El escritor ruso se veía a sí mismo como un científico que narraba historias.
Un nuevo libro trata de relacionar su obra con el vuelo de las mariposas.
Fue Franz Kafka
quien dijo aquello de que “en la ciencia uno intenta contarle a la gente
algo que nadie sabía hasta ese momento de manera en que pueda ser
comprendido por todos. Pero en la poesía sucede exactamente lo opuesto”.
Así, en principio, nada le interesaba menos a Kafka (más preocupado por su singular poética que enseguida resulta universal) que, por ejemplo, proponer alguna explicación biológica para lo que Gregor Samsa descubre que le ha sucedido en la primera línea de La metamorfosis.
Es más: Kafka dejó instrucciones —en una carta a su editor— para que esa criatura jamás fuese dibujada para ilustrar su libro.
Kafka quería que el lector supiese tan poco como Samsa sobre su nuevo cuerpo y apariencia.
Lo que el escritor checo promovía en su entendimiento del yin y yang
de lo científico y lo poético era, en realidad, una muestra más de un
conflicto tan antiguo como el mundo
. La idea es que el inexacto arte escrito es lo que narra, mientras que las ciencias más o menos exactas nos ayudan a contar.
Distraerse con uno y concentrarse con las otras entonces.
Lo real y lo irreal, mejor cada uno por su lado y cada quien en su sitio, y no agitar ni mezclar antes de su uso.
Al poco tiempo de que Kafka se negara a toda representación visual de su Samsa metamorfoseado —en un mundo nuevo donde todo era ciencia—, semejante prohibición probó ser irresistible de desobedecer para el escritor Vladímir Nabokov, quien concluyó sin dudarlo que se trataba de “un simple escarabajo grande” mientras procedía a bosquejarlo en pizarras y apuntes para sus conferencias en la Cornell University, añadiendo que “Kafka construyó su lenguaje a partir de los términos del derecho y de la ciencia, dándoles una suerte de precisión irónica donde no había sitio para que se inmiscuyesen los sentimientos más íntimos del autor”.
En resumen: para Nabokov, Kafka era un científico que escribía y narraba historias.
Y Nabokov para Nabokov, también.
Gozoso padecedor del don/estigma de la sinestesia (el síndrome de ver
letras en colores), Nabokov definió “la textura del tiempo” de su Van
en Ada o el ardor a partir de los postulados de Martin Gardner en El universo ambidiestro, y dedicó buena parte de su tiempo al estudio de las mariposas de la subvariedad blue
Así, en principio, nada le interesaba menos a Kafka (más preocupado por su singular poética que enseguida resulta universal) que, por ejemplo, proponer alguna explicación biológica para lo que Gregor Samsa descubre que le ha sucedido en la primera línea de La metamorfosis.
Es más: Kafka dejó instrucciones —en una carta a su editor— para que esa criatura jamás fuese dibujada para ilustrar su libro.
Kafka quería que el lector supiese tan poco como Samsa sobre su nuevo cuerpo y apariencia.
A los profesionales de la bata blanca les atrae la posibilidad de hallar un orden secreto en el caos de lo creativo
. La idea es que el inexacto arte escrito es lo que narra, mientras que las ciencias más o menos exactas nos ayudan a contar.
Distraerse con uno y concentrarse con las otras entonces.
Lo real y lo irreal, mejor cada uno por su lado y cada quien en su sitio, y no agitar ni mezclar antes de su uso.
Al poco tiempo de que Kafka se negara a toda representación visual de su Samsa metamorfoseado —en un mundo nuevo donde todo era ciencia—, semejante prohibición probó ser irresistible de desobedecer para el escritor Vladímir Nabokov, quien concluyó sin dudarlo que se trataba de “un simple escarabajo grande” mientras procedía a bosquejarlo en pizarras y apuntes para sus conferencias en la Cornell University, añadiendo que “Kafka construyó su lenguaje a partir de los términos del derecho y de la ciencia, dándoles una suerte de precisión irónica donde no había sitio para que se inmiscuyesen los sentimientos más íntimos del autor”.
