Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

9 oct 2015

Mi prenda favorita.............................................................. Josep Casamartina I Parassols

La ropa acumula recuerdos. A veces, pasa a formar parte de nuestra biografía.

 


Ang Lee conmocionó a medio mundo, hace 10 años, con la escena de Brokeback Mountain en la que Ennis (Heath Ledger) abraza sollozando un par de camisas superpuestas en un mismo colgador, la suya y la de su fallecido amigo Jack (Jake Gyllenhaal), a quien había negado la idea de vivir juntos y gozar abiertamente del amor mutuo que ambos sentían.
 A partir de este momento, los protagonistas de la película ya no son los dos guapos, rudos y sensibles actores masculinos, sino esas dos camisas que se encadenarán de un armario a otro para presidir la melancólica escena final.
 Nunca, hasta entonces, una pieza textil había contenido y generado tanta emoción, más allá de las innumerables y apócrifas santas faces y sudarios repartidos por catedrales y santuarios de la tierra.
Adriana Ugarte con un vestido que le regaló su abuela. / Xevi Muntane
Y es que las prendas que llevamos dicen mucho de nosotros y acumulan recuerdos y sensaciones, aunque a veces no seamos al cien por cien conscientes de ello.
 Constantemente establecemos diálogos o monólogos callados con piezas y complementos de nuestro ropero, por más modesto que sea, y estos, a su vez, interactúan y establecen otros diálogos con la gente que nos rodea o nos observa, y lo hacen incluso cuando no están en escena y permanecen pasivos en sus respectivos estantes, perchas y armarios.
 En Como un torrente (Some Came Running, 1958), de Vincente Minnelli, un director exquisito para el cual la indumentaria era algo esencial en sus películas, el inseparable bolso de Shirley MacLaine es el alter ego del personaje que encarna: su retrato psicológico.
Un perrito de peluche que apenas contiene en su interior un pintalabios y un poco de rímel, con prácticos espejos en el reverso de las orejas caídas, pero que nos dice mucho del verdadero encanto de quien lo usa con una naturalidad asombrosa: la ingenuidad, el candor y hasta su infantilismo, que serán los que realmente acabarán por seducir al culto escritor que interpreta Frank Sinatra.
Gilda nunca hubiera sido Gilda sin su traje negro de satén y sus guantes a juego
. Pero Rita Hayworth también lleva otros vestidos en el mítico filme; sin embargo, el único que permanece en el imaginario colectivo es ese negro que ni tan siquiera pertenece a la escena en la que canta la famosa Amado mío, sino en la de la descarada Put the Blame on Mame. Melodías aparte, ese vestido negro es más acertado que el resto y encaja a la perfección con la figura y la belleza de Rita Cansino, le quita chabacanería y le da mucho porte, hasta más del que ella tenía, por eso ha quedado como su pieza icónica, indisociable a su nombre.
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Las prendas que llevamos recogen sensaciones, aunque no seamos conscientes
Igual que los dos vestidos más famosos de Hubert de Givenchy diseñados para Audrey Hepburn: el de princesa cenicienta en Sabrina y, cinco años más tarde, el de chica buscavidas de lujo en Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany’s).
 Es ese enganche perfecto entre el objeto y el sujeto, el contenedor y el contenido, lo útil y lo simbólico, lo que hace que una camisa o una simple camiseta, un vestido, un abrigo, un bolso o unos zapatos adquieran personalidad humana y trasciendan lo inerte y vacío para entrar en el mundo de lo sublime
. El cine está lleno de esos momentos que también, por suerte, se dan de forma constante en la realidad y en pequeña escala
. Es por ello que a menudo nos apegamos a prendas y complementos que convertimos en iconos de nuestra personalidad y que guardamos como fetiches incluso cuando pasan a estar obsoletos en nuestro armario, para ocupar simplemente un espacio y nada más.
¿Pero por qué convertimos esos objetos y prendas en algo sacro?
 Pues seguramente porque nos dan confianza, buen rollo, euforia… y nos sentimos bien teniéndolos cerca o puestos y porque notamos que nos transforman
