31 jul 2016
Así se ha convertido Mayka Merino en la revelación del año en las pasarelas............................... Begoña Gómez Urzaiz |
La modelo nacional con más proyección en todo el mundo se asoma al mañana con tendencias que inventan una nueva silueta.
Se nota que Mayka Merino (de 19 años) es muy joven, porque todavía cuenta su vida por veranos, como lo hacen los niños y los estudiantes.
Este lo ha tenido muy ocupado –en cuanto acabó de desfilar en la pasarela 080 de Barcelona viajó a París para cumplir con sus compromisos profesionales en la semana de la alta costura–.
Pero el verano pasado fue incluso más ajetreado.
«Me quedé sin ir a las playas de Cádiz por viajar a Londres, y al final me cambió la vida», cuenta.
Foto: Satoshi Saikusa
Foto: Satoshi Saikusa
Foto: Satoshi Saikusa
Perderlo todo....................................................................Rosa Montero
Los objetos muestran una obcecada tendencia a evaporarse a mi alrededor,
y creo que no ha habido un solo día de mi existencia en el que no haya
extraviado algo.
SI ESTOY en casa y no encuentro y no encuentro las gafas, cosa que sucede muy a menudo, lo primero que
hago es ir al refrigerador y mirar dentro
. La mitad de las veces aparecen ahí, porque, cuando voy a sacar algo de la nevera y las llevo en la mano, las deposito distraída sobre la bandeja del electrodoméstico para poder agarrar lo que anduviera buscando, y ya no me vuelvo a acordar de ellas.
Sí, la clave del asunto es la distracción: voy pensando en las musarañas tan concentradamente que me muevo por la vida con el piloto automático y sin apenas consciencia de lo que hago.
Es el comportamiento que la tradición atribuye al sabio despistado, aunque en mi caso más bien se trataría del profesor chiflado, porque por lo general no ando sumida en profundas y provechosas reflexiones, sino entretenida en tontunillas.
Y así se me va la existencia, literalmente
Hoy me he puesto a pensar en la cantidad de cosas que pierdo cada día.
Porque lo pierdo todo. Digo dentro de casa, ya que en el exterior (es decir, pérdidas auténticas) ocurre poco.
O sea que en realidad se trata de extravíos momentáneos, desesperantes juegos al escondite de las cosas. Las gafas, el móvil, las llaves, el bolso.
Pero también: el cuaderno de notas, el importante número de teléfono que acabo de apuntar en un papel, los pendientes que me quité ayer, la camisa que he descolgado hace cinco minutos del armario y que ha debido de irse corriendo por sí sola.
O el tazón con el que siempre desayuno
. La semana pasada pasé media hora frenética buscando esa taza hasta que la encontré dentro del microondas: el día anterior había puesto a calentar el café y olvidé tomarlo.
Los objetos muestran una obcecada tendencia a evaporarse a mi alrededor, y creo que no ha habido un solo día de mi existencia en el que no haya extraviado algo
. Si sumara todos los minutos que he desperdiciado buscando cosas, probablemente llegaría a acumular un año de despilfarro
. Un año de mi vida sin vivir.
Sé que no soy ni mucho menos la única persona a la que le sucede esto.
Se me ocurre que, dentro de las muchas maneras en las que podemos clasificar a los humanos, una sería dividirlos entre los seres meticulosos y precisos, por un lado, y los que tenemos las cabezas horadadas, por el otro.
Agujeros mentales por los que silba el caos como un viento insidioso.
Como es natural, esta propensión a perder las cosas suele estar unida a una falta de firmeza y claridad en la relación con los objetos que nos rodean.
Vamos, que somos bastante desordenados.
A saber cuál será la razón de tanto lío; tiempo atrás hubiéramos podido endilgarles la responsabilidad a los duendes domésticos, criaturas mágicas de intenciones traviesas, lo cual resultaba más consolador que las posibles explicaciones actuales, que hablan de neurotransmisores algo desbaratados y del famoso déficit de atención, ese síndrome de moda tan socorrido. Sea como fuere, arrastramos los desordenados nuestro desorden como el escarabajo pelotero arrastra su bola, y en ese trabajoso desvivir nos suceden cosas peculiares: por ejemplo, podemos mantener durante años un objeto claramente descolocado (un collar en una esquina del escritorio, un tintero en la encimera de la cocina), pero si un día se nos ocurre guardarlo en el lugar apropiado, nunca más lo volveremos a encontrar.
El orden no forma parte de nuestro karma.
Cuando me desespero mucho, procuro acordarme de los personajes célebres a los que les pasaba lo mismo
. Son famosas las fotos del despacho de Einstein o del taller de Francis Bacon, por ejemplo.
