Todas
mis historias se basan en la premisa fundamental de que las leyes,
intereses y emociones comunes de los seres humanos no tienen validez ni
significación en la amplitud del vasto cosmos. (…) Uno debe olvidar que
cosas como la vida orgánica, el amor y el odio, y todos los demás
atributos locales de una insignificante y efímera raza llamada
humanidad, existen en absoluto.
H. P. Lovecraft
creía que su obra sería olvidada después de su muerte, aunque su
predicción era menos un producto de la modestia que de un desánimo bien
fundado en la realidad de ser un escritor asociado a determinados
géneros que en su tiempo apenas eran tomados en serio más allá de las
revistas para un mercado juvenil. Su pesimismo apenas sorprende, pues
durante sus últimos años hizo frente a crecientes dificultades
económicas, unidas a una actitud ambigua y refractaria hacia el mundo
editorial.
Pero se equivocó. Su repercusión e influencia sobre el género
del terror creció en mayor medida de lo que él mismo hubiese podido
suponer. Eso sí, también le hubiese sorprendido saber que muchos de sus
póstumos seguidores han publicitado una idea equivocada de su obra, o
más bien de los principios en los que Lovecraft, de manera explícita, se
basó para componerla.
Porque aquellos principios se vuelven más
actuales conforme transcurre el tiempo: escritor del siglo XX con un
estilo decimonónico, que se consideraba a sí mismo heredero de tiempos
incluso más antiguos, pero que, de manera paradójica, podría encajar en
lo que resta del siglo XXI más que en ninguna otra época.
En
la cosmología de la tradición occidental, en gran parte de origen
cristiano y judaico, el concepto de «bien» no requiere un significado.
El bien se explica por sí mismo; lo bueno y la bondad son atributos
inherentes a Dios, puesto que Él es amor infinito, misericordia sin
límites.
El hombre busca el bien, lo anhela, lo convierte en la
finalidad de su vida, pero no necesita darle una explicación. El bien es
el statu quo, es la esencia de todo, es lo que imperaba en el
momento de la creación. Es mal, por contra, sí debe ser explicado porque
constituye una anomalía. Mientras que en algunas religiones orientales
el universo es dual y el mal es tan contingente a la existencia como lo
es el bien, en el pensamiento cristiano todo mal es una aberración.
El mal parece incompatible con Dios,
así que al cristianismo no le basta con dar cuenta del mal en términos
de pecado —lo cual sí entronca con conceptos como el karma—
sino también ofrecer cuenta de su origen más allá de los actos de cada
individuo.
Dicho de otro modo; si el mal fuese únicamente producto del
pecado, si Adán y Eva hubiesen creado el mal por sí mismos, la relación
entre un Dios bondadoso y la raza humana resultaría incomprensible. Se
precisa un tercer agente, la serpiente, que es la que provoca el mal;
inducir al ser humano al pecado es atraerlo hacia el mal, que permanece
como una fuerza externa.
Es verdad que, en esencia, la serpiente del
Génesis podría representar el libre albedrío pues el ser humano tiene la
capacidad de elegir porque Dios, en un acto de amor, le ha concedido la
libertad.
Sin embargo, esta idea era difícil de asimilar para los
creyentes cristianos más analíticos porque implicaba que la libertad
humana es per se la causa del mal, y siendo la libertad un regalo
paterno de Dios para el hombre, sería Dios la causa del mal.
Irresoluble esta paradoja desde la lógica, el cristianismo optó por
distraerla, desviando la culpa hacia un agente externo. Una
representación ontológica del mal, Satanás, resultaba conveniente. Dios
le concedió también el libre albedrío, pero Satanás fue un proyecto
fallido, porque de manera voluntaria y consciente dio la espalda a Dios.
El hombre, en cambio, peca como efecto de un engaño. La serpiente del
Génesis deja de ser metafórica para convertirse en una fuerza con
entidad propia, que desde la proverbial manzana hasta nuestros días se
ha encargado de tentar a la humanidad; incluyendo, según los Evangelios,
al propio Jesucristo.
Así, el mal como concepto se transforma en el Mal, con mayúscula, que es una entidad viva, consciente, poderosa e inmortal.