Musa de Claude Chabrol y Michael Haneke, la actriz francesa es desde hace décadas una de las voces más rotundas de la interpretación europea.
. Isabelle Huppert se encuentra en el interior de una fábrica abandonada junto a las vías del tren, que sirve de escenario a la película que está rodando, Souvenirs.
En ella interpreta a una cantante que, en un tiempo ya lejano, representó a su país en Eurovisión.
La actriz recibe al visitante en un pequeño camerino, recostada en un sofá sobre el que ha colocado la bandeja del almuerzo, que terminará quedándose frío, además de sus lecturas del momento: un par de guiones de título ilegible y la última novela de Laurent Binet.
( Isabelle Huppert ya se ha retocado su cara y no sonlas facciones de aquella actriz que represento a La Encajera).
“Las mujeres son más misóginas, quizá por su miedo a envejecer(”Eso se te nota mucho.)
Huppert sí mantiene, pese a todo, su apego por una marcada distancia prudencial respecto a su interlocutor – comprensible, después de todo, frente a un desconocido–, como si se protegiera detrás de un perímetro de seguridad invisible.
Tal vez por eso la han tildado ad nauseam de reservada, sigilosa y gélida, resguardada por un código secreto tan difícil de descifrar como esas cajas fuertes que vendía su padre en la periferia burguesa de París.
Tras 40 años de carrera, Huppert se ha convertido en una de las grandes actrices del continente europeo, delineando una carrera que la ha vinculado a los mejores cineastas del planeta –como Claude Chabrol, Michael Cimino, Jean-Luc Godard, Bertrand Tavernier, Benoît Jacquot, Marco Ferreri, Michael Haneke, Claire Denis o Hong Sang-soo–, a lo largo de la que ha interpretado variantes de un mismo personaje con el que comparte un rostro pálido y pecoso, en el que se mezclan la dureza y la fragilidad, la melancolía y la perplejidad.
El encuentro tiene lugar en el Luxemburgo más profundo, en una
pequeña ciudad de pasado industrial situada en medio de frondosos valles
de un verde amarillento. Isabelle Huppert se encuentra en el interior
de una fábrica abandonada junto a las vías del tren, que sirve de
escenario a la película que está rodando, Souvenirs. En ella
interpreta a una cantante que, en un tiempo ya lejano, representó a su
país en Eurovisión. La actriz recibe al visitante en un pequeño
camerino, recostada en un sofá sobre el que ha colocado la bandeja del
almuerzo, que terminará quedándose frío, además de sus lecturas del
momento: un par de guiones de título ilegible y la última novela de
Laurent Binet.
Su fama de mujer arisca e incluso intratable,
propagada con ecos ligeramente misóginos, resulta injusta al descubrir a
una mujer perfectamente educada y, a ratos, incluso generosa. Huppert
sí mantiene, pese a todo, su apego por una marcada distancia prudencial
respecto a su interlocutor – comprensible, después de todo, frente a un
desconocido–, como si se protegiera detrás de un perímetro de seguridad
invisible. Tal vez por eso la han tildado ad nauseam de
reservada, sigilosa y gélida, resguardada por un código secreto tan
difícil de descifrar como esas cajas fuertes que vendía su padre en la
periferia burguesa de París.
Tras 40 años de carrera, Huppert se ha convertido en una de las grandes actrices del continente europeo, delineando una carrera que la ha vinculado a los mejores cineastas del planeta –como Claude Chabrol, Michael Cimino, Jean-Luc Godard, Bertrand Tavernier, Benoît Jacquot, Marco Ferreri, Michael Haneke, Claire Denis o Hong Sang-soo–, a lo largo de la que ha interpretado variantes de un mismo personaje con el que comparte un rostro pálido y pecoso, en el que se mezclan la dureza y la fragilidad, la melancolía y la perplejidad.
Erigida en ejemplo de rigor interpretativo y modernidad perdurable, la actriz inicia ahora el que podría ser su mejor año, aunque el tópico le haga arrugar el rictus.
Tras protagonizar una renovada versión de La religiosa, que ya llevó al cine el fallecido Jacques Rivette, tiene a punto de estreno El amor es más fuerte que las bombas, del noruego Joachim Trier, nuevo adalid del cine de autor europeo, donde interpreta a una fotógrafa de guerra.
Acaba de presentar L’avenir en la Berlinale, a las órdenes de la joven cineasta Mia Hansen-Løve, y tiene un papel estelar en Elle, lo nuevo de Paul Verhoeven, que podría estrenarse en el Festival de Cannes.
A mediados de marzo regresará al teatro para convertirse en Fedra en el Odéon parisiense, con el director polaco Krzysztof Warlikowski.
