Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

2 dic 2015

Arturo Pérez-Reverte: «Somos lo que queremos ser, cada uno tiene el mundo que se merece»

 

Arturo Pérez-Reverte: «Somos lo que queremos ser, cada uno tiene el mundo que se merece»

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Arturo Pérez-Reverte para Jot Down 0
Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) vive en una casa que evoca el universo de sus novelas.
 Tiene más de treinta mil libros. Y maquetas de barcos. Y armas antiguas. Y un montón de artefactos maravillosos, como un viejo catalejo de ballenero que le regaló su amigo Javier Marías
El entrevistador le conoce de hace tiempo, de cuando era reportero y coincidieron en algún conflicto, y comprueba que no ha cambiado. Es amable, pero no dócil; es fiel a sus amigos, pero no compadrea con cualquiera.
 La conversación se desarrolla en su biblioteca.
¿Nunca tienes un pinchazo de nostalgia por el periodismo?
Tengo el impulso. Ocurre como cuando has sido torero o cura. Hay oficios que marcan. 
Pero otras cosas se superponen a cualquier pinchazo de nostalgia: soy consciente de la edad que tengo, de que el tiempo ha pasado, de que el mundo actual no es el de antes, de que el periodismo que se hace ahora no es el que yo hacía, de que la técnica ha cambiado, de que la psicología del público también ha cambiado, de la inmediatez de la transmisión, de que internet le ha dado la vuelta a todo… eso me consuela y me templa la melancolía.
 Sé que ahora tendría que hacer un esfuerzo técnico y psicológico enorme para reciclarme y poder hacer el periodismo que hay que hacer ahora; y me da pereza.
 Trabajé veintiún años como reportero y ya está bien. Digamos que la melancolía o la nostalgia quedan compensadas por la lucidez.
¿Cuándo has tenido el último pinchazo de periodismo?
Pasa siempre. Estás viendo lo de Libia o lo de Siria en el telediario y te dices, «¿por qué están en la frontera?, ¿por qué transmiten desde ahí, por qué no están dentro?». 
Además conoces el país, la frontera, los montes, y piensas que tú habrías entrado por tal sitio, que habrías llamado a Fulano para que te metiera, que habrías sobornado a tal aduanero… y notas que la experiencia del viejo zorro que fuiste en tu tiempo iría bien para ese tipo de situación. 
No con todos, evidentemente, hay gente que lo hace mucho mejor de lo que yo lo hacía, pero tienes esa sensibilidad hacia el oficio que es imposible de perder.
 Fueron veintún años, fueron muchos ratos de todo tipo… Pero todo eso se contrapesa con la certeza de que tengo sesenta y cuatro años y ya no podría estar tres días sin dormir, ni recorriendo mil kilómetros a pie… Ya no puedo hacer esas cosas, acepto que es otra vida la que estoy recordando, y no la presente.
¿Planeaste la transición del periodismo a la literatura, o simplemente ocurrió?
Nada estaba planeado. Yo soy un escritor tardío. Empecé a escribir novelas con treinta y cinco años.
 No tenía vocación literaria. Para mí los libros eran una compañía, una herramienta que me permitía comprender el mundo y consolarme de un montón de cosas. 
Y un día, a la vuelta de uno de esos viajes largos y duros, me senté y me propuse escribir. 
Pero en vez de escribir una experiencia autobiográfica, que estuve en Eritrea, que me pasó esto y lo otro, dado que me causaba cierto pudor hablar de mí (de hecho tardé muchos años en hablar de mí como escritor), lo que hice fue situar una acción y unos personajes en la guerra de la Independencia, y mi historia, las cosas que yo había vivido y sentido, las volqué en la novela.
 Me pareció una forma púdica de dar salida a esa mirada. La novela [El húsar, 1986] me hizo sentir bien, aunque nadie la leyó. A la vuelta de otro viaje hice otra que se leyó un poco más [El maestro de esgrima, 1988]. La tercera, que fue La tabla de Flandes, se publicó en 1990, poco antes de la guerra del Golfo. Para mi sorpresa me fui a la guerra siendo un reportero y a la vuelta mi novela era un best seller. 
 Y no en España: empezó vendiéndose fuera, en Francia, Italia y Estados Unidos, y luego en el mercado español.
 Vender novelas me permitía tener independencia económica.
 Entre 1990 y 1994 hubo un periodo de transición en el que seguí siendo periodista y escritor pero llegó un momento en el que comprendí que había que elegir, una cosa era incompatible con la otra.
 El tiempo pasaba, venía un periodismo diferente al que yo no me iba a adaptar con facilidad y vi la solución; si podía vivir de los libros, mejor.
 Entonces escribí Territorio Comanche, que fue la primera vez que hablé de mí, aunque el personaje se llamara Barlés, y con eso me despedí del oficio.
Es que Barlés eras tú.
Evidentemente, todos esos recuerdos son míos. 
He hecho ese ejercicio solo dos veces, una en Territorio Comanche y la otra en El pintor de batallas. Las dos están hechas con recuerdos personales y son novelas autobiográficas (especialmente Territorio Comanche), pero en ninguna aparezco como Arturo. No me gusta escribir memorias. No es algo que me haga sentir cómodo. La literatura es un buen filtro para suavizar las luces demasiado fuertes sobre la vida propia.
