En apenas cinco semanas, el pequeño príncipe George de Cambridge soplará las velas de su tercer cumpleaños.
El tiempo pasa volando, y con los años George se parece cada vez más a su padre, el príncipe Guillermo . Nos
recuerda a él en los rasgos, en algunos gestos... y también en la forma
de vestir, ya que parece que los Duques de Cambridge se apuntan a la
tendencia de pasar las prendas de una generación a otra.
El príncipe George acudió junto al resto
de la familia al tradicional actro Trooping the Colour, fastuosa
ceremonia militar con la que se celebra el aniversario de la reina
Isabel II
. Llegado el momento del saludo desde el balcón, probablemente
quien acaparó el protagonismo fue su hermanita, la princesa Charlotte,
por ser la primera vez que participaba en un acontecimiento de estas
características.
Pero el príncipe George, tan guapo y simpático como
siempre, también llamó la atención de los 'royal fans', especialmente por ser un auténtico déja vù de su padre cuando era pequeño.
La princesa Charlotte, protagonista con su adorable reacción en su primer saludo desde el balcón de palacio
Creen algunos que alcanzar un sueño significa satisfacer un deseo
imposible o llegar a una meta que siempre parece alejarse y para
conseguir este propósito los más osados están dispuestos a cualquier
heroísmo o villanía; en cambio, otros piensan que alcanzar un sueño solo
significa dormir y los más simples se limitan a contar ovejas con la
luz apagada.
Dormir parece una empresa muy poco arriesgada, pero puede
que el insomne con los ojos abiertos en la oscuridad se vea obligado
también a realizar grandes hazañas imaginarias, que no desmerecen a las
que realizan en la práctica los héroes o los villanos para conquistar un
ideal
. Con la cabeza en la almohada cada insomne afronta con una
estrategia distinta la dura travesía de la noche
Unos se ponen nostálgicos y remontan el río de la memoria hasta la
infancia donde se sienten inexpugnables recreando el olor de aquel
desván, el sabor de la mermelada de la abuela, los juegos en las tardes
de verano, o el placer de las primeras caricias en la playa.
El nombre
olvidado de aquella niña impide conciliar el sueño y uno se da otra
vuelta en la cama para ver si encuentra su rostro al otro lado de la
oscuridad
. Recordar su nombre es toda una proeza. Otros insomnes se
ponen metafísicos y se entretienen tejiendo y destejiendo las múltiples
variaciones del azar que han conformado su vida; se preguntan qué habría
pasado si aquel determinado día hubiera estado en otro lugar y
comienzan a rehacer su destino a la medida de los deseos.
Otros se ponen
guerreros y convierten el insomnio en un baluarte para atacar a sus
enemigos o se erigen en héroes galácticos, en vengadores de la
injusticia, en artistas famosos, en creadores
. Otros se inventan una
gran historia de amor y en el momento en que la amada va a entregarse,
por fin se quedan dormidos.
Son hazañas que siempre suceden en la cama.
El
escritor ruso se veía a sí mismo como un científico que narraba
historias.
Un nuevo libro trata de relacionar su obra con el vuelo de
las mariposas.
Fue Franz Kafka
quien dijo aquello de que “en la ciencia uno intenta contarle a la gente
algo que nadie sabía hasta ese momento de manera en que pueda ser
comprendido por todos. Pero en la poesía sucede exactamente lo opuesto”.
Fue Franz Kafka
quien dijo aquello de que “en la ciencia uno intenta contarle a la gente
algo que nadie sabía hasta ese momento de manera en que pueda ser
comprendido por todos. Pero en la poesía sucede exactamente lo opuesto”.
Así, en principio, nada le interesaba menos a Kafka (más preocupado
por su singular poética que enseguida resulta universal) que, por
ejemplo, proponer alguna explicación biológica para lo que Gregor Samsa
descubre que le ha sucedido en la primera línea de La metamorfosis.
Es más: Kafka dejó instrucciones —en una carta a su editor— para que esa criatura jamás fuese dibujada para ilustrar su libro.
Kafka quería que el lector supiese tan poco como Samsa sobre su nuevo cuerpo y apariencia.
