Eduardo Mendoza recibió el jueves el premio que lleva el nombre del escritor más insigne de Praga y más falsificado, según Josef Cermák, experto en el autor de ‘La metamorfosis'.
¿Qué queda por descubrir del Dr Kafka, Dr. Cermák?
“¿Y qué más le da?”, ironiza Josef Cermák, para muchos el mayor experto en el autor de La Metamorfosis, esa pequeña gran obra que cumple 100 años cuando el Premio Kafka recae, por primera, vez en un autor español: Eduardo Mendoza.
“Mire, han aparecido dos comandas, si le interesa”.
Quien se chancea del arrobo por el mito, y atesoró amistades de guerra fría con Delibes, Barral y Matute, tuvo un día depositada en su habitación de estudiante “la correspondencia de Kafka”, ahora subastada por medio millón de euros.
El Dr. C. lleva una vida tras los talones del Dr. K. Y le cansa tanta interpretación. “Kafka es lo que cada uno busca que sea”. Ha devenido en un espejo universal en que mirarse: “Sartre y Camus lo hicieron existencialista”, Gustav Janouch o Michal Mareš, socialista, libertario; otros anarquista, rebelde, anti-sistema.
Hasta el editor Wagenbach se tragó patrañas.
Con su sobrina Vera “trabajábamos en su casa sobre su propia mesa”. “Pude visitar sus archivos policiales y sindicales” sin que nadie reparase. Y resultó ser “un hombre formal”, sin esa rebeldía querida en Occidente. Atildado y espirituado, con ideas naturistas y clásica represión urbana: incomprendido por su padre pero abonado a la casa familiar.
Se enamoraba tanto como visitaba el burdel de La Gazela, tras del teatro Nostic, y solicitaba puntualmente su limpio expediente policial. Iba al café Louvre, pero en Praga no era nadie; apenas sólo una de sus novias, la periodista Milena Jesenská, y el editor católico de provincias Josef Florian, se interesaron.
Pocos se apercibieron de la aparición de La Metamorfosis en el mensual Weiße Blätter, hace justo cien años: “Los popes, Otakar Fischer y Vojtêch Jírat, lo ignoran”.
Pavel Eisner “sólo lo descubre cuando el auge pan-germanista lo mueve a traducir a la inversa”, del alemán al checo. El fascismo, que envía a su familia a Auschwitz, lo lanza: “Schocken, su editor en Berlín, huye” y primero lo da a conocer en Viena y luego desde Tel Aviv
. Después son los supervivientes judíos al alcanzar Francia y EE UU. Y aparece la primera pseudo-interpretación: Kafka habría previsto el Holocausto europeo. “Fue una revolución”.
Luego Sartre: “Me enerva cómo lo usa para sus tesis y pasa del resto”. Camus lo trae a su molino como “genio del absurdo”. Con los marxistas nace “el camarada K”, el anticapitalista; y así los anarquistas y los rebeldes urbanos. O Max Brod, el santificador.
Cermák desmonta las interpretaciones pero le indignan los “amigos de Kafka”, que con el apogeo recubrieron después lagunas, azuzando leyendas y lecturas. “Mareš es un golfo, lo hace para pagarse las cervezas” a costa de periodistas que peregrinan a Praga: a cada cuál le coloca una “anécdota”.
Peor sería Janouch, “pues él sí sabía escribir”: 25 años después “empieza a inventar sus Conversaciones con Kafka”. Cientos de charlas entrecomilladas, que pasan a ser canónicas y aun bendecidas por un iluminado Brod; hasta que llega el desenmascaramiento de Cermák.
Decían basarse en un “supuesto diario, que habría escrito con 17 años, habría perdido en la guerra y luego reencontrado”, claro, con el auge del escritor: “Nunca nos lo mostró”, dice Cermák. Había nacido el Kafka libertario
. El éxito mundial fue tal que “cometió el error de querer duplicarlo” con nuevos hallazgos.
