El crítico de cine de EL PAÍS repasa las películas que optan al premio al mejor filme.
El crítico de cine de EL PAÍS repasa las nominadas a mejor película. Le han gustado Marte y El puente de los espías, destaca la realidad tenebrosa de la que hablan La gran apuesta y Spotlight. De El renacido dice que es "hermosísima, pero nada más". La que sobresale por encima de todas ellas, en opinión de Carlos Boyero, es Carol. Considera que se ha hecho injusticia por no estar entre las que optan a ese premio. "No entiendo esos criterios", concluye.
Musa de
Claude Chabrol y Michael Haneke, la actriz francesa es desde hace
décadas una de las voces más rotundas de la interpretación europea.
El encuentro tiene lugar en el Luxemburgo más profundo, en una
pequeña ciudad de pasado industrial situada en medio de frondosos valles
de un verde amarillento
. Isabelle Huppert se encuentra en el interior
de una fábrica abandonada junto a las vías del tren, que sirve de
escenario a la película que está rodando, Souvenirs.
En ella
interpreta a una cantante que, en un tiempo ya lejano, representó a su
país en Eurovisión.
La actriz recibe al visitante en un pequeño
camerino, recostada en un sofá sobre el que ha colocado la bandeja del
almuerzo, que terminará quedándose frío, además de sus lecturas del
momento: un par de guiones de título ilegible y la última novela de
Laurent Binet.
( Isabelle Huppert ya se ha retocado su cara y no sonlas facciones de aquella actriz que represento a La Encajera).
“Las mujeres son más misóginas, quizá por su miedo a envejecer(”Eso se te nota mucho.)
Su fama de mujer arisca e incluso intratable, propagada con ecos ligeramente misóginos, resulta injusta al descubrir a una mujer perfectamente educada y, a ratos, incluso generosa.
Huppert
sí mantiene, pese a todo, su apego por una marcada distancia prudencial
respecto a su interlocutor – comprensible, después de todo, frente a un
desconocido–, como si se protegiera detrás de un perímetro de seguridad
invisible.
Tal vez por eso la han tildado ad nauseam de
reservada, sigilosa y gélida, resguardada por un código secreto tan
difícil de descifrar como esas cajas fuertes que vendía su padre en la
periferia burguesa de París.
Tras 40 años de carrera, Huppert se ha convertido en una de las
grandes actrices del continente europeo, delineando una carrera que la
ha vinculado a los mejores cineastas del planeta –como Claude Chabrol,
Michael Cimino, Jean-Luc Godard, Bertrand Tavernier, Benoît Jacquot,
Marco Ferreri, Michael Haneke, Claire Denis o Hong Sang-soo–, a lo largo de la que ha interpretado variantes de un mismo personaje con el que comparte un rostro pálido y pecoso, en el que se mezclan la dureza y la fragilidad, la melancolía y la perplejidad.
El encuentro tiene lugar en el Luxemburgo más profundo, en una
pequeña ciudad de pasado industrial situada en medio de frondosos valles
de un verde amarillento. Isabelle Huppert se encuentra en el interior
de una fábrica abandonada junto a las vías del tren, que sirve de
escenario a la película que está rodando, Souvenirs. En ella
interpreta a una cantante que, en un tiempo ya lejano, representó a su
país en Eurovisión. La actriz recibe al visitante en un pequeño
camerino, recostada en un sofá sobre el que ha colocado la bandeja del
almuerzo, que terminará quedándose frío, además de sus lecturas del
momento: un par de guiones de título ilegible y la última novela de
Laurent Binet.