Y, tras reunirse con Gérard Depardieu en Madame Hyde, protagonizará la nueva película de su adorado Haneke, Happy end, con la crisis de los refugiados como telón de fondo.
“Las mujeres son más misóginas, quizá por su miedo a envejecer”
Tras 40 años de carrera, Huppert se ha convertido en una de las grandes actrices del continente europeo, delineando una carrera que la ha vinculado a los mejores cineastas del planeta –como Claude Chabrol, Michael Cimino, Jean-Luc Godard, Bertrand Tavernier, Benoît Jacquot, Marco Ferreri, Michael Haneke, Claire Denis o Hong Sang-soo–, a lo largo de la que ha interpretado variantes de un mismo personaje con el que comparte un rostro pálido y pecoso, en el que se mezclan la dureza y la fragilidad, la melancolía y la perplejidad.
Erigida en ejemplo de rigor interpretativo y modernidad perdurable, la actriz inicia ahora el que podría ser su mejor año, aunque el tópico le haga arrugar el rictus.
Tras protagonizar una renovada versión de La religiosa, que ya llevó al cine el fallecido Jacques Rivette, tiene a punto de estreno El amor es más fuerte que las bombas, del noruego Joachim Trier, nuevo adalid del cine de autor europeo, donde interpreta a una fotógrafa de guerra.
Acaba de presentar L’avenir en la Berlinale, a las órdenes de la joven cineasta Mia Hansen-Løve, y tiene un papel estelar en Elle, lo nuevo de Paul Verhoeven, que podría estrenarse en el Festival de Cannes.
A mediados de marzo regresará al teatro para convertirse en Fedra en el Odéon parisiense, con el director polaco Krzysztof Warlikowski.
Y, tras reunirse con Gérard Depardieu en Madame Hyde, protagonizará la nueva película de su adorado Haneke, Happy end, con la crisis de los refugiados como telón de fondo.
Y resulta evidente que todos tienen mi cara, con todo lo que eso implica. Interpretar no puede consistir en imitar o en someterse a una transformación física.
Para mí, interpretar significa encarnar.
Isabelle Huppert
Nació en París en 1953, en una familia burguesa de cinco hermanos
. Licenciada en ruso, cursó estudios en el Instituto Nacional de Lenguas y Civilizaciones Orientales en París, mientras estudiaba en el Conservatorio Nacional.
Desde finales de los setenta, trabajó junto a directores como Claude Sautet, Bertrand Tavernier, Maurice Pialat o Benoît Jacquot, antes de convertirse en la actriz fetiche de Claude Chabrol y, más tarde, de Michael Haneke. En el cine anglosajón, ha rodado con Otto Preminger, Joseph Losey, Michael Cimino, Hal Hartley y David O. Russell, entre otros.
En el teatro, ha actuado a las órdenes de Bob Wilson, Yasmina Reza, Luc Bondy o Peter Zadek. Tiene un Premio César (sobre 14 nominaciones) y ha ganado dos veces el premio a la mejor actriz en Cannes, tres en Venecia y una en Berlín.
. Licenciada en ruso, cursó estudios en el Instituto Nacional de Lenguas y Civilizaciones Orientales en París, mientras estudiaba en el Conservatorio Nacional.
Desde finales de los setenta, trabajó junto a directores como Claude Sautet, Bertrand Tavernier, Maurice Pialat o Benoît Jacquot, antes de convertirse en la actriz fetiche de Claude Chabrol y, más tarde, de Michael Haneke. En el cine anglosajón, ha rodado con Otto Preminger, Joseph Losey, Michael Cimino, Hal Hartley y David O. Russell, entre otros.
En el teatro, ha actuado a las órdenes de Bob Wilson, Yasmina Reza, Luc Bondy o Peter Zadek. Tiene un Premio César (sobre 14 nominaciones) y ha ganado dos veces el premio a la mejor actriz en Cannes, tres en Venecia y una en Berlín.
No me molesta, porque la gente que me conoce bien sabe que no soy como ellas.
Siempre digo que es como vivir en dos mundos distintos, aunque no me resulte esquizofrénico.
Le concederé que tiendo a subestimar hasta qué punto esa confusión condiciona mis relaciones con los demás.
Cada vez que conozco a alguien, me toma por una persona que no soy.
Mi relación con los demás se fundamenta en esa incomprensión.
Pero le confieso que, en el fondo, no me resulta desagradable del todo.
Es algo que crea una pantalla, una especie de protección.
La acabamos de ver interpretando a una monja en La religiosa. Es sorprendente descubrirla con el hábito… A mí también me pareció curioso. El hábito hace que solo se vea tu cara, como si el resto de tu cuerpo no existiera.
