Jordi Savall rompió paradigmas con su viola de gamba y su recuperación de patrimonio oculto. Hoy, es una leyenda de la música antigua.
No ha reducido sus constantes giras, ofrece 150 conciertos al año dirigiendo a sus diferentes grupos –Hespèrion XXI, La Capella Reial de Catalunya, Le Concert des Nations…–, disfruta concentrado en sus recitales de viola de gamba, rehace disciplinas para instrumentos olvidados que él se encarga de restaurar y resucitar en el aire con sonidos, caso del rebab o la lira de arco.
Tampoco ha renunciado a su carácter de cruzado defensor de un patrimonio lánguido, olvidado, mohoso y desatendido: el de la música española del Renacimiento y el primer Barroco, que no se cansa de reivindicar.
Un tanto quebrado por el problema catalán, defensor del derecho a decidir, ha encauzado su vida sin la cantante Montserrat Figueras, que murió en 2011, a base de rigor, buenos recuerdos y un continuo compromiso con la música que le lleva actualmente a adentrarse en conexiones bizantinas o en la ruta de los esclavos.
Percibo en usted una sabia concentración. ¿Ha cambiado? Han ocurrido muchas cosas en los últimos tiempos.
Lo primero, la muerte de Montse. El año en que supo que la enfermedad empeoraba estuvo cantando intensamente, la acompañé todo ese tiempo.
Cantar le consolaba, no sentía ningún dolor.
Tuvo la lucidez de no aceptar el juego de las terapias agresivas, quiso continuar activa y fue la opción justa, la más curativa para afrontar el final.
Vivimos momentos de gran intensidad y unión en la familia
. Eso supuso una manera muy bella de terminar, se sintió acompañada.
Al morir, sentí un vacío; poco a poco, la calma fue llegando. También la música me ayudó. En los conciertos empecé a tocar de otra manera, sentía que me aportaban otra energía.
¿De qué tipo? ¿Cómo? Con una mayor conciencia de la fuerza que lleva dentro. Me proporcionan una maravillosa energía que debo digerir para devolver en su justo término.
Después, he tenido la suerte de reencontrar a una persona a la que amé en el pasado y empezar una nueva vida.
Nos citamos un día, quedamos y fue un milagro sentir que entre nosotros no había pasado el tiempo. Me salvó.
¿Son pocas las cosas, si uno es sabio, que resulten incompatibles con lo acumulado? Todo dentro de uno puede convivir.
Tengo la suerte de sentirme libre. Hago lo que me gusta, emprendo los proyectos que me apetecen, no siento presiones, elijo mis músicos… Unir la vida, la amistad y el trabajo en un todo es…
¿Lo que podríamos llamar armonía? Sí, sí, es eso.
¿Se divierte, sobre todo? Claro… Una de las cosas que me ayudó mucho fue el zen. El libro del arte del tiro al arco, por ejemplo.
Cuando Montserrat se fue, volví a estos libros. Te das cuenta de la noción de impermanencia. No somos eternos.
Es lo primero que aprendes. La vida se termina
. Debes aceptar que queda el recuerdo, que cuando alguien desaparece, debes llenar ese espacio mentalmente.
Esa ausencia, ese dolor, se convierte en un aliado.
Un amigo que ha aparecido en la puerta. Crea su nostalgia, pero es una nostalgia que puede transformarse en algo bello, de lo que te sientes afortunado al llegar a la conclusión de que has tenido suerte al haber vivido algo semejante.
Tan sencillo y tan complicado como eso. Si, además, la vida de nuevo te proporciona ilusión, confianza y consigues espantar la soledad, en la intimidad, en la cercanía, alguien que te escucha y comparte, es increíble.
A mi edad: 74, son un montón de años ya.
¿Se sigue sorprendiendo con la música? ¿Si me sorprendo? ¡Mira! Esto es lo que acabo de terminar: Bizancio, o un proyecto con la ruta de los esclavos. El primero abarca mil años de historia a través de ese mundo con músicas que siguen vigentes. Es mi pasión.
Un proyecto con 38 músicos para presentar por todo el mundo.
Llevo meses escuchando grupos de canto ortodoxo, es un aprender constantemente, cada día, cosas nuevas.