“Las mujeres son más misóginas, quizá por su miedo a envejecer”
Su fama de mujer arisca e incluso intratable,
propagada con ecos ligeramente misóginos, resulta injusta al descubrir a
una mujer perfectamente educada y, a ratos, incluso generosa. Huppert
sí mantiene, pese a todo, su apego por una marcada distancia prudencial
respecto a su interlocutor – comprensible, después de todo, frente a un
desconocido–, como si se protegiera detrás de un perímetro de seguridad
invisible. Tal vez por eso la han tildado ad nauseam de
reservada, sigilosa y gélida, resguardada por un código secreto tan
difícil de descifrar como esas cajas fuertes que vendía su padre en la
periferia burguesa de París.
Tras 40 años de carrera, Huppert se ha convertido en una de las
grandes actrices del continente europeo, delineando una carrera que la
ha vinculado a los mejores cineastas del planeta –como Claude Chabrol,
Michael Cimino, Jean-Luc Godard, Bertrand Tavernier, Benoît Jacquot,
Marco Ferreri, Michael Haneke, Claire Denis o Hong Sang-soo–, a lo largo de la que ha interpretado variantes de un mismo personaje con el que comparte un rostro pálido y pecoso, en el que se mezclan la dureza y la fragilidad, la melancolía y la perplejidad.
Erigida en ejemplo de rigor interpretativo y modernidad perdurable,
la actriz inicia ahora el que podría ser su mejor año, aunque el tópico
le haga arrugar el rictus.
Tras protagonizar una renovada versión de La religiosa, que ya llevó al cine el fallecido Jacques Rivette, tiene a punto de estreno El amor es más fuerte que las bombas,
del noruego Joachim Trier, nuevo adalid del cine de autor europeo,
donde interpreta a una fotógrafa de guerra.
Acaba de presentar L’avenir en la Berlinale, a las órdenes de la joven cineasta Mia Hansen-Løve, y tiene un papel estelar en Elle,
lo nuevo de Paul Verhoeven, que podría estrenarse en el Festival de
Cannes.
A mediados de marzo regresará al teatro para convertirse en
Fedra en el Odéon parisiense, con el director polaco Krzysztof
Warlikowski.
Y, tras reunirse con Gérard Depardieu en Madame Hyde, protagonizará la nueva película de su adorado Haneke, Happy end, con la crisis de los refugiados como telón de fondo.
Cuando le preguntan en qué se parecen sus personajes, suele
responder: “Me tienen en común a mí”. ¿Lo que está diciendo es que
interpreta a pequeñas variaciones de sí misma? ¿Cómo que
pequeñas? Espero que sean grandes… [sonríe]. Siempre he tenido una
convicción: no interpreto a personajes, sino a personas.
Y resulta
evidente que todos tienen mi cara, con todo lo que eso implica.
Interpretar no puede consistir en imitar o en someterse a una
transformación física.
Para mí, interpretar significa encarnar.
Isabelle Huppert
Nació en París en 1953, en una familia burguesa de cinco hermanos
.
Licenciada en ruso, cursó estudios en el Instituto Nacional de Lenguas y
Civilizaciones Orientales en París, mientras estudiaba en el
Conservatorio Nacional.
Desde finales de los setenta, trabajó junto a
directores como Claude Sautet, Bertrand Tavernier, Maurice Pialat o
Benoît Jacquot, antes de convertirse en la actriz fetiche de Claude
Chabrol y, más tarde, de Michael Haneke. En el cine anglosajón, ha
rodado con Otto Preminger, Joseph Losey, Michael Cimino, Hal Hartley y
David O. Russell, entre otros.
En el teatro, ha actuado a las órdenes de
Bob Wilson, Yasmina Reza, Luc Bondy o Peter Zadek. Tiene un Premio
César (sobre 14 nominaciones) y ha ganado dos veces el premio a la mejor
actriz en Cannes, tres en Venecia y una en Berlín.
¿Le molesta que el público la confunda con sus personajes,
que la tomen por esas mujeres ariscas y desequilibradas de sus
películas? Me parece inevitable que sea así.
No me molesta,
porque la gente que me conoce bien sabe que no soy como ellas.
Siempre
digo que es como vivir en dos mundos distintos, aunque no me resulte
esquizofrénico.
