Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

12 mar 2016

Lovecraft: el mal no existe.................................................... E.J. Rodríguez

Howard Phillips Lovecraft. Foto: DP.
Howard Phillips Lovecraft. Foto: DP.
Todas mis historias se basan en la premisa fundamental de que las leyes, intereses y emociones comunes de los seres humanos no tienen validez ni significación en la amplitud del vasto cosmos. (…) Uno debe olvidar que cosas como la vida orgánica, el amor y el odio, y todos los demás atributos locales de una insignificante y efímera raza llamada humanidad, existen en absoluto.
H. P. Lovecraft creía que su obra sería olvidada después de su muerte, aunque su predicción era menos un producto de la modestia que de un desánimo bien fundado en la realidad de ser un escritor asociado a determinados géneros que en su tiempo apenas eran tomados en serio más allá de las revistas para un mercado juvenil. Su pesimismo apenas sorprende, pues durante sus últimos años hizo frente a crecientes dificultades económicas, unidas a una actitud ambigua y refractaria hacia el mundo editorial.
 Pero se equivocó. Su repercusión e influencia sobre el género del terror creció en mayor medida de lo que él mismo hubiese podido suponer. Eso sí, también le hubiese sorprendido saber que muchos de sus póstumos seguidores han publicitado una idea equivocada de su obra, o más bien de los principios en los que Lovecraft, de manera explícita, se basó para componerla. 
Porque aquellos principios se vuelven más actuales conforme transcurre el tiempo: escritor del siglo XX con un estilo decimonónico, que se consideraba a sí mismo heredero de tiempos incluso más antiguos, pero que, de manera paradójica, podría encajar en lo que resta del siglo XXI más que en ninguna otra época.
En la cosmología de la tradición occidental, en gran parte de origen cristiano y judaico, el concepto de «bien» no requiere un significado. El bien se explica por sí mismo; lo bueno y la bondad son atributos inherentes a Dios, puesto que Él es amor infinito, misericordia sin límites.
 El hombre busca el bien, lo anhela, lo convierte en la finalidad de su vida, pero no necesita darle una explicación. El bien es el statu quo, es la esencia de todo, es lo que imperaba en el momento de la creación. Es mal, por contra, sí debe ser explicado porque constituye una anomalía. Mientras que en algunas religiones orientales el universo es dual y el mal es tan contingente a la existencia como lo es el bien, en el pensamiento cristiano todo mal es una aberración.
 El mal parece incompatible con Dios, así que al cristianismo no le basta con dar cuenta del mal en términos de pecado —lo cual sí entronca con conceptos como el karma sino también ofrecer cuenta de su origen más allá de los actos de cada individuo.
 Dicho de otro modo; si el mal fuese únicamente producto del pecado, si Adán y Eva hubiesen creado el mal por sí mismos, la relación entre un Dios bondadoso y la raza humana resultaría incomprensible. Se precisa un tercer agente, la serpiente, que es la que provoca el mal; inducir al ser humano al pecado es atraerlo hacia el mal, que permanece como una fuerza externa.
 Es verdad que, en esencia, la serpiente del Génesis podría representar el libre albedrío pues el ser humano tiene la capacidad de elegir porque Dios, en un acto de amor, le ha concedido la libertad. 
Sin embargo, esta idea era difícil de asimilar para los creyentes cristianos más analíticos porque implicaba que la libertad humana es per se la causa del mal, y siendo la libertad un regalo paterno de Dios para el hombre, sería Dios la causa del mal.
 Irresoluble esta paradoja desde la lógica, el cristianismo optó por distraerla, desviando la culpa hacia un agente externo. Una representación ontológica del mal, Satanás, resultaba conveniente. Dios le concedió también el libre albedrío, pero Satanás fue un proyecto fallido, porque de manera voluntaria y consciente dio la espalda a Dios.
 El hombre, en cambio, peca como efecto de un engaño. La serpiente del Génesis deja de ser metafórica para convertirse en una fuerza con entidad propia, que desde la proverbial manzana hasta nuestros días se ha encargado de tentar a la humanidad; incluyendo, según los Evangelios, al propio Jesucristo
Así, el mal como concepto se transforma en el Mal, con mayúscula, que es una entidad viva, consciente, poderosa e inmortal.

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