Unas leoneras tan cochambrosas que hasta a mí me asustan.
Hay estudios que sugieren que la gente creativa tiende a ser desordenada, y los psicólogos norteamericanos Vohs, Reddel y Rahinel llegaron a asegurar en un trabajo de 2013 que los entornos desordenados fomentaban la creatividad.
Todo esto resulta tranquilizador, y lo sería aún más si consiguiera encontrar otra investigación parecida que se publicó hará cosa de un año y que guardé no sé dónde: llevo veinte minutos buscando el recorte infructuosamente.
Si es verdad que el caos está relacionado con la creatividad, yo debería ser capaz de escribir una obra maestra.
. La mitad de las veces aparecen ahí, porque, cuando voy a sacar algo de la nevera y las llevo en la mano, las deposito distraída sobre la bandeja del electrodoméstico para poder agarrar lo que anduviera buscando, y ya no me vuelvo a acordar de ellas.
Sí, la clave del asunto es la distracción: voy pensando en las musarañas tan concentradamente que me muevo por la vida con el piloto automático y sin apenas consciencia de lo que hago.
Es el comportamiento que la tradición atribuye al sabio despistado, aunque en mi caso más bien se trataría del profesor chiflado, porque por lo general no ando sumida en profundas y provechosas reflexiones, sino entretenida en tontunillas.
Y así se me va la existencia, literalmente
Hoy me he puesto a pensar en la cantidad de cosas que pierdo cada día.
Porque lo pierdo todo. Digo dentro de casa, ya que en el exterior (es decir, pérdidas auténticas) ocurre poco.
O sea que en realidad se trata de extravíos momentáneos, desesperantes juegos al escondite de las cosas. Las gafas, el móvil, las llaves, el bolso.
Pero también: el cuaderno de notas, el importante número de teléfono que acabo de apuntar en un papel, los pendientes que me quité ayer, la camisa que he descolgado hace cinco minutos del armario y que ha debido de irse corriendo por sí sola.
O el tazón con el que siempre desayuno
. La semana pasada pasé media hora frenética buscando esa taza hasta que la encontré dentro del microondas: el día anterior había puesto a calentar el café y olvidé tomarlo.
Los objetos muestran una obcecada tendencia a evaporarse a mi alrededor, y creo que no ha habido un solo día de mi existencia en el que no haya extraviado algo
. Si sumara todos los minutos que he desperdiciado buscando cosas, probablemente llegaría a acumular un año de despilfarro
. Un año de mi vida sin vivir.
Sé que no soy ni mucho menos la única persona a la que le sucede esto.
Se me ocurre que, dentro de las muchas maneras en las que podemos clasificar a los humanos, una sería dividirlos entre los seres meticulosos y precisos, por un lado, y los que tenemos las cabezas horadadas, por el otro.
Agujeros mentales por los que silba el caos como un viento insidioso.
Como es natural, esta propensión a perder las cosas suele estar unida a una falta de firmeza y claridad en la relación con los objetos que nos rodean.
Vamos, que somos bastante desordenados.
A saber cuál será la razón de tanto lío; tiempo atrás hubiéramos podido endilgarles la responsabilidad a los duendes domésticos, criaturas mágicas de intenciones traviesas, lo cual resultaba más consolador que las posibles explicaciones actuales, que hablan de neurotransmisores algo desbaratados y del famoso déficit de atención, ese síndrome de moda tan socorrido. Sea como fuere, arrastramos los desordenados nuestro desorden como el escarabajo pelotero arrastra su bola, y en ese trabajoso desvivir nos suceden cosas peculiares: por ejemplo, podemos mantener durante años un objeto claramente descolocado (un collar en una esquina del escritorio, un tintero en la encimera de la cocina), pero si un día se nos ocurre guardarlo en el lugar apropiado, nunca más lo volveremos a encontrar.
El orden no forma parte de nuestro karma.
Cuando me desespero mucho, procuro acordarme de los personajes célebres a los que les pasaba lo mismo
. Son famosas las fotos del despacho de Einstein o del taller de Francis Bacon, por ejemplo.
Unas leoneras tan cochambrosas que hasta a mí me asustan.
Hay estudios que sugieren que la gente creativa tiende a ser desordenada, y los psicólogos norteamericanos Vohs, Reddel y Rahinel llegaron a asegurar en un trabajo de 2013 que los entornos desordenados fomentaban la creatividad.
Todo esto resulta tranquilizador, y lo sería aún más si consiguiera encontrar otra investigación parecida que se publicó hará cosa de un año y que guardé no sé dónde: llevo veinte minutos buscando el recorte infructuosamente.
Si es verdad que el caos está relacionado con la creatividad, yo debería ser capaz de escribir una obra maestra.