En esa transición que marcas con Territorio Comanche también hay un texto más privado en el que dices «me voy».
Sí, me voy. En la novela hablaba de la profesión con todo el amor y toda la lucidez que puede tener cualquiera que conoce el oficio de verdad. Yo contaba las cosas como son: con humor, mala leche, recordando anécdotas, bromeando y con ese toque de cinismo profesional que se adquiere en ese oficio que tú conoces tan bien o mejor que yo. Eso no gustó a mis jefes en Televisión Española e intentaron tocarme las narices. Alguien me avisó: «Arturo, me han dicho que use tu libro para empapelarte».
 Y pensé que a esas alturas no merecía la pena aguantar a esos cretinos teniendo la vida resuelta, no dependiendo de la tele para vivir, con veintiún años de trabajo a mi espalda… Discutir con tontos supone tener que bajar al nivel de los tontos y ahí son imbatibles. Recuerdo que acababa de volver de un reportaje en la antigua Yugoslavia y tenía que ir a Colombia a hablar de una novela nueva. Estaba en casa dormido, me desperté a las dos y dije: «Me voy de la tele». Yo era funcionario, era fijo del Estado, por lo que no me podían echar, me tenían que mandar a otro sitio; decidí renunciar a veintiún años, no necesitaba esa seguridad laboral ni merecía la pena. Así que me fui a la tele, escribí una carta de dimisión en la cual decía que les dieran morcilla a mis jefes y, después de enviarla a un amigo de la agencia EFE, la colgué en el tablón de anuncios y me fui. Eso es todo. Creo que fue una de las decisiones más acertadas de mi vida. Ese día volví a casa y me sentí libre. Ya no tenía la seguridad del Estado pero tenía independencia para escribir. Me la jugué y salió bien.
Pero dejaste de ir a ciertos sitios para hacerte escritor.
No, seguí yendo. Ahí tenemos dos factores complementarios. Primero, que soy marino, navego desde hace veinte años, soy capitán de yate y tengo un velero, por lo que paso mucho tiempo en el mar. A partir de ese momento en lugar de a la guerra me iba a navegar. En lugar de adrenalina en Sarajevo tenía adrenalina en un temporal en el golfo de León. La vida nómada y con ciertos sobresaltos el mar me la siguió y me la sigue proporcionando. El mar me mantuvo vinculado a la aventura, la acción y el viaje. Segundo, soy un novelista no estático; es decir, mis novelas son muy documentadas y muy complejas, viajo a los lugares en que ocurren. Para mí una novela significa un año o año y medio de viajes para, digamos, localizar exteriores. Antes de La reina del Sur estuve viviendo en Sinaloa, me hice amigo de los narcos, me emborraché con ellos… Ese trabajo de campo se parece mucho al de periodista. Es una inversión económica y profesional que hasta ahora nunca me ha salido mal. En ese sentido sigo viviendo con la maleta a medio hacer, viajando mucho; y en cuanto a emociones fuertes, el mar proporciona tantas como la guerra, o más.
¿Cuándo es la última vez que has navegado?
Hace muy poco, quince días. No tengo horarios fijos ni jefes. Mi jefe soy yo, lo que me hace ser mucho más exigente que si fuera otro. Trabajo mucho, todos los días, incluso en festivos. Y cuando llevo un mes o mes y medio y no puedo más cojo el barco y me voy a navegar. Me largo un mes o quince días. Doy la vuelta a Baleares, me voy a Italia… es un velero, por lo que depende de los vientos que haya. Y con eso calmo los diablos. Vuelvo y sigo otra vez. El mar es mi vía de escape.
Hablando de trabajo, hiciste un experimento curioso con www.novelaenconstruccion.com.
Un día, mientras escribía El tango de la Guardia vieja, se me ocurrió que esas notas que uno toma, los apuntes de trabajo, podían tener interés, como juego, para alguien.
 Que yo sepa no lo había hecho nadie. Es ir metiendo notas dispersas: tal restaurante que por tal motivo aparecerá en la novela, y cuelgo una foto del restaurante; contar que estoy en tal lugar buscando a tal personaje; decir cómo resuelvo determinado problema técnico de algún pasaje, o que necesito una partida de ajedrez y llamo a Leontxo García, o que llamo a unos expertos en abrir cajas fuertes porque el protagonista lo hace… Pero dejé de hacerlo al cabo de un tiempo.
 No me gusta tener más compromisos que los imprescindibles. Ahora cuelgo cosas de vez en cuando, o me asomo a Twitter. Pero sin periodicidad fija.
¿Expertos de cajas fuertes por lo legal o por lo ilegal, para aquella novela?
Abrían cajas fuertes. La vieja agenda. Es que un reportero tiene una agenda así de grande, y yo todavía la uso para mis novelas, como La reina del Sur. Fui metiendo notas pequeñas, cortas, casi tuits, en esa página. Para mi sorpresa, ese experimento de Novela en Construcción tuvo mucho éxito. No era un manual para hacer una novela, pero a cualquiera que le interesara eso… Más que el trabajo era la cabeza del novelista.
Arturo Pérez-Reverte para Jot Down

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