. Esa pieza de vestir en la que vamos muy cómodos y todo el mundo nos dice, cuando nos ve con ella, que nos sienta bien y, seguramente, nos sienta bien porque nos sentimos cómodos con ella y por eso la sabemos llevar con naturalidad, que es una de las máximas de la elegancia sobria y discreta, que es la mejor de todas o, mejor dicho, su propia esencia.
La modelo Vanesa Lorenzo con un chaleco diseñado por ella. / Xevi Muntane
Por norma general, esas prendas suelen ser las de marca y las caras, pues lo son, porque además de ser un objeto de lujo, se han estudiado y confeccionado más a conciencia que el resto de productos comerciales a gran escala, y se han pensado para durar, aun en los casos que debían de servir para una sola ocasión.
 Sucede lo mismo con las piezas vintage a las que además el tiempo les ha otorgado una pátina, por norma general, favorecedora.
 Pero una pieza low cost también puede alcanzar perfectamente ese pequeño Olimpo de lo especial, aunque resulte más difícil por estar masificada.
Cada uno se construye un universo personal, incluso sin querer, y en el que hasta el desaliño tiene cabida y consecuencias.
El tiempo, sin embargo, juega siempre en contra nuestra, y el cuerpo cambia de forma paulatina y radical con el paso de los años, y lo que sentaba de maravilla llega un momento en que ya no cabe y de nada sirve intentar ensancharlo y destrozar su armonía formal.
También la ropa se mancha y estropea con el uso en un proceso de destrucción anunciada.
 Además, la moda, maléfica aliada del tiempo, se ocupa de convertir en anacrónico lo que ella misma produjo eufóricamente ayer, en aras de la industria y el comercio, que son su gasolina para poder subsistir, temporada tras temporada, de forma cíclica e infinita.
 Y lo que en un momento nos había otorgado confianza y seguridad, en otro nos desestabiliza por culpa del entorno.
Belén Moneo con un collar de cristal de Murano. / Xevi Muntane
A lo largo de una vida los humanos nos ponemos y quitamos una infinidad apabullante de prendas que acumulamos mientras nos son de utilidad. Una vez dejan de serlo, nos desprendemos de ellas. Algunas veces se dan a alguien próximo para que pueda aprovecharlas, pero la mayoría va para Cáritas, la parroquia o los contenedores de ropa, en el mejor de los casos, cuando no se echa directamente a la basura.
 Pero siempre queda algo que guardamos y nos da pena fulminar porque nos recuerda algún momento de felicidad y bienestar propios, una pieza anhelada y que en el momento de su compra fue cara, o no lo fue pero la lucimos con gracia y sigue gustándonos, o porque representa el recuerdo de un ser querido.
Y ese variado poso es el que pasará de mano en mano, de armario a armario, hasta que, si tiene suerte y suficiente entidad, acabe entrando a la larga en un museo o colección particular, aun a pesar de haber perdido, seguramente, la calidad de amuleto personal.
 El paso del tiempo también vacía de contenido muchas cosas, pero siempre queda algo y las piezas que se han conservado acaban adquiriendo una calidad más abstracta y suspendida, que evidencia la forma y empaña el sentimiento, justo como cuando fueron creadas, antes de pertenecer a nadie.
Contaba un día Hubert de Givenchy, en la intimidad de su palacio parisiense junto a su compañero Philippe Venet, que él se emocionaba ante unos metros de tela desplegada –quizás un buen terciopelo o un crepé liso, así sin más–, y es que, para conmoverse con un tejido sin forma, se necesita sensibilidad y educación.
Y no todo el mundo tiene acceso a ese tipo de sentimientos. Por tradición y cultura, este ha sido un ámbito acotado a las mujeres, los comerciantes y los modistos, y también, claro está, a los fabricantes y teóricos textiles.
La lana, la seda, el lino o el algodón en todo su esplendor primigenio.
 Es otro tipo de emoción más abstracta y sensitiva que también proporciona el textil, en la que no hay el valor añadido del recuerdo o la vanidad.
Un goce en estado puro, discreto y sereno, estrictamente táctil y visual, en el que las palabras ya carecen de sentido.
Josep Casamartina i Parassols es escritor, crítico e historiador del arte.