A los profesionales de la bata blanca les atrae la posibilidad de hallar un orden secreto en el caos de lo creativo
Lo que el escritor checo promovía en su entendimiento del yin y yang
de lo científico y lo poético era, en realidad, una muestra más de un
conflicto tan antiguo como el mundo
. La idea es que el inexacto arte
escrito es lo que narra, mientras que las ciencias más o menos exactas
nos ayudan a contar.
Distraerse con uno y concentrarse con las otras
entonces.
Lo real y lo irreal, mejor cada uno por su lado y cada quien
en su sitio, y no agitar ni mezclar antes de su uso.
Al poco tiempo de que Kafka se negara a toda representación visual de
su Samsa metamorfoseado —en un mundo nuevo donde todo era ciencia—,
semejante prohibición probó ser irresistible de desobedecer para el
escritor Vladímir Nabokov,
quien concluyó sin dudarlo que se trataba de “un simple escarabajo
grande” mientras procedía a bosquejarlo en pizarras y apuntes para sus conferencias en la Cornell University, añadiendo que “Kafka construyó su lenguaje a partir de los términos del derecho y
de la ciencia, dándoles una suerte de precisión irónica donde no había
sitio para que se inmiscuyesen los sentimientos más íntimos del autor”.
En resumen: para Nabokov, Kafka era un científico que escribía y narraba historias.
Y Nabokov para Nabokov, también.
Gozoso padecedor del don/estigma de la sinestesia (el síndrome de ver
letras en colores), Nabokov definió “la textura del tiempo” de su Van
en Ada o el ardor a partir de los postulados de Martin Gardner en El universo ambidiestro, y dedicó buena parte de su tiempo al estudio de las mariposas de la subvariedad blue
.
Luego de años de observación, Nabokov tuvo la intuición de un posible
rumbo alternativo para las varias (y no única, como se creía)
migraciones de esta especie sudamericana
Los profesionales del asunto de por entonces se rieron del entregado amateur,
quien siempre dijo que, de no haber tenido lugar la revolución rusa,
jamás hubiese escrito una novela —y hubiera optado por perseguir y
alcanzar insectos—. Y restaron importancia a sus sketches de
alas y antenas.
Ahora estos dibujos, acompañados por estudios donde se
relaciona la mecánica del vuelo con la estructura novelesca en la obra
del autor, acaban de reunirse en el precioso volumen publicado por Yale
University Press, Fine Lines: Vladimir Nabokov’s Scientific Art (que viene a sumarse a los ya editados sobre el tema Nabokov’s Butterflies: Unpublished and Uncollected Writings y Nabokov’s Blues: The Scientific Odyssey of a Literary Genius).
Dibujados a lo largo y ancho de los moteles made in USA
en los que el hombre se alojaba junto a su red y sus alfileres
mientras, de paso, tomaba notas para una novela con nínfula mariposeante
de nombre Lolita.
El que, mucho tiempo después de muerto Nabokov, se haya probado
fehacientemente —más allá y por encima de lo opuesto y lo exacto— que él
estaba en lo cierto en cuanto a los movimientos de los colores de los
lepidópteros, no deja de ser un acto de justicia poética.
O, si se prefiere —da igual, por encima y más allá de lo opuesto y de lo exacto—, de justicia científica.
A los profesionales de bata les atrae la posibilidad de hallar algún
orden secreto en el caos de lo creativo.
Esta separación de campos y
polaridades es, por supuesto, más que engañosa y muy representativa de
nuestro presente.
Como bien avisó J. G. Ballard
—de formación psiquiátrica—, “en los últimos tiempos, la ciencia se
basa más y más no en la tradicional naturaleza de las ecuaciones, sino
en los términos inestables de las obsesiones de aquellos sujetos, todos
nosotros, para quienes se investiga.
Llevamos viviendo ya muchos años en
un inmenso laboratorio desbordante de máquinas que no es otra cosa que
una inmensa novela”.
Tal vez de ahí el que ahora se multipliquen los textos de divulgación
científica ocupándose de inspiraciones súbitas, impulsos narrativos y
ocurrencias impredecibles —después de siglos de soportar esas risas
operísticas del Fausto de turno entre truenos y rayos y probetas de
científicos locos, inventados por la literatura—.