Cuando me observé por primera vez, solo veía mi boca y mis ojos.
Puedo decir que me impresionó mucho más lo estético que lo espiritual… [sonríe].
Pero también diría que para el mismo Diderot, que escribió la obra en la que se basa la película, la espiritualidad de ese personaje no era demasiado importante.
Lo era menos, en todo caso, que su anhelo por los placeres carnales…
Es el tipo de papel que las actrices de cierta categoría prefieren rechazar. Interpreta a una madre superiora que se mete en la cama de una menor.
Y, por si fuera poco, se trata de un secundario que no llega hasta el final de la película… No tuve la sensación de meterme en un terreno especialmente resbaladizo.
La novela fue publicada en 1756 y, si estuvo prohibida durante tanto tiempo, como lo estaría después la película de Rivette, es solo porque el autor presenta esa situación con una normalidad sorprendente.
Mi personaje ordena a esa novicia que la bese en la boca, pero lo hace con el mismo tono que si le dijera:
“¿Te apetece un helado de vainilla?”. No es una depredadora, sino alguien que no sabe controlar sus pulsiones y sentimientos, y eso es lo que la debilita.
Eso es lo que más me interesó.
A su entender, ¿los sentimientos nos debilitan? No, los sentimientos nos hacen humanos.
No tengo nada en contra de los sentimientos, pero sí del sentimentalismo.
En general, me gusta que las cosas sean un poco más contundentes, un poco más radicales…
“Resulta innegable que la cultura francesa ya no es hegemónica”
Yo hago cine y teatro para provocar un cuestionamiento.
Escoger lo que escojo no es algo inconsciente, sino plenamente racional.
Como intérprete, me parece lo mínimo que uno puede exigirse a sí mismo.
Yo me lo tomo prácticamente como una obligación.
¿Esa voluntad de transgresión no produce un desgaste? No, a mí el cine no me provoca ningún desgaste, aunque soy consciente de que tal vez sea así para mis espectadores… [sonríe].
Supongo que lo pasaría peor si trabajara en películas en las que la sensualidad estuviera más presente, pero nunca he tomado esa dirección.
Mi transgresión ha sido únicamente cerebral, incluso cuando interpreté a una prostituta con Jean-Luc Godard.
Por ejemplo, cuando rodé La pianista con Michael Haneke no me sentí en peligro ni una sola vez.
Al revés, estuve muy protegida por el director, porque suele dejar las partes más contundentes fuera de plano.
El espectador siempre sale del cine con la convicción de haber visto cosas espantosas, aunque en realidad no haya visto nada de nada. Esa también es mi manera de trabajar.
¿Nunca ha tenido que marcar los límites a un director? No, nunca me he visto enfrentada a nada de eso, pero supongo que es porque siempre me he protegido.
A veces pienso en Maria Schneider, que decía que su experiencia en El último tango en París la destruyó
. Desde que era muy joven, he intentado no quemarme las alas de esa manera. No sé si se ha fijado, pero es algo que sucede cada vez más a menudo.
Hoy se le exige a todo intérprete que se entregue completamente al proyecto e incluso que se deje en él gran parte de sí mismo.
Me pregunto si, teniendo la edad de sus protagonistas, me hubiera atrevido a rodar una película como La vida de Adèle. No sé si habría tenido esa valentía.
No porque haya desnudos ni porque trate de homosexualidad femenina, sino por lo mucho que las actrices se tuvieron que dejar en ella.
. Para mí, esa frase no es una llamada al misticismo, sino una forma de describir el misterio que caracteriza a este oficio.
Sucede aquí y ahora, gracias a la combinación efímera entre un intérprete, un director, la luz que te ilumina y el movimiento de una cámara.
Muchas veces, aspirar a repetir una buena toma es igual que querer que se vuelva a producir un milagro
. Las condiciones que provocaron que fuera mágica no suelen volverse a repetir.
¿Y eso es motivo de frustración? Sí, es algo que me resulta fatigoso, cada vez más. Intentar alcanzar esa toma mágica puede ser muy angustiante.
Muchas veces se produce una sola vez, y no más.
Además, interpretar es un ejercicio que requiere una concentración permanente y te obliga a estar siempre al acecho.
Con los años, uno se cansa más, pero también se siente más indiferente.
Esa sería una manera muy estadounidense de ver el oficio.
Allí sí existe una eficacia casi empresarial que no me parece especialmente agradable
. Es verdad que me preocupa lo que los demás hagan con mi nombre y con mi imagen, igual que a la mayoría de actores, pero me parece lo mínimo que uno puede exigir
. No entiendo que ese interés por protegerse a uno mismo se confunda con una voluntad de control férreo.
Me parece alucinante que se me reproche algo así.
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