Los falsificadores son una especialidad del Dr. C.: conocidos que parasitan a un grande y reaparecen como albaceas: “un clásico para intelectuales menores”.
Adornan pruebas, pergeñan “documentos”, lo hicieron con sus prohombres las nuevas naciones en el XIX pues “las mistificaciones tienen cultivo en el clima espiritual de una época”.
Y el escritor Svorecký le espetó: “Nos lo has estropeado”. Pero mire: “Hay tantos K. como Dios en la Biblia, uno para cada”. Lo permitiría el que “casi todos los textos de Kafka están inacabados” ¿Cómo termina América, qué es El Castillo, quién es Josef K? Mas buscándonos, “¿lo hemos hinchado demasiado?”.
Se trata de “un perfeccionista” y esa es su fuente de infelicidad: “Hay 800 comienzos sin continuar”. Kafka vive algo que reconoce al adjudicarle en palabras; pero luego, ya no lo reconoce: Ni se entiende, ni cree que lo entiendan:
“Ni mi amigo me comprende, pero es mi amigo”, dice de Brod. Sus ganas de quemar son consonantes, “pero conservó algo: La condena”. Muy autobiográfica, “pero no la mejor”.
Hoy miles peregrinan a “la ciudad de Kafka” y Cermák sonríe: Él no nombra nunca su ciudad, “Praga son dos cosas: un espacio amado y una opresión: su trabajo y su familia. Su ciudad de elección es Berlín”, donde vive su último amor con la periodista Dora Diamant.
“¿Pero quién ha leído a Kafka?” concluye, del llamado más influyente escritor del siglo XX: “De K. se habla mucho, pero nadie lo lee”. ¿No son eso son los mitos literarios?
“Pero siempre hay que partir del texto. Y volver al texto”. El resto es el lector.
Ramiro Villapadierna es director del Instituto Cervantes en Praga y lleva 25 años trabajando desde Europa Central.
“¿Y qué más le da?”, ironiza Josef Cermák, para muchos el mayor experto en el autor de La Metamorfosis, esa pequeña gran obra que cumple 100 años cuando el Premio Kafka recae, por primera, vez en un autor español: Eduardo Mendoza.
“Mire, han aparecido dos comandas, si le interesa”.
Quien se chancea del arrobo por el mito, y atesoró amistades de guerra fría con Delibes, Barral y Matute, tuvo un día depositada en su habitación de estudiante “la correspondencia de Kafka”, ahora subastada por medio millón de euros.
El Dr. C. lleva una vida tras los talones del Dr. K. Y le cansa tanta interpretación. “Kafka es lo que cada uno busca que sea”. Ha devenido en un espejo universal en que mirarse: “Sartre y Camus lo hicieron existencialista”, Gustav Janouch o Michal Mareš, socialista, libertario; otros anarquista, rebelde, anti-sistema.
Hasta el editor Wagenbach se tragó patrañas.
Un hombre enamoradizo
Cuando Cermák se enfrenta al que iba a compartir inopinadamente con el Che el póster pop del siglo XX, “Kafka era un desconocido”. “¿Se refiere al escritor americano?” respondía un librero en la ciudad vieja, a la caída del socialismo.Con su sobrina Vera “trabajábamos en su casa sobre su propia mesa”. “Pude visitar sus archivos policiales y sindicales” sin que nadie reparase. Y resultó ser “un hombre formal”, sin esa rebeldía querida en Occidente. Atildado y espirituado, con ideas naturistas y clásica represión urbana: incomprendido por su padre pero abonado a la casa familiar.
Se enamoraba tanto como visitaba el burdel de La Gazela, tras del teatro Nostic, y solicitaba puntualmente su limpio expediente policial. Iba al café Louvre, pero en Praga no era nadie; apenas sólo una de sus novias, la periodista Milena Jesenská, y el editor católico de provincias Josef Florian, se interesaron.