“Fui alegre al morir”..............................................................Javier Marías
La lectura como placer veraniego ya no llega de forma natural. Se ha de
ser obstinado para hacer sitio a los libros. Un poema puede servir como
acicate.
HACE DOS sábados el suplemento Babelia dedicaba un reportaje a un sueño que a mí
me parece del pasado remoto: la lectura pausada y por placer durante el
verano.
Incluso se preguntaba a un montón de editores (gente que el resto del año lee por obligación) en qué se iban a sumergir durante el mes de asueto, a lo cual más de uno respondía lo que otras veces he respondido yo mismo: “A ver si me pongo por fin con todo Proust”. Proust –En busca del tiempo perdido– ocupa cuatro gruesos tomos de letra apretada y papel biblia en la edición de La Pléïade, unas cuatro mil páginas sin contar notas, variantes y esbozos.
En español, en la única traducción digna del nombre pese a su antigüedad y sus defectos, la de Pedro Salinas y Consuelo Berges, de Alianza, los volúmenes eran siete, uno por título.
¿Alguien cree que eso se puede leer en el transcurso de un mes escaso, de lo que hoy disponen los más afortunados para “veranear”? (El propio verbo ha caído ya en desuso, si se piensa bien.)
Es cierto que los lectores empedernidos somos irracionalmente optimistas, y cada vez que emprendemos un viaje –incluso si es de trabajo– echamos a la maleta más libros de los que seríamos capaces de abarcar.
Me imagino que quienes tengan e-book se llevarán un cargamento aún mayor.
Mi experiencia me ha enseñado que en esas salidas breves suelo regresar, a lo sumo, con dos o tres capítulos leídos en la incomodidad de un aeropuerto.
En agosto consigo acabar dos o tres obras, si no son demasiado extensas, y eso que no me veo distraído por Internet (no uso ordenador), ni por teléfonos inteligentes (no tengo), ni por videojuegos (jamás me he asomado a uno), ni por ninguno de los mil artilugios que atarean hoy a las personas para que no se sientan “solas”, pese a estar rodeadas la mayoría, velis nolis, por familias numerosas y vecinos cargantes.
Si a esto añadimos que en las vacaciones hay un montón de deberes (pasarse horas en la playa, comer como energúmenos, dormir la siesta, salir de farra, entretener a los niños, visitar ciudades a la carrera), no sé cuándo vamos a leer a Proust, a Conrad, a Cervantes o a Montaigne
Menos aún este mes, con nuestros políticos dando la tabarra haya por fin Gobierno o no, con los posibles atentados del Daesh y las inundaciones o terremotos en algún punto del globo, los refugiados, las guerras en curso y la siniestra sombra de Trump, que nos obligarán a atender a las pantallas durante más horas de las saludables.
Comprendo a José María Guelbenzu (autor de ese reportaje de Babelia) y a otros como él y como yo: nos resistimos a aceptar que los veranos de lectura plácida y prolongada han sido aniquilados, que la sociedad y el estruendo conspiran contra ellos y casi los han barrido de la faz de la tierra.
Para mantenerlos hay que forcejear, tener una enorme fuerza de voluntad. En vez de dejarnos invadir pasivamente por los libros, que se imponían de forma natural, hemos de ser activos, y obstinados, y luchar por hacerles sitio contra todos los elementos.
En vista de las perspectivas, hoy, último día de julio, me permito ofrecerles el sencillo y sereno poema de un clásico, que traduje hace décadas, para que por lo menos lean una pieza entera (bien que breve y con estribillo) en las inaguantables esperas de los aeropuertos o en los trayectos de ferrocarril.
Ya incluí uno del siglo VIII hace unos meses, y al parecer no cayó mal.. El de hoy es de Stevenson, y sin duda fue un esbozo para su famoso y escueto “Réquiem”, inscrito en su tumba en lo alto del Monte Vaea, en Samoa, a cuatro mil metros.
Murió con sólo cuarenta y cuatro años, y esta variante dice así:
“Ahora que la cuenta de mis años
ya se ha cumplido, y yo
la vida sedentaria
dejo para morir,
cavad bien hondo y dejadme yacer
bajo el inmenso y estrellado cielo.
Alegre en vida, fui alegre al morir,
cavad bien hondo y dejadme yacer.
Clara fue mi alma, libres mis actos,
honor era mi nombre,
no huí nunca ante el miedo
ni perseguí la fama.
Cavad bien hondo y dejadme yacer
bajo el inmenso y estrellado cielo.
Alegre en vida, fui alegre al morir,
cavad bien hondo y dejadme yacer.