Le concederé que tiendo a subestimar hasta qué punto esa
confusión condiciona mis relaciones con los demás.
Cada vez que conozco
a alguien, me toma por una persona que no soy.
Mi relación con los
demás se fundamenta en esa incomprensión.
Pero le confieso que, en el
fondo, no me resulta desagradable del todo.
Es algo que crea una
pantalla, una especie de protección.
La acabamos de ver interpretando a una monja en La religiosa. Es sorprendente descubrirla con el hábito…
A mí también me pareció curioso. El hábito hace que solo se vea tu
cara, como si el resto de tu cuerpo no existiera.
Cuando me observé por
primera vez, solo veía mi boca y mis ojos.
Puedo decir que me impresionó
mucho más lo estético que lo espiritual… [sonríe].
Pero también diría
que para el mismo Diderot, que escribió la obra en la que se basa la
película, la espiritualidad de ese personaje no era demasiado
importante.
Lo era menos, en todo caso, que su anhelo por los placeres
carnales… Es el tipo de papel que las actrices de cierta categoría
prefieren rechazar. Interpreta a una madre superiora que se mete en la
cama de una menor. Y, por si fuera poco, se trata de un secundario que
no llega hasta el final de la película… No tuve la sensación de
meterme en un terreno especialmente resbaladizo.
La novela fue
publicada en 1756 y, si estuvo prohibida durante tanto tiempo, como lo
estaría después la película de Rivette, es solo porque el autor presenta
esa situación con una normalidad sorprendente.
Mi personaje ordena a
esa novicia que la bese en la boca, pero lo hace con el mismo tono que
si le dijera:
“¿Te apetece un helado de vainilla?”. No es una
depredadora, sino alguien que no sabe controlar sus pulsiones y
sentimientos, y eso es lo que la debilita.
Eso es lo que más me
interesó.
A su entender, ¿los sentimientos nos debilitan? No,
los sentimientos nos hacen humanos.
No tengo nada en contra de los
sentimientos, pero sí del sentimentalismo.
En general, me gusta que las
cosas sean un poco más contundentes, un poco más radicales…
“Resulta innegable que la cultura francesa ya no es hegemónica”
Eso es lo que le decía ahora. Parece que lo único que le
interesa es afrontar esos retos a los que la mayoría de actrices se
resisten… Es que, si no hay un poco de transgresión, no sé si
merece la pena ejercer este oficio.
Yo hago cine y teatro para provocar
un cuestionamiento.
Escoger lo que escojo no es algo inconsciente, sino
plenamente racional.
Como intérprete, me parece lo mínimo que uno puede
exigirse a sí mismo.
Yo me lo tomo prácticamente como una obligación. ¿Esa voluntad de transgresión no produce un desgaste?
No, a mí el cine no me provoca ningún desgaste, aunque soy consciente de
que tal vez sea así para mis espectadores… [sonríe].
Supongo que lo
pasaría peor si trabajara en películas en las que la sensualidad
estuviera más presente, pero nunca he tomado esa dirección.
Mi
transgresión ha sido únicamente cerebral, incluso cuando interpreté a
una prostituta con Jean-Luc Godard.
Por ejemplo, cuando rodé La pianista
con Michael Haneke no me sentí en peligro ni una sola vez.
Al revés,
estuve muy protegida por el director, porque suele dejar las partes más
contundentes fuera de plano.
El espectador siempre sale del cine con la
convicción de haber visto cosas espantosas, aunque en realidad no haya
visto nada de nada. Esa también es mi manera de trabajar.
¿Nunca ha tenido que marcar los límites a un director?
No, nunca me he visto enfrentada a nada de eso, pero supongo que es
porque siempre me he protegido.
A veces pienso en Maria Schneider, que
decía que su experiencia en El último tango en París la
destruyó
. Desde que era muy joven, he intentado no quemarme las alas de
esa manera. No sé si se ha fijado, pero es algo que sucede cada vez más a
menudo.
