Iglesias y Rivera vengan la ausencia de Rajoy y acosan a Pedro Sánchez en un combate decidido a los puntos.
Carmen, la sastre, intervino en el plató a las 20,50 para cepillar la
indumentaria de los tres mosqueteros, aunque la rutina pareció un
ritual exorcista, una manera de purificarlos antes de que Albert, Pedro y
Pablo —así decidieron llamarse entre sí, eludiendo los apellidos y el
usted— midieran sus guantes en el ring de EL PAÍS.
Tiene sentido el símil de boxeo porque los tres púgiles aparecieron con séquito y preparadores.
Y porque cada pausa entre los cuatro rounds programados consentía revisar la táctica y maquillar las heridas
. Que fueron pocas, muy pocas, precisamente porque el combate nunca se jugó en el umbral del KO, sino en la convención de los puntos
. Medirse, arriesgar poco, convenir y trasladar a la audiencia una respuesta generacional y constructiva a la tribuna vacante del presidente ausente. De acuerdo estaban los tres en que el sucesor de Mariano Rajoy debía salir del debate.
Pablo Iglesias, dotado de más cintura y mayor empatía con los espectadores -sus bromas rompieron el protocolo del silencio, aprovechó la campechanía para extralimitarse.
Quiso convertirse en púgil y en árbitro, invitando a la moderación de sus rivales, subrayando la propia disciplina, incluso demostrando que su camisa blanca no había sufrido rasguños.
Ni siquiera cuando Pedro Sánchez sobreactuó en un atisbo de refriega al límite del minuto 46:
"De ti no me lo esperaba, Pablo". No, no se esperaba Pedro que el líder de Podemos acusara a la socialista Trinidad Jiménez de haber circulado en el símbolo totémico de la puerta giratoria para sustituir a Rodrigo Rato en el consejo de Administración de Telefónica.
El golpe bajo no desquició la pelea, pero sí demostró la posición en minoría de Pedro Sánchez. Minoría porque el sorteo de los atriles en el debate escenificó metafóricamente la pinza de los adversarios
: Rivera a la derecha, Iglesias a la izquierda, reivindicando cada uno su expediente impecable y vinculando al líder socialista con la vieja guardia, la herencia, el pasado, el socialismo exhausto.
Se explica así que Sánchez encontrara su vía de fuga mirando a la cámara, dirigiéndose no a sus rivales sino a los espectadores, provisto de un discurso más mecanizado que interiorizado y dispuesto a demostrar que Pablo Iglesias representa la política de la magia potagia tanto como Albert Rivera encarna "las derechas".
Era un plural despectivo que el aludido digirió bebiendo agua y más agua, pero nunca hasta el extremo de ahogarse con la corbata -era el único que decidió ponérsela- ni hasta el punto de comprometer la eficacia de un discurso pragmático.
Menos aún cuando Iglesias lo comparó con José María Aznar a propósito del ardor guerrero.
O cuando trató de reprocharle una continuidad ideológica con Rajoy.
Estuvo muy presente Mariano Rajoy sin estar.
Y realizó uno de sus grandes prodigios: el dontancredismo en ausencia.
Puestos a no exponerse, a no arriesgar, a quedarse de perfil, el presidente del Gobierno capituló preventivamente.
Decidió hacerse inmaterial, asumiendo, imaginamos, que la "espantá" retrataba su miedo al contraste con sus rivales
. Perdió el debate por incomparecencia.
Incurrió en un truco de escapismo que podía haber justificado desde una posición incontestable: estaba en París, custodiando el planeta, garantizando un hábitat más respirable a nuestros hijos.
Y entonces vino a saberse que regresaba de urgencia
. No porque hubiera reconsiderado su plantón al debate de EL PAÍS, sino porque se avino a conceder una entrevista a Pedro Piqueras en el informativo nocturno de Tele 5.
Demostraba así el presidente del Gobierno esa facultad del cinismo que consiste en vengar los propios errores.
En lugar de medirse con sus adversarios, optó por contraprogramar el debate, torear de salón en solitario, subestimando acaso que su invisibilidad en el debate de EL PAÍS lo hizo aún más visible.
Y que el mutis facilitó a sus rivales uno de los escasísimos argumentos de consenso:
Rajoy escapaba de sus responsabilidades, huía de sus obligaciones de presidente y de candidato, no permitiéndosele -como no se le permitió- delegar en la vicepresidenta para todo. O en la sobresaliente, por utilizar un símil taurino tan acomodado al dontancredismo.
