r Enric González
Arturo Pérez-Reverte
(Cartagena, 1951) vive en una casa que evoca el universo de sus
novelas.
Tiene más de treinta mil libros. Y maquetas de barcos. Y armas
antiguas. Y un montón de artefactos maravillosos, como un viejo catalejo
de ballenero que le regaló su amigo Javier Marías.
El
entrevistador le conoce de hace tiempo, de cuando era reportero y
coincidieron en algún conflicto, y comprueba que no ha cambiado. Es
amable, pero no dócil; es fiel a sus amigos, pero no compadrea con
cualquiera.
La conversación se desarrolla en su biblioteca.
¿Nunca tienes un pinchazo de nostalgia por el periodismo?
Tengo
el impulso. Ocurre como cuando has sido torero o cura. Hay oficios que
marcan.
Pero otras cosas se superponen a cualquier pinchazo de
nostalgia: soy consciente de la edad que tengo, de que el tiempo ha
pasado, de que el mundo actual no es el de antes, de que el periodismo
que se hace ahora no es el que yo hacía, de que la técnica ha cambiado,
de que la psicología del público también ha cambiado, de la inmediatez
de la transmisión, de que internet le ha dado la vuelta a todo… eso me
consuela y me templa la melancolía.
Sé que ahora tendría que hacer un
esfuerzo técnico y psicológico enorme para reciclarme y poder hacer el
periodismo que hay que hacer ahora; y me da pereza.
Trabajé
veintiún años como reportero y ya está bien. Digamos que la melancolía o
la nostalgia quedan compensadas por la lucidez.
¿Cuándo has tenido el último pinchazo de periodismo?
Pasa
siempre. Estás viendo lo de Libia o lo de Siria en el telediario y te
dices, «¿por qué están en la frontera?, ¿por qué transmiten desde ahí,
por qué no están dentro?».
Además conoces el país, la frontera, los
montes, y piensas que tú habrías entrado por tal sitio, que habrías
llamado a Fulano para que te metiera, que habrías sobornado a tal
aduanero… y notas que la experiencia del viejo zorro que fuiste en tu
tiempo iría bien para ese tipo de situación.
No con todos,
evidentemente, hay gente que lo hace mucho mejor de lo que yo lo hacía,
pero tienes esa sensibilidad hacia el oficio que es imposible de perder.
Fueron veintún años, fueron muchos ratos de todo tipo… Pero todo eso se
contrapesa con la certeza de que tengo sesenta y cuatro años
y ya no podría estar tres días sin dormir, ni recorriendo mil
kilómetros a pie… Ya no puedo hacer esas cosas, acepto que es otra vida
la que estoy recordando, y no la presente.
¿Planeaste la transición del periodismo a la literatura, o simplemente ocurrió?
Nada
estaba planeado. Yo soy un escritor tardío. Empecé a escribir novelas
con treinta y cinco años.
No tenía vocación literaria. Para mí los
libros eran una compañía, una herramienta que me permitía comprender el
mundo y consolarme de un montón de cosas.
Y un día, a la vuelta de uno
de esos viajes largos y duros, me senté y me propuse escribir.
Pero en
vez de escribir una experiencia autobiográfica, que estuve en Eritrea,
que me pasó esto y lo otro, dado que me causaba cierto pudor hablar de
mí (de hecho tardé muchos años en hablar de mí como escritor), lo que
hice fue situar una acción y unos personajes en la guerra de la
Independencia, y mi historia, las cosas que yo había vivido y sentido,
las volqué en la novela.
Me pareció una forma púdica de dar salida a esa
mirada. La novela [El húsar, 1986] me hizo sentir bien, aunque nadie la leyó. A la vuelta de otro viaje hice otra que se leyó un poco más [El maestro de esgrima, 1988]. La tercera, que fue La tabla de Flandes,
se publicó en 1990, poco antes de la guerra del Golfo. Para mi sorpresa
me fui a la guerra siendo un reportero y a la vuelta mi novela era un best seller.
Y
no en España: empezó vendiéndose fuera, en Francia, Italia y Estados
Unidos, y luego en el mercado español.
Vender novelas me permitía tener
independencia económica.
Entre 1990 y 1994 hubo un periodo de transición
en el que seguí siendo periodista y escritor pero llegó un momento en
el que comprendí que había que elegir, una cosa era incompatible con la
otra.
El tiempo pasaba, venía un periodismo diferente al que yo no me
iba a adaptar con facilidad y vi la solución; si podía vivir de los
libros, mejor.
Entonces escribí Territorio Comanche, que fue la primera vez que hablé de mí, aunque el personaje se llamara Barlés, y con eso me despedí del oficio.
Es que Barlés eras tú.
Evidentemente, todos esos recuerdos son míos.
He hecho ese ejercicio solo dos veces, una en Territorio Comanche y la otra en El pintor de batallas. Las dos están hechas con recuerdos personales y son novelas autobiográficas (especialmente Territorio Comanche),
pero en ninguna aparezco como Arturo. No me gusta escribir memorias. No
es algo que me haga sentir cómodo. La literatura es un buen filtro para
suavizar las luces demasiado fuertes sobre la vida propia.
