He odiado París.
Sus taxistas reaccionarios, los camareros huraños en
sus cafés, su aire contaminado, sus caniches remolcando burguesas en
los barrios del oeste de París.
He odiado los
Champs-Élysées,
la avenida más vulgar del mundo.
Me crie en los Pirineos franceses,
llegué a los 20 años con zuecos embarrados y lleno de ira contra el
mundo y la Ciudad de la Luz.
Pero quería hacer cine. Y el cine era
París. ¡París! Viví primero en el 14º
arrondissement, cerca de
la Gare Montparnasse, la estación que lleva hacia el suroeste.
Cerca de
la salida.
Luego poco a poco, sin admitirlo, he odiado un poquito menos
esta ciudad.
La culpa, en primer lugar, la tenía su belleza.
Sus luces de amanecer
avistadas al cruzar el Sena al final de una noche de borrachera
. Sus
techos de zinc. Sus entradas de metro.
Montparnasse.
El Museo Bourdelle. Modigliani.
Un poco más lejos los innumerables
cines del Barrio Latino
. Luego me alejé de Montparnasse, abandoné el
proyecto de volver al sur con fortuna hecha.
No habría ni fortuna ni
regreso. Dejé de hacer proyectos.
Solté las amarras. Crucé el Sena para
siempre.
Me instalé en la parte superior de la Goutte d’Or, el barrio
africano.
Rive droite.
Y empecé a amar esta ciudad.
Un poco. Sin admitirlo.
Crucé el bulevar Barbès hacia el oeste, para ir a Pigalle.
Entre
sex shops
y tiendas de guitarra.
Y allí, como en todas partes de París, había
historia en cada esquina, aquí la casa de André Breton, aquí el taller
de Toulouse-Lautrec, Van Gogh, Pissarro.
Allá, la casa descrita en
La Petite Bijou, de
Modiano.
Un poco más allá, la Place de Clichy, sus cines, la
brasserie Wepler, donde fui a releer el principio del
Voyage au bout de la nuit, que empieza en este lugar. ¡Qué cabrón este
Céline,
y qué escritor!
Y empecé a amar esta ciudad.
Seguí amando sus luces al
amanecer y el color de sus techos de zinc, pero sobre todo, lo que más
me conmovió fue su esencia, su ambiente, su tolerancia.
Me gustaba andar
anónimo entre la multitud. Me sentía bien. En mi casa.
Yo, que siento
que no soy de ninguna parte. Dividido entre varias identidades.Sin
religión alguna.
París no te juzga. De Pigalle, subí a Montmartre, Picasso, Van Gogh,
pisos amueblados, varios hoteles a discreción de las tormentas de la
vida
. Empecé a amar esta ciudad, mucho, empecé a rendirme, mis hijos
nacieron aquí, crecieron aquí.
Se esfumó mi odio por los Champs-Élysées y
los caniches.
Finalmente me mudé al 10º
arrondissement,
impulsado por las rentas caras de Montmartre
. No muy lejos del canal
Saint-Martin. “Atmosphère, atmosphère, est-ce que j’ai une gueule
d’atmosphère ?” (ambiente, ambiente, ¿es que tengo una resaca de
ambiente?), decía Arletty en
Hôtel du Nord.
Me gustaba tanto
París que me reconcilié con mis orígenes, ya que París no los disuelve
.
No categoriza.
Me enamoré de esta ciudad
. Es mi ciudad. La ciudad de
millones de personas, quienes como yo van elaborando sus trayectorias
anónimas y efímeras en este hormiguero, independientemente de su país de
origen, de su lengua, de su religión.
Me encanta
esta ciudad.
Siempre me ha gustado esta ciudad. ¿Cómo es posible no amarla?
Hay que
ser gilipollas para no amarla. Su canal, cerca de la Place de la
République. Sus cafés.
Sus terrazas.
Sus teatros, museos, salas de
conciertos a las que estoy orgulloso de que mis hijos vayan.
Me encanta
esta ciudad tanto como los asesinos la odian.
La amo con un amor ahora
lleno del dolor de cientos de familias. En el momento en que escribo
estas líneas irrisorias, el sonido de las sirenas aún resuena
. Las
lágrimas siguen fluyendo. Mujeres y hombres fueron asesinados, heridos,
por ser parisienses, por las exactas razones que me hacen – nos hacen–
amar esta ciudad, esta vida, este país.
Muertes crueles, inútiles,
absurdas. Abigarrada ciudad, cosmopolita, festiva, llena de historia y
de mierda de perro.
Llena de vida. De miedo. De amor.
elpaissemanal@elpais.es