En resumen: para Nabokov, Kafka era un científico que escribía y narraba historias.
Y Nabokov para Nabokov, también.
.
Luego de años de observación, Nabokov tuvo la intuición de un posible
rumbo alternativo para las varias (y no única, como se creía)
migraciones de esta especie sudamericana
Los profesionales del asunto de por entonces se rieron del entregado amateur,
quien siempre dijo que, de no haber tenido lugar la revolución rusa,
jamás hubiese escrito una novela —y hubiera optado por perseguir y
alcanzar insectos—. Y restaron importancia a sus sketches de
alas y antenas.
Ahora estos dibujos, acompañados por estudios donde se
relaciona la mecánica del vuelo con la estructura novelesca en la obra
del autor, acaban de reunirse en el precioso volumen publicado por Yale
University Press, Fine Lines: Vladimir Nabokov’s Scientific Art (que viene a sumarse a los ya editados sobre el tema Nabokov’s Butterflies: Unpublished and Uncollected Writings y Nabokov’s Blues: The Scientific Odyssey of a Literary Genius).
Dibujados a lo largo y ancho de los moteles made in USA
en los que el hombre se alojaba junto a su red y sus alfileres
mientras, de paso, tomaba notas para una novela con nínfula mariposeante
de nombre Lolita.
El que, mucho tiempo después de muerto Nabokov, se haya probado
fehacientemente —más allá y por encima de lo opuesto y lo exacto— que él
estaba en lo cierto en cuanto a los movimientos de los colores de los
lepidópteros, no deja de ser un acto de justicia poética.
O, si se prefiere —da igual, por encima y más allá de lo opuesto y de lo exacto—, de justicia científica.
A los profesionales de bata les atrae la posibilidad de hallar algún orden secreto en el caos de lo creativo.
Esta separación de campos y polaridades es, por supuesto, más que engañosa y muy representativa de nuestro presente.
Como bien avisó J. G. Ballard —de formación psiquiátrica—, “en los últimos tiempos, la ciencia se basa más y más no en la tradicional naturaleza de las ecuaciones, sino en los términos inestables de las obsesiones de aquellos sujetos, todos nosotros, para quienes se investiga.
Llevamos viviendo ya muchos años en un inmenso laboratorio desbordante de máquinas que no es otra cosa que una inmensa novela”.
Tal vez de ahí el que ahora se multipliquen los textos de divulgación científica ocupándose de inspiraciones súbitas, impulsos narrativos y ocurrencias impredecibles —después de siglos de soportar esas risas operísticas del Fausto de turno entre truenos y rayos y probetas de científicos locos, inventados por la literatura—.
Mal que le pese a Kafka, circulan por ahí tesis que apuestan a que el estudio de su obra permite explicar cómo la exposición a amenazas sirve para el aprendizaje de una gramática artificial
. O algo así.
Y, claro, el autor de El proceso no fue, ni es, ni será el único en haber sido analizado bajo telescópicos microscopios.
Hay libros y tesis que se arriesgan a un seguimiento desde el punto de vista astronómico (y alquímico y astrológico) de Don Quijote; a hacer comulgar al críptico y encriptado Finnegans Wake, de James Joyce, con la física cuántica; a sumar y restar alrededor de Borges; o que se valen de la prosa serpenteante de Marcel Proust (quien aseguraba que “nadie nos entrega la verdad, sino que debemos creerla por nosotros mismos”) para explicar que la descodificación y ordenación de un puñado de signos escritos no está incluida en una simple app del disco duro del hombre que se pueda abrir sin más, sino que se trata de una suerte de más o menos azarosa mutación que todo individuo debe desarrollar mediante el aprendizaje, porque “nuestros cerebros nunca fueron cableados para la lectura o la escritura”
. De ahí que a muchas personas les cueste mucho leer y muchísimo escribir. O algo así.