También en los instrumentos que maneja. Tan viejos, tan olvidados, con todo por descubrir adentro. ¿Ha instaurado usted un canon para la reinvención de aquellos ancestrales sonidos? Buscamos gran respeto adentrándonos en las fuentes para entender lo que pueden transmitir estas músicas, pero, al tiempo, yo asumo mi contemporaneidad.
Me expreso como un hombre de mi tiempo.
¿Quizás el secreto resida en alejarse de lo ritual? Podemos afrontar nuestro trabajo a menudo como si fuéramos músicos de jazz
. No existían registros de las músicas que nosotros hoy interpretamos.
Y nuestro arte, hay que señalar, es efímero.
Una vez se ejecuta, se esfuma.
¿Por eso, quizás, su estilo, su concepción de la música atrae a tanta gente joven como hemos visto en sus conciertos de Bogotá dentro del Festival de Música Sacra? Y disfrutándolo
. En el caso de los programas que hacemos por Latinoamérica, existe, además, una conexión puente entre ambos continentes.
Igual que al caminar, a nosotros nos sorprenden muchas calles como si estuviéramos en la Andalucía barroca, ellos se sienten felices con esa unión.
Los programas que aborda pueden abarcar en un mismo concierto músicas que viajan a través de seis o siete siglos. ¿Busca una coherencia oculta? Existe mucha compenetración entre músicas turcas, armenias, andaluzas, cristianas.
Un espíritu común: la expresión de la alegría, la tristeza y la espiritualidad. Si eres capaz de penetrar en ella y arrancarla sin manipular apenas, sin entrar en efectismos cogidos con pinzas, puedes lograrlo.
Yo intento adentrarme en una lógica de la evolución musical, donde el espíritu de la improvisación, de la espontaneidad del sonido, el canto y el ritmo están ligados a unas estructuras que conocemos. Es una actitud mental.
De los intérpretes, desde luego. Pero el secreto ¿no reside en que el espectador recoja eso con emoción e intelecto? Claro, claro. Esa coherencia, ese equilibrio.
Si se da en el arte, ¿por qué entre culturas similares nos bombardeamos y levantamos fronteras? ¿Se lo plantea como músico? Desde hace décadas me dedico a hacer tomar conciencia a través de la música de eso.
Es el único camino que nos queda.
Soy consciente también de que la gente, cada día, vive sus conflictos. Guerra, desempleo, desahucios, no poder acceder a según qué estudios. ¿Qué pasa?
Eso, ¿qué pasa? Vivimos en una espiral dentro de un mundo cada vez más tecnológico y globalizado. Los centros de poder se alejan cada vez más del alcance del ser humano y de lo esencial nadie se ocupa. Durante años, pensamos que la democracia era el mejor de nuestros sistemas. Pero cuando las estructuras económicas superan al poder político, todo eso se debilita.
¿Quién manda en Europa? Esa pregunta late en movimientos como el 15-M, la Grecia que ha elegido a Syriza o el independentismo catalán.
La gente toma conciencia para intentar volver a sujetar las riendas. La distancia se agranda, la brecha entre ricos y pobres también, y quien decide sobre nuestros destinos no es aquel interesado en el bienestar general.
Necesitamos un nuevo humanismo.
Devolver al hombre al centro de la preocupación.
Y en Cataluña, ¿se consigue eso a través del independentismo? El líder de los independentistas escoceses, Alex Salmond, me dijo una vez que, en su país, quienes ansiaban la independencia eran los políticos, mientras que en Cataluña lo teníamos más fácil porque era el pueblo.
Bueno, mitad y mitad dicen las encuestas. Lo que demuestra es un pueblo profundamente dividido sobre el asunto
. Al menos, la gente se preocupa, lo quiere debatir. No es defender a unos por otros.
Hay políticos no independentistas que se han apuntado después al carro, como Artur Mas.
¿Para blanquear su imagen y la de los suyos en una arcadia feliz? No quiero entrar, no quiero entrar.
Solo me interesa saber de dónde viene.
Y viene de una toma de conciencia por parte de sociedades con más capacidad de expresarse
. Los meridionales somos más expresivos: en la alegría, en la tristeza, en la cólera y en la euforia.
Por eso, los indignados proliferan más en el sur.
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