Pocos se apercibieron de la aparición de La Metamorfosis en el mensual Weiße Blätter, hace justo cien años: “Los popes, Otakar Fischer y Vojtêch Jírat, lo ignoran”.
Pavel Eisner “sólo lo descubre cuando el auge pan-germanista lo mueve a traducir a la inversa”, del alemán al checo. El fascismo, que envía a su familia a Auschwitz, lo lanza: “Schocken, su editor en Berlín, huye” y primero lo da a conocer en Viena y luego desde Tel Aviv
. Después son los supervivientes judíos al alcanzar Francia y EE UU. Y aparece la primera pseudo-interpretación: Kafka habría previsto el Holocausto europeo. “Fue una revolución”.
Luego Sartre: “Me enerva cómo lo usa para sus tesis y pasa del resto”. Camus lo trae a su molino como “genio del absurdo”. Con los marxistas nace “el camarada K”, el anticapitalista; y así los anarquistas y los rebeldes urbanos. O Max Brod, el santificador.
Cermák desmonta las interpretaciones pero le indignan los “amigos de Kafka”, que con el apogeo recubrieron después lagunas, azuzando leyendas y lecturas. “Mareš es un golfo, lo hace para pagarse las cervezas” a costa de periodistas que peregrinan a Praga: a cada cuál le coloca una “anécdota”.
Peor sería Janouch, “pues él sí sabía escribir”: 25 años después “empieza a inventar sus Conversaciones con Kafka”. Cientos de charlas entrecomilladas, que pasan a ser canónicas y aun bendecidas por un iluminado Brod; hasta que llega el desenmascaramiento de Cermák.
Decían basarse en un “supuesto diario, que habría escrito con 17 años, habría perdido en la guerra y luego reencontrado”, claro, con el auge del escritor: “Nunca nos lo mostró”, dice Cermák. Había nacido el Kafka libertario
. El éxito mundial fue tal que “cometió el error de querer duplicarlo” con nuevos hallazgos.
Los falsificadores son una especialidad del Dr. C.: conocidos que parasitan a un grande y reaparecen como albaceas: “un clásico para intelectuales menores”.
Adornan pruebas, pergeñan “documentos”, lo hicieron con sus prohombres las nuevas naciones en el XIX pues “las mistificaciones tienen cultivo en el clima espiritual de una época”.
Textos inacabados
Hartmut Binder, el gran interpretador y hermano académico, le dijo: “¿Pero por qué no contaste todo esto hace 30 años?”Y el escritor Svorecký le espetó: “Nos lo has estropeado”. Pero mire: “Hay tantos K. como Dios en la Biblia, uno para cada”. Lo permitiría el que “casi todos los textos de Kafka están inacabados” ¿Cómo termina América, qué es El Castillo, quién es Josef K? Mas buscándonos, “¿lo hemos hinchado demasiado?”.
Se trata de “un perfeccionista” y esa es su fuente de infelicidad: “Hay 800 comienzos sin continuar”. Kafka vive algo que reconoce al adjudicarle en palabras; pero luego, ya no lo reconoce: Ni se entiende, ni cree que lo entiendan:
“Ni mi amigo me comprende, pero es mi amigo”, dice de Brod. Sus ganas de quemar son consonantes, “pero conservó algo: La condena”. Muy autobiográfica, “pero no la mejor”.
Hoy miles peregrinan a “la ciudad de Kafka” y Cermák sonríe: Él no nombra nunca su ciudad, “Praga son dos cosas: un espacio amado y una opresión: su trabajo y su familia. Su ciudad de elección es Berlín”, donde vive su último amor con la periodista Dora Diamant.
“¿Pero quién ha leído a Kafka?” concluye, del llamado más influyente escritor del siglo XX: “De K. se habla mucho, pero nadie lo lee”. ¿No son eso son los mitos literarios?
“Pero siempre hay que partir del texto. Y volver al texto”. El resto es el lector.
Ramiro Villapadierna es director del Instituto Cervantes en Praga y lleva 25 años trabajando desde Europa Central.