Eduardo Mendoza sacude las convenciones del escritor moderno y los planes de fomento de la lectura para reivindicar las humanidades “porque sí”.
Para mi Eduardo mendoza tiene muchas connotaciones desde La Verdad sobre el caso Savolta que fue lo primero que leí suyo al llegar a vivir a Barcelona o El misterio de la Cripta Embrujada, es decir sus libros me gustan.
En cada encuentro que rehuye, ese escritor siglo XXI, despeja bolos que dejan poco beneficio y desgrana ocurrencias a tanto la sesión.Pero tarde o temprano tiene que enfrentarse casi siempre a dos molinos: “El de la necesidad de fomentar la lectura entre los jóvenes y el de impartir talleres”, comentaba un Mendoza impertérrito, sereno y provocador.
“Al primero siempre me niego por varias razones: primero porque es una actitud un poco mendicante. A mí me da lo mismo que la gente lea o no lea y si no lo han hecho hasta ahora no van a empezar porque yo se lo recomiende. Además, la mayoría de libros que nos rodean no sirven para nada. Son una birria”.
El segundo molino, resulta cada vez más temible para el escritor moderno. “El de los talleres. Este es un fenómeno reciente que cobra importancia capital en el terreno de la literatura”
. Pero peligroso y contraproducente, a juicio de la afilada sorna de Mendoza: “Sustituye en muchos casos al libro mismo.
Porque el tiempo que las personas que acuden emplean para leer, lo sustituyen en ese caso por escribir su propio libro”.
Un bucle letal, pues. “Producen un efecto perjudicial, equivocado”. Un boomerang insolente y envenenado que un buen día decidió resolver a lo grande:
“Propuse en un taller que los alumnos me escribieran una composición libre, pero en endecasílabos. Tuve que salir escoltado por la policía.
A mi juicio, perdieron una experiencia única”, comentaba.
“Yo no he escrito jamás poesía, pero la he traducido. El ejercicio complicado de enfrentarte a versos