Cavad bien hondo en algún valle verde
donde la brisa suave
sople fresca en el río
y en los árboles cante …
Cavad bien hondo y dejadme yacer
bajo el inmenso y estrellado cielo.
Alegre en vida, fui alegre al morir,
cavad bien hondo y dejadme yacer.”
Incluso se preguntaba a un montón de editores (gente que el resto del año lee por obligación) en qué se iban a sumergir durante el mes de asueto, a lo cual más de uno respondía lo que otras veces he respondido yo mismo: “A ver si me pongo por fin con todo Proust”. Proust –En busca del tiempo perdido– ocupa cuatro gruesos tomos de letra apretada y papel biblia en la edición de La Pléïade, unas cuatro mil páginas sin contar notas, variantes y esbozos.
En español, en la única traducción digna del nombre pese a su antigüedad y sus defectos, la de Pedro Salinas y Consuelo Berges, de Alianza, los volúmenes eran siete, uno por título.
¿Alguien cree que eso se puede leer en el transcurso de un mes escaso, de lo que hoy disponen los más afortunados para “veranear”? (El propio verbo ha caído ya en desuso, si se piensa bien.)
Es cierto que los lectores empedernidos somos irracionalmente optimistas, y cada vez que emprendemos un viaje –incluso si es de trabajo– echamos a la maleta más libros de los que seríamos capaces de abarcar.
Me imagino que quienes tengan e-book se llevarán un cargamento aún mayor.
Mi experiencia me ha enseñado que en esas salidas breves suelo regresar, a lo sumo, con dos o tres capítulos leídos en la incomodidad de un aeropuerto.
En agosto consigo acabar dos o tres obras, si no son demasiado extensas, y eso que no me veo distraído por Internet (no uso ordenador), ni por teléfonos inteligentes (no tengo), ni por videojuegos (jamás me he asomado a uno), ni por ninguno de los mil artilugios que atarean hoy a las personas para que no se sientan “solas”, pese a estar rodeadas la mayoría, velis nolis, por familias numerosas y vecinos cargantes.
Si a esto añadimos que en las vacaciones hay un montón de deberes (pasarse horas en la playa, comer como energúmenos, dormir la siesta, salir de farra, entretener a los niños, visitar ciudades a la carrera), no sé cuándo vamos a leer a Proust, a Conrad, a Cervantes o a Montaigne
Menos aún este mes, con nuestros políticos dando la tabarra haya por fin Gobierno o no, con los posibles atentados del Daesh y las inundaciones o terremotos en algún punto del globo, los refugiados, las guerras en curso y la siniestra sombra de Trump, que nos obligarán a atender a las pantallas durante más horas de las saludables.
Comprendo a José María Guelbenzu (autor de ese reportaje de Babelia) y a otros como él y como yo: nos resistimos a aceptar que los veranos de lectura plácida y prolongada han sido aniquilados, que la sociedad y el estruendo conspiran contra ellos y casi los han barrido de la faz de la tierra.
Para mantenerlos hay que forcejear, tener una enorme fuerza de voluntad. En vez de dejarnos invadir pasivamente por los libros, que se imponían de forma natural, hemos de ser activos, y obstinados, y luchar por hacerles sitio contra todos los elementos.
En vista de las perspectivas, hoy, último día de julio, me permito ofrecerles el sencillo y sereno poema de un clásico, que traduje hace décadas, para que por lo menos lean una pieza entera (bien que breve y con estribillo) en las inaguantables esperas de los aeropuertos o en los trayectos de ferrocarril.
Ya incluí uno del siglo VIII hace unos meses, y al parecer no cayó mal.. El de hoy es de Stevenson, y sin duda fue un esbozo para su famoso y escueto “Réquiem”, inscrito en su tumba en lo alto del Monte Vaea, en Samoa, a cuatro mil metros.
Murió con sólo cuarenta y cuatro años, y esta variante dice así:
“Ahora que la cuenta de mis años
ya se ha cumplido, y yo
la vida sedentaria
dejo para morir,
cavad bien hondo y dejadme yacer
bajo el inmenso y estrellado cielo.
Alegre en vida, fui alegre al morir,
cavad bien hondo y dejadme yacer.
Clara fue mi alma, libres mis actos,
honor era mi nombre,
no huí nunca ante el miedo
ni perseguí la fama.
Cavad bien hondo y dejadme yacer
bajo el inmenso y estrellado cielo.
Alegre en vida, fui alegre al morir,
cavad bien hondo y dejadme yacer.
Cavad bien hondo en algún valle verde
donde la brisa suave
sople fresca en el río
y en los árboles cante …
Cavad bien hondo y dejadme yacer
bajo el inmenso y estrellado cielo.
Alegre en vida, fui alegre al morir,
cavad bien hondo y dejadme yacer.”
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