En esa transición que marcas con Territorio Comanche también hay un texto más privado en el que dices «me voy».
Sí,
me voy. En la novela hablaba de la profesión con todo el amor y toda la
lucidez que puede tener cualquiera que conoce el oficio de verdad. Yo
contaba las cosas como son: con humor, mala leche, recordando anécdotas,
bromeando y con ese toque de cinismo profesional que se adquiere en ese
oficio que tú conoces tan bien o mejor que yo. Eso no gustó a mis jefes
en Televisión Española e intentaron tocarme las narices. Alguien me
avisó: «Arturo, me han dicho que use tu libro para empapelarte».
Y pensé
que a esas alturas no merecía la pena aguantar a esos cretinos teniendo
la vida resuelta, no dependiendo de la tele para vivir, con
veintiún años de trabajo a mi espalda… Discutir con tontos supone tener
que bajar al nivel de los tontos y ahí son imbatibles. Recuerdo que
acababa de volver de un reportaje en la antigua Yugoslavia y tenía que
ir a Colombia a hablar de una novela nueva. Estaba en casa dormido, me
desperté a las dos y dije: «Me voy de la tele». Yo era funcionario, era
fijo del Estado, por lo que no me podían echar, me tenían que mandar a
otro sitio; decidí renunciar a veintiún años, no necesitaba esa
seguridad laboral ni merecía la pena. Así que me fui a la tele, escribí
una carta de dimisión en la cual decía que les dieran morcilla a mis
jefes y, después de enviarla a un amigo de la agencia EFE, la colgué en
el tablón de anuncios y me fui. Eso es todo. Creo que fue una de las
decisiones más acertadas de mi vida. Ese día volví a casa y me sentí
libre. Ya no tenía la seguridad del Estado pero tenía independencia para
escribir. Me la jugué y salió bien.
Pero dejaste de ir a ciertos sitios para hacerte escritor.
No, seguí yendo. Ahí tenemos dos factores complementarios. Primero, que soy marino, navego desde hace
veinte años, soy capitán de yate y tengo un velero, por lo que paso
mucho tiempo en el mar. A partir de ese momento en lugar de a la guerra
me iba a navegar. En lugar de adrenalina en Sarajevo tenía adrenalina en
un temporal en el golfo de León. La vida nómada y con ciertos
sobresaltos el mar me la siguió y me la sigue proporcionando. El mar me
mantuvo vinculado a la aventura, la acción y el viaje. Segundo, soy un
novelista no estático; es decir, mis novelas son muy documentadas y muy
complejas, viajo a los lugares en que ocurren. Para mí una novela
significa un año o año y medio de viajes para, digamos, localizar
exteriores. Antes de La reina del Sur estuve
viviendo en Sinaloa, me hice amigo de los narcos, me emborraché con
ellos… Ese trabajo de campo se parece mucho al de periodista. Es una
inversión económica y profesional que hasta ahora nunca me ha salido
mal. En ese sentido sigo viviendo con la maleta a medio hacer, viajando
mucho; y en cuanto a emociones fuertes, el mar proporciona tantas como
la guerra, o más.
¿Cuándo es la última vez que has navegado?
Hace
muy poco, quince días. No tengo horarios fijos ni jefes. Mi jefe soy
yo, lo que me hace ser mucho más exigente que si fuera otro. Trabajo
mucho, todos los días, incluso en festivos. Y cuando llevo un mes o mes y
medio y no puedo más cojo el barco y me voy a navegar. Me largo un mes o
quince días. Doy la vuelta a Baleares, me voy a Italia… es un velero,
por lo que depende de los vientos que haya. Y con eso calmo los diablos.
Vuelvo y sigo otra vez. El mar es mi vía de escape.
Un día, mientras escribía El tango de la Guardia vieja,
se me ocurrió que esas notas que uno toma, los apuntes de trabajo,
podían tener interés, como juego, para alguien.
Que yo sepa no lo había
hecho nadie. Es ir metiendo
notas dispersas: tal restaurante que por tal motivo aparecerá en la
novela, y cuelgo una foto del restaurante; contar que estoy en tal lugar
buscando a tal personaje; decir cómo resuelvo determinado problema
técnico de algún pasaje, o que necesito una partida de ajedrez y llamo a
Leontxo García, o que llamo a unos expertos en abrir cajas fuertes porque el protagonista lo hace… Pero
dejé de hacerlo al cabo de un tiempo.
No me gusta tener más compromisos
que los imprescindibles. Ahora cuelgo cosas de vez en cuando, o me
asomo a Twitter. Pero sin periodicidad fija.
¿Expertos de cajas fuertes por lo legal o por lo ilegal, para aquella novela?
Abrían cajas fuertes. La vieja agenda. Es que un reportero tiene una agenda así de grande, y yo todavía la uso para mis novelas, como La reina del Sur. Fui metiendo notas pequeñas, cortas, casi tuits, en esa página. Para mi sorpresa, ese experimento de Novela en Construcción
tuvo mucho éxito. No era un manual para hacer una novela, pero a
cualquiera que le interesara eso… Más que el trabajo era la cabeza del
novelista.