La cosa no es nueva en absoluto, pero nunca había adquirido las
proporciones actuales en España, quizá el país que tiene más a gala la
indiferencia por sus mejores hombres y mujeres, cuando no el desdén y la
ingratitud hacia ellos.
Pero el fenómeno va a más, y alcanza también a
los regulares y malos: en realidad alcanza a cuantos no están vivos, y
éstos son legión y siempre más numerosos que los que aún pisan la
tierra.
Los que nos dedicamos a actividades públicas deberíamos notarlo,
y, lejos de sentirnos halagados por vernos solicitados o porque se nos
otorguen ocasionales premios, nos tocaría preocuparnos por el hecho de
que nuestra presencia –física las más de las veces, en todo caso
incesante– se haya convertido en requisito indispensable para la
visibilidad de nuestras obras
. Como si éstas no se bastaran, ni tuvieran
carta de existencia, a menos que las arrope con su rostro, sus
declaraciones triviales, sus sesiones de firmas y sus apariciones en
insoportables “festivales” literarios el desgraciado autor convertido en
vendedor puerta a puerta, o por lo menos en viajante de comercio.
Si
uno no da entrevistas acerca de lo que ha escrito (o de lo que ha
rodado: los cineastas emplean un año entero en promocionar su nueva
película hasta en el último rincón en que se estrene), si no se desplaza
a cada país al que se le traduce, no ocupa páginas de prensa ni se
habla de él en las redes sociales, es casi como si no hubiera hecho
nada.
Hay excepciones meritorias, como Elena Ferrante, pseudónimo de
alguien italiano cuyos rostro e identidad se desconocen, pero que no por
ello renuncia a expresarse por
email en público.
Aún tiene la suerte de estar viva o vivo.
Todo plan de estudios procura borrar el pasado de nuestros escritores.
¿Cree hoy algún español que debería leer a Baroja?
Los muertos no pueden resumir y banalizar sus escritos, no están en
disposición de defenderlos ni de “venderlos”, y a fe mía que lo pagan
caro en esta España a la que sólo interesa el presente.
Dejemos la
calidad de lado; centrémonos en la fama tan sólo.
Pocos autores han
vivido más dedicados a su autobombo y a la preparación de su posteridad
que Cela; este año se volverá a hablar de él por cumplirse el centenario
de su nacimiento, pero desde que murió, ¿cuán vigente está en la
sociedad española, y cuánto es leído? Uno tiene la impresión de que
poco, al no poder seguir dando espectáculo
. Lo mismo sucede con Umbral,
que cultivó su figura con enorme denuedo, o con Vázquez Montalbán, mucho
más tímido y menos presumido, pero cuya presencia en los medios era
continua, o con Terenci Moix, que además poseía el talento de un
showman
y caía en gracia.
No soy quién para decir si las novelas de estos
autores (popularísimos hace escasos años) merecen perdurar, pero lo que
asombra es que los españoles parecen haber decidido:
“El que no está
vivo no nos concierne”.
Estremece esta despiadada capacidad para
sentirse ajenos a cuanto es
pasado.
Para mí es propia de
desalmados, de gente que va tachando con despreocupación (con breves
lágrimas de cocodrilo al principio, después probablemente con alivio, si
es que no con alegría) a quienes dejan de “ocupar un sitio”, a quienes
ya no pueden conseguir ni otorgar nada, a quienes ya carecen de poder e
influencia.
No en balde uno de nuestros dichos más característicos es
“El muerto al hoyo …”
Lo grave y lo embrutecedor no es, sin embargo, lo que sucede con los
muertos recientes, de los que se decía que atravesaban un purgatorio de
olvido de unos diez años, y que hoy, me temo, se alarga indefinidamente
.
Si miramos a los muertos antiguos (y por seguir con los escritores, que
son los más frecuentables), no creo que más de tres permanezcan
“presentes” en nuestra imaginación colectiva: Lorca, pero tal vez en
gran medida por su trágico asesinato y por la tabarra que sus devotos
dan con el paradero de sus huesos
; Cervantes, que quizá lo estaría menos
de no haberse cumplido en estos años varios centenarios a él relativos y
no haberse inventado una búsqueda de sus restos desmenuzados en la
Iglesia de las Trinitarias; y Machado, que asoma a veces, me temo que en
parte por su triste fin y el lugar extranjero en que reposa.
Estudiosos
aparte, ¿cree hoy algún español que debería leer a Lope de Vega, al
magnífico Bernal Díaz del Castillo, a Quevedo más allá de un par de
célebres sonetos, a Manrique, a Ausiàs March, a Garcilaso, a Aldana? ¿O a
Baroja y Valle-Inclán y Clarín, a Aleixandre y Cernuda, a Blanco White y
Jovellanos, ni siquiera a Galdós y Zorrilla, tan populares?
Para qué,
si hace mucho que no andan por aquí haciendo ni diciendo gracias.
A mí
me cuesta imaginar un Reino Unido que no mantuviera vivísimos a
Shakespeare y Dickens, Austen y Stevenson y Lewis Carroll, Conan Doyle y
Conrad
. Una Francia que no conviviera permanentemente –y dialogara– con
Montaigne y Flaubert y Baudelaire y Proust, con Balzac y Chateaubriand
.
Una Alemania en la que Hölderlin y Goethe, Rilke y Thomas Mann, fueran
meros nombres
. Una Austria que hubiera olvidado a Bernhard, y eso que
éste se despidió de ella echando pestes. Unos Estados Unidos que no
juzgaran contemporáneos a Melville y Dickinson y Twain, a James y
Whitman y Faulkner
. Aquí, en cambio, no hay plan de estudios que no
procure borrar, suprimir, aniquilar el pasado, cercenarnos
. En las
elecciones recién celebradas, ¿algún político ha lamentado esta
amputación, este empobrecimiento, esta ignorancia deliberada, este
desprecio, la espalda vuelta hacia lo que, pese a morir, nunca muere y
sigue hablándonos?
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