Hoy se le exige a todo intérprete que se entregue completamente
al proyecto e incluso que se deje en él gran parte de sí mismo.
Me
pregunto si, teniendo la edad de sus protagonistas, me hubiera atrevido a
rodar una película como La vida de Adèle. No sé si habría
tenido esa valentía.
No porque haya desnudos ni porque trate de
homosexualidad femenina, sino por lo mucho que las actrices se tuvieron
que dejar en ella.
Cuando le preguntan por qué escogió este oficio, responde con
una frase de Jerzy Grotowski: “La interpretación es algo misterioso que
tiene lugar entre uno mismo y algo superior”. ¿Se trata de una especie
de experiencia casi mística? Grotowski no está aquí para
aclarárnoslo, pero creo que no iba por ahí
. Para mí, esa frase no es una
llamada al misticismo, sino una forma de describir el misterio que
caracteriza a este oficio.
Sucede aquí y ahora, gracias a la combinación
efímera entre un intérprete, un director, la luz que te ilumina y el
movimiento de una cámara.
Muchas veces, aspirar a repetir una buena toma
es igual que querer
que se vuelva a producir un milagro
. Las condiciones que provocaron que
fuera mágica no suelen volverse a repetir.
¿Y eso es motivo de frustración? Sí, es algo que me
resulta fatigoso, cada vez más. Intentar alcanzar esa toma mágica puede
ser muy angustiante.
Muchas veces se produce una sola vez, y no más.
Además, interpretar es un ejercicio que requiere una concentración
permanente y te obliga a estar siempre al acecho.
Con los años, uno se
cansa más, pero también se siente más indiferente.
¿Qué cambia cuando un intérprete se convierte en una
estrella? ¿Se ve obligado a adoptar una actitud casi empresarial, a
gestionar su propia imagen y escoger estratégicamente sus papeles?
No me veo en absoluto como directiva de una empresa.
Esa sería una
manera muy estadounidense de ver el oficio.
Allí sí existe una eficacia
casi empresarial que no me parece especialmente agradable
. Es verdad que
me preocupa lo que los demás hagan con mi nombre y con mi imagen, igual
que a la mayoría de actores, pero me parece lo mínimo que uno puede
exigir
. No entiendo que ese interés por protegerse a uno mismo se
confunda con una voluntad de control férreo.
Me parece alucinante que se
me reproche algo así.
El fiscal usa sus primeras preguntas para exculpar a la Infanta Cristina
Pasados seis minutos de la una, el tribunal del caso Nóos ha llamado a sentarse en el banquillo a Iñaki Urdangarin.
El fiscal Pedro Horrach ha comenzado a interrogarle y ha usado sus
primeras preguntas para tratar de exculpar a la infanta Cristina.
Urdangarin ha reconocido que en Aizoon, empresa que compartía con su
esposa Cristina de Borbón, tenía empleados ficticios, de los que, según
su declaración, supo al iniciarse la investigación del caso Nóos.
"Nunca he sido comisionista de nada, absolutamente no", ha asegurado
Urdangarin.
"Supongo, no sé, no recuerdo", son las expresiones que más
está utilizando al hablar de los detalles de la gestión del Instituto
Nóos.
Durante la mañana de este viernes, Diego Torres ha terminado su
declaración tras 25 horas de interrogatorio.
Fernando J Pérez
15.00 SE CIERRA LA DUODÉCIMA SESIÓN DEL JUICIO DEL CASO NÓOS. El tribunal reanudará las declaraciones el próximo miércoles a las 9.15.
Tras su aparición en los Premios Goya, Isabel Preysler y Mario Vargas
Llosa se dejaron ver en la presentación del libro de Miguel Ángel
Fernández Ordóñez: 'Economistas, políticos y otros animales', un escrito
dedicado a Miguel Boyer y cuya presentación