato los días y las semanas se
nos escapan. ¿Otra vez es sábado?, me pregunto perplejo cada vez que me
toca un nuevo artículo para esta página. Tengo la sensación de que el
anterior lo escribí hace unas horas. Cierto que en aquellos años
evocados había menos solicitudes y distracciones. Ni televisión había (o
no en mi casa), no digamos Internet ni videojuegos ni emails ni obsesivos smartphones
ni Twitter ni Facebook, que exigen tanta tarea. El tiempo, por así
decir, estaba libre y se dejaba llenar, pasivamente. No corría detrás de
la gente ni la dominaba, era la gente la que dominaba el tiempo y lo
administraba con una libertad hoy desconocida o infrecuenteNadie se aburría si disponía de una tarde sin quehaceres, se
inventaban actividades y no se requería que los Ayuntamientos
–convertidos hoy en fábricas de imbecilidades ruidosas– proporcionaran
entretenimiento en calles y plazas. La gente era imaginativa, no bovina
como en nuestro tiempo.
Claro que nuestro tiempo es mejor en conjunto, o eso creo, es difícil
saberlo. El pasado es un misterio . Ni siquiera el que uno ha vivido
acaba de explicárselo, ni de representárselo. ¿Cómo era posible la
elasticidad del tiempo? Niños aparte, ¿cómo hacían los adultos para que
les cundiera tanto y andar desahogados? Probablemente será distinto para
los incontables parados y para muchos jubilados, pero yo sólo conozco
personas permanentemente estresadas y a menudo medicadas, a las que
todas las horas (y son veinticuatro, como antaño) se les hacen
insuficientes. Que viven a la carrera y aun así no les alcanzan para sus
tareas . No digamos para dar un paseo al atardecer o jugar a la canasta.(Creo Sr, Marias que ya nadie va de paseo, solo con el placer de observar que te de el aire y sin prisas)Ahora se va a hacer ejercicio eso que incluso dicen los médicos, sin mirar escaparates...
Los premios y la historia no siempre reconocen a los científicos que
tuvieron la idea original que ha llevado a grandes descubrimientos.
MIENTRAS EN Europa nos hemos enzarzado en discusiones bizantinas
sobre los transgénicos, el resto del mundo los ha utilizado y ya
empiezan a ser una tecnología anticuada. La tecnología del CRISPR/Cas9
está llamada a revolucionar el mundo en un futuro cercano. Hasta ahora
las modificaciones en el ADN de un organismo las podíamos hacer a lo
bruto y a ciegas, que es lo que llamamos la mejora clásica, basada en
cruces, hibridaciones o en mutar al azar la secuencia de ADN.
Los transgénicos nos dieron la posibilidad de copiar y pegar bloques
enteros de ADN provenientes de otro organismo.
Lo que nos permite el
CRISPR/Cas9 es hacer cambios y correcciones a voluntad en el ADN de
cualquier organismo sin necesidad de incorporar ADN foráneo.
Esta
tecnología ha permitido que la ingeniería genética pase del nivel
máquina de escribir –donde por analogía se podría decir que las mejoras
se producían haciendo tachones o utilizando corrector blanco de pincel–
al del procesador de textos, donde podemos modificar lo que queramos a
voluntad y sin dejar trazas.
Además, al no incorporar ADN foráneo no se encuadraría dentro de la
definición de organismo transgénico, lo que facilitaría el proceso
legal.
Esta tecnología está llamada a ser una herramienta imprescindible
para el futuro cercano.
fue la tenacidad de Florey, Chain y Heatley la que finalmente consiguió que la penicilina salvara vidas
Curiosamente el que descubrió la secuencia bacteriana que fue el
origen de todo fue Francisco Martínez Mójica, investigador de la
Universidad de Alicante, cuando trabajaba en unas bacterias tolerantes a
la sal encontradas en las salinas de Santa Pola. Su nombre ha sido
injustamente olvidado, entre otros por el comité del Premio Princesa de
Asturias, que no le tuvo en cuenta cuando concedió el premio a las
investigadoras Doudna y Charpentier. No obstante, hay otros descubrimientos donde quien tuvo la idea en
origen no ha sido tan injustamente relegado. Si preguntamos quién
descubrió la penicilina, todos pensamos en Fleming, que debe ser una de
las personas que más honores acumula en el mundo. Realmente su mérito
fue hacer la primera observación de la acción antibacteriana del Penicillium notatum,
algo que, siendo estrictos, ya había publicado el francés Eric Duchesne
en 1896. Los primeros intentos de identificar el compuesto responsable
fueron poco satisfactorios y Fleming abandonó el proyecto. Si la
penicilina pudo salvar millones de vidas fue gracias a la tenacidad de
Florey, Chain y Norman Heatley, a los que debemos la modificación de la
molécula que la hizo estable y descubrimientos como que el hongo Penicillium chrysogenum produce 200 veces más penicilina que el notatum, haciendo posible su fabricación a gran escala. La historia también ha olvidado al primer paciente tratado con
penicilina. En septiembre del año 1940 el oficial de policía de Oxford
Albert Alexander, de 48 años, se hizo un pequeño corte en la cara
mientras arreglaba sus rosales. La herida se infectó y se extendió por
todo el rostro. Florey y Chain decidieron probar con Alexander la nueva
droga, algo que hoy no hubiera sido autorizado por ningún comité. Le
pusieron cinco inyecciones, el paciente respondió y la infección
remitió, pero se les acabó el suministro, ya que tenían que purificar y
hacer la modificación química a mano a partir de cultivos de hongos, en
un proceso largo y costoso. Llegaron incluso a tratar de recuperarla de
la orina del paciente. Alexander finalmente murió, y la primera persona
tratada con penicilina de forma efectiva fue Anne Miller, en marzo de
1942. Florey y Chain compartieron Premio Nobel con Fleming, pero Heatley
quedó fuera. Pocas calles y estatuas recuerdan hoy su gesta y todo el
mérito se le ha atribuido a Fleming, justo lo contrario que ha pasado
con Martínez Mójica. A tiempo estamos de reparar el error.
Siempre la otra mirada
El 15 de mayo de 1964 en la plaza de toros de Las Ventas, en
Madrid, se inauguró la estatua que los matadores le dedicaron a
Alexander Fleming cuya leyenda reza: “Al doctor Fleming en
agradecimiento de los toreros”. El gremio de los diestros supo reconocer
las numerosas vidas que la penicilina salvaba. No deja de ser un poco
injusto que el monumento olvide el trabajo de Florey, Chain y Heatley,
que fueron los que consiguieron que la penicilina fuera un fármaco útil. Fleming hizo la primera observación y nadie resta mérito a tal acción
porque si él tiene un Premio Nobel es porque supo ver en las placas
contaminadas cosas que otros investigadores no consiguen nunca.