Tras ellos, y en estampida, galopan y arrollan cada vez más todos esos estudios preapocalípticos (como los de Nicholas Carr y Sven Birkerts) que advierten acerca de la erosión que Google & Co. provoca en nuestras mentes, y de lo que en ellas sucede químicamente cada vez que nos adentramos en un “Había una vez…”; los que no titubean a la hora de reducir a todas las historias jamás imaginadas o vividas por el ser humano a siete tramas básicas y que se repiten y funden en diferentes combinaciones; los que se zambullen de cabeza, y con los ojos bien abiertos, en un estudio evolutivo del cómo y por qué y para qué contar historias.
A los profesionales de bata les atrae la posibilidad de hallar algún orden secreto en el caos de lo creativo.
Esta separación de campos y polaridades es, por supuesto, más que engañosa y muy representativa de nuestro presente.
Como bien avisó J. G. Ballard —de formación psiquiátrica—, “en los últimos tiempos, la ciencia se basa más y más no en la tradicional naturaleza de las ecuaciones, sino en los términos inestables de las obsesiones de aquellos sujetos, todos nosotros, para quienes se investiga.
Llevamos viviendo ya muchos años en un inmenso laboratorio desbordante de máquinas que no es otra cosa que una inmensa novela”.
Tal vez de ahí el que ahora se multipliquen los textos de divulgación científica ocupándose de inspiraciones súbitas, impulsos narrativos y ocurrencias impredecibles —después de siglos de soportar esas risas operísticas del Fausto de turno entre truenos y rayos y probetas de científicos locos, inventados por la literatura—.
Mal que le pese a Kafka, circulan por ahí tesis que apuestan a que el estudio de su obra permite explicar cómo la exposición a amenazas sirve para el aprendizaje de una gramática artificial
. O algo así.
Y, claro, el autor de El proceso no fue, ni es, ni será el único en haber sido analizado bajo telescópicos microscopios.
Hay libros y tesis que se arriesgan a un seguimiento desde el punto de vista astronómico (y alquímico y astrológico) de Don Quijote; a hacer comulgar al críptico y encriptado Finnegans Wake, de James Joyce, con la física cuántica; a sumar y restar alrededor de Borges; o que se valen de la prosa serpenteante de Marcel Proust (quien aseguraba que “nadie nos entrega la verdad, sino que debemos creerla por nosotros mismos”) para explicar que la descodificación y ordenación de un puñado de signos escritos no está incluida en una simple app del disco duro del hombre que se pueda abrir sin más, sino que se trata de una suerte de más o menos azarosa mutación que todo individuo debe desarrollar mediante el aprendizaje, porque “nuestros cerebros nunca fueron cableados para la lectura o la escritura”
. De ahí que a muchas personas les cueste mucho leer y muchísimo escribir. O algo así.
Tras ellos, y en estampida, galopan y arrollan cada vez más todos esos estudios preapocalípticos (como los de Nicholas Carr y Sven Birkerts) que advierten acerca de la erosión que Google & Co. provoca en nuestras mentes, y de lo que en ellas sucede químicamente cada vez que nos adentramos en un “Había una vez…”; los que no titubean a la hora de reducir a todas las historias jamás imaginadas o vividas por el ser humano a siete tramas básicas y que se repiten y funden en diferentes combinaciones; los que se zambullen de cabeza, y con los ojos bien abiertos, en un estudio evolutivo del cómo y por qué y para qué contar historias.
Sobre esto trata On the Origin of Stories: Evolution, Cognition and Fiction, un denso pero muy divertido ensayo firmado por Brian Boyd, biógrafo
obsesivo y máxima autoridad en la vida y obra de Vladímir Nabokov, quien
defiende —por oposición y exactitud, con sentimiento y frialdad,
fundiendo tonalidades— que, además de mariposas en el estómago, también,
al mismo tiempo, se pueden tener mariposas en el cerebro.
O un simple escarabajo grande.
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