Mal que le pese a
Kafka, circulan por ahí tesis que apuestan a que el estudio de su obra
permite explicar cómo la exposición a amenazas sirve para el aprendizaje
de una gramática artificial
. O algo así.
Y, claro, el autor de El proceso
no fue, ni es, ni será el único en haber sido analizado bajo
telescópicos microscopios.
Hay libros y tesis que se arriesgan a un
seguimiento desde el punto de vista astronómico (y alquímico y
astrológico) de Don Quijote; a hacer comulgar al críptico y encriptadoFinnegans Wake, de James Joyce, con la física cuántica; a sumar y restar alrededor de Borges; o que se valen de la prosa serpenteante de Marcel Proust
(quien aseguraba que “nadie nos entrega la verdad, sino que debemos
creerla por nosotros mismos”) para explicar que la descodificación y
ordenación de un puñado de signos escritos no está incluida en una
simple app del disco duro del hombre que se pueda
abrir sin más, sino que se trata de una suerte de más o menos azarosa
mutación que todo individuo debe desarrollar mediante el aprendizaje,
porque “nuestros cerebros nunca fueron cableados para la lectura o la
escritura”
. De ahí que a muchas personas les cueste mucho leer y
muchísimo escribir. O algo así.
Tras ellos, y en estampida, galopan y arrollan cada vez más todos esos estudios preapocalípticos (como los de Nicholas Carr
y Sven Birkerts) que advierten acerca de la erosión que Google &
Co. provoca en nuestras mentes, y de lo que en ellas sucede químicamente
cada vez que nos adentramos en un “Había una vez…”; los que no
titubean a la hora de reducir a todas las historias jamás imaginadas o
vividas por el ser humano a siete tramas básicas y que se repiten y
funden en diferentes combinaciones; los que se zambullen de cabeza, y
con los ojos bien abiertos, en un estudio evolutivo del cómo y por qué y
para qué contar historias.
Sobre esto trata On the Origin of Stories: Evolution, Cognition and Fiction, un denso pero muy divertido ensayo firmado por Brian Boyd, biógrafo
obsesivo y máxima autoridad en la vida y obra de Vladímir Nabokov, quien
defiende —por oposición y exactitud, con sentimiento y frialdad,
fundiendo tonalidades— que, además de mariposas en el estómago, también,
al mismo tiempo, se pueden tener mariposas en el cerebro.
O un simple escarabajo grande.
Michelle Jenner es una de esas chicas que gustan tanto, que siempre se piensa que andan con el hombre equivocado.
Michelle Jenner lleva delante de nosotros toda su vida, de forma casi
literal. Fue una bebé prodigio. A los dos años anunció flotadores, a
los seis se inició en el doblaje y a los doce prestó su voz al Giosuè de
La vida es bella. Martine, su madre francesa, fue artista de music hall y su padre Miguel Ángel era actor de doblaje. Lo suyo no había sido de pura chiripa. Acaba de estrenar cuatro películas en tres meses, una marca de otra época. En Nuestros amantes,
la comedia romántica de Miguel Ángel Lamata, es Irene, una joven de
Teruel . Ese detalle señala otro pequeño hito. Aún es más raro tropezarse
con alguien de Teruel en la ficción que en la realidad, que ya es
decir. Cuando ella lo suelta en una escena, creí que no había oído bien. No conozco a nadie que haya trabajado con ella que le encuentre una
sola pega, algo que todavía es más extraño que lo de Teruel. Michelle rompe el estereotipo de actriz neurótica, caprichosa y más pesada que un abanico de tablas. Ha interpretado personajes pegadizos: la Sara de Los hombres de Paco o la reina Isabel. Pero ella desafía la sombra de cualquier papel. Hace ocho años, cuando tenía 21, la entrevisté, hablamos de religión y
dijo: “¿Por qué a los curas se les prohíbe hacer el amor si resulta que
Jesucristo no hacía más que dar y predicar amor?” El circo nacional va
sobrado de gente siniestra y es un alivio desviar la mirada hacia un ser
que despide semejante alegría. Michelle es una de esas chicas que
gustan tanto, que siempre se piensa que andan con el hombre equivocado.