Una terna de toreros parecían Alberto, Pedro y Pablo. Nerviosos, inquietos, antes de hacer el paseíllo. Y nerviosos también al final, cuando el desgaste de la cortesía descubrió a Rivera e Iglesias que podía hacerse sangre con el candidato del medio.
Tiene sentido el símil de boxeo porque los tres púgiles aparecieron con séquito y preparadores.
Y porque cada pausa entre los cuatro rounds programados consentía revisar la táctica y maquillar las heridas
. Que fueron pocas, muy pocas, precisamente porque el combate nunca se jugó en el umbral del KO, sino en la convención de los puntos
. Medirse, arriesgar poco, convenir y trasladar a la audiencia una respuesta generacional y constructiva a la tribuna vacante del presidente ausente. De acuerdo estaban los tres en que el sucesor de Mariano Rajoy debía salir del debate.
Pablo Iglesias, dotado de más cintura y mayor empatía con los espectadores -sus bromas rompieron el protocolo del silencio, aprovechó la campechanía para extralimitarse.
Quiso convertirse en púgil y en árbitro, invitando a la moderación de sus rivales, subrayando la propia disciplina, incluso demostrando que su camisa blanca no había sufrido rasguños.
Ni siquiera cuando Pedro Sánchez sobreactuó en un atisbo de refriega al límite del minuto 46:
"De ti no me lo esperaba, Pablo". No, no se esperaba Pedro que el líder de Podemos acusara a la socialista Trinidad Jiménez de haber circulado en el símbolo totémico de la puerta giratoria para sustituir a Rodrigo Rato en el consejo de Administración de Telefónica.
El golpe bajo no desquició la pelea, pero sí demostró la posición en minoría de Pedro Sánchez. Minoría porque el sorteo de los atriles en el debate escenificó metafóricamente la pinza de los adversarios
: Rivera a la derecha, Iglesias a la izquierda, reivindicando cada uno su expediente impecable y vinculando al líder socialista con la vieja guardia, la herencia, el pasado, el socialismo exhausto.
Se explica así que Sánchez encontrara su vía de fuga mirando a la cámara, dirigiéndose no a sus rivales sino a los espectadores, provisto de un discurso más mecanizado que interiorizado y dispuesto a demostrar que Pablo Iglesias representa la política de la magia potagia tanto como Albert Rivera encarna "las derechas".
Era un plural despectivo que el aludido digirió bebiendo agua y más agua, pero nunca hasta el extremo de ahogarse con la corbata -era el único que decidió ponérsela- ni hasta el punto de comprometer la eficacia de un discurso pragmático.
Menos aún cuando Iglesias lo comparó con José María Aznar a propósito del ardor guerrero.
O cuando trató de reprocharle una continuidad ideológica con Rajoy.
Estuvo muy presente Mariano Rajoy sin estar.
Y realizó uno de sus grandes prodigios: el dontancredismo en ausencia.
Puestos a no exponerse, a no arriesgar, a quedarse de perfil, el presidente del Gobierno capituló preventivamente.
Decidió hacerse inmaterial, asumiendo, imaginamos, que la "espantá" retrataba su miedo al contraste con sus rivales
. Perdió el debate por incomparecencia.
Incurrió en un truco de escapismo que podía haber justificado desde una posición incontestable: estaba en París, custodiando el planeta, garantizando un hábitat más respirable a nuestros hijos.
Y entonces vino a saberse que regresaba de urgencia
. No porque hubiera reconsiderado su plantón al debate de EL PAÍS, sino porque se avino a conceder una entrevista a Pedro Piqueras en el informativo nocturno de Tele 5.
Demostraba así el presidente del Gobierno esa facultad del cinismo que consiste en vengar los propios errores.
En lugar de medirse con sus adversarios, optó por contraprogramar el debate, torear de salón en solitario, subestimando acaso que su invisibilidad en el debate de EL PAÍS lo hizo aún más visible.
Y que el mutis facilitó a sus rivales uno de los escasísimos argumentos de consenso:
Rajoy escapaba de sus responsabilidades, huía de sus obligaciones de presidente y de candidato, no permitiéndosele -como no se le permitió- delegar en la vicepresidenta para todo. O en la sobresaliente, por utilizar un símil taurino tan acomodado al dontancredismo.
Una terna de toreros parecían Alberto, Pedro y Pablo. Nerviosos, inquietos, antes de hacer el paseíllo. Y nerviosos también al final, cuando el desgaste de la cortesía descubrió a Rivera e Iglesias que podía hacerse sangre con el candidato del medio.