8 oct 2015

Estrellas que casi nunca sonríen



Rooney Mara es una de las actrices que casi siempre posa con gesto serio a pesar de sus éxitos profesionales
. La intérprete acaba de rodar 'Pan (Viaje a Nunca Jamás' y es la protagonista de 'Millenium:
 Los hombres que no amaban a las mujeres'. a pesar de su juventud, 30 años, es una actriz que suele posar siempre con gesto serie. 


"No sonrío por culpa de la moda" ha confesado en alguna ocasión Victoria Beckham. Solo su entorno más cercano puede decir qué conoce cómo luce la sonrisa de la mujer del futbolista David Beckham. En alguna entrevista, la ex Spice Girl ha reconocido que es la pregunta que más suelen hacerle y la que más odia

Kylye Jenner aprieta las mandíbulas, saca morritos y se pone siempre muy seria para posar ante las cámaras de los periodistas. 



Mary Kate y Ashley, las hermanas Oslen, entre que nunca sonríen, sus caras pálidas y el vestuario gótico que lucen, parece que viven en un estado permanente de luto.



La falta de sonrisa de Ben Affleck no se debe a su divorcio de Jennifer Garner, porque mientras estaban casados tampoco la exhibía en público. 





Ni con la ciudad eterna de fondo, el actor Daniel Craig sonríe. Puede que sea parte de su papel como James Bond.



Lo que Johnny Depp hace reír a la audiencia en sus películas, no se corresponde con lo que él enseña en los 'photocalls'. 



En una entrevista para 'Elle', Kristen Stewart aseguró que no le gusta sonreír delante de las cámaras porque quiere tener el control en todo momento fuera del trabajo. Y lo cumple a rajatabla.

Vargas LLosa e Isabel Presyler ya viven juntos

Vargas Llosa ya se ha mudado a casa de Isabel Preysler

Vargas LLosa e Isabel Presyler ya viven juntos en la fabulosa casa que ella tiene en Puerta de Hierro y en la que vivió todos los años de su matrimonio con el fallecido Miguel Boyer y también comparte con su hija Ana. 
 Según afirma Paloma Barrientos en Vanitatis, el Nobel ya está instalado en casa de su novia. El escritor llevaba varios meses viviendo en un apartamento de 100 metros cuadrados en el Hotel Eurobuiding de Madrid.
Vargas Llosa e Isabel dan así un paso más en una relación que todos los pronósticos dicen que acabará en boda. El escritor permanecerá en la llamada “Villa Meona” (por la cantidad de cuatos de baño que tiene) hasta que se marche a la Universidad de Pricenton donde estará de profesor invitado hasta diciembre.
No sabemos si Isabel le acompañará o no en esta estacia en Estados Unidos.
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Mario Vargas LLosa e Isabel Presyler, una relación que probablemente acabará en boda
Isabel y Mario se han decidio a formalizar así su relación, una vez que ya se han presentado oficialmente como pareja, primero en Nueva York, en la fiesta de Porcelanosa y después en Madrid, en el estreno de la temporada de ópera delante de los Reyes.

La pareja no se separa ni un minuto y exhibe su amor allí por donde va, siempre cogidos de la mano.
 Este verano, pasaron tres semanas de ensueño en una lujosa villa de Mustique, que compartieron también con las hijas de Isabel, Tamara y Ana, que siempre han dado el “visto bueno” a la relación de su madre con el escritor.
Cuando salieron a la luz las fotos que destapaban el romance Preysler-Vargas LLosa, el escritor dejó la casa que compartía con su mujer en la calle Flora, en el barrio de las letras
. Dejó todas sus cosas allí y sólo se llevó sus efectos personales y ropa. 
Se instaló en uno de los apartamentos del Hotel Eurobuilding, donde ha permanecido hasta ahora.
Dicen que para el escritor es muy importante tener una rutina para trabajar, una rutina que antes era organizada y respetada por Patricia y que ahora Isabel se encargará de que tenga.
 El Nobel, de casi 80 años, necesita respetar horarios, rutinas y espacios para poder trabajar. Isabel decía hace pocos días que era consciente de lo importante que para su novio era escribir y que haría lo posible en ayudarle.

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Mario e Isabel en la fiesta de Porcelanosa de Nueva York, su presentación ‘oficial’ como pareja
 

Julio Iglesias aplaude la relación de Isabel Preysler con Mario Vargas Llosa

Julio Iglesias aplaude la relación de Isabel Preysler con Mario Vargas Llosa

México.- Aunque hace más de tres décadas Julio Iglesias no se mete en los asuntos de Isabel Preysler, el cantante español aplaudió hoy la relación de su exmujer con el nobel de literatura Mario Vargas Llosa, quienes mantienen un sonado romance desde hace varios meses.
“Si las gentes son felices de esa manera, pues aplaudirles”, dijo el intérprete en una conferencia de prensa en la capital mexicana, en la que presentó su último disco, “México”, un tributo a la música de este país.
Dispuesto y receptivo con la prensa en el día que cumple 72 años, Iglesias fue cuestionado sobre esta relación y dijo que hay que respetar las decisiones de “cada uno”.
“Yo no estoy metido en esos menesteres ya.
 Yo salí de ese menester hace ya muchos años, pienso que hace 30 años, y no he vuelto a juzgar ninguna situación de mi exmujer, como tampoco ella lo ha hecho de mí”, apuntó.
El artista, quien fue recibido en la conferencia de prensa por un grupo de mariachis que le cantaron “Las Mañanitas”, aseguró que tiene “una relación buenísima con Isabel”, la mamá de sus tres hijos mayores.
Iglesias estuvo casado con Preysler desde 1971 hasta 1978, un matrimonio del que nacieron Chábeli Iglesias, Julio Iglesias Jr. y Enrique Iglesias.
 Tiene otros cinco hijos con Miranda Rijnsburger, con quien se casó en 1991.
El pasado junio, la revista ¡Hola! sacaba a la luz unas fotografías de Preysler y Vargas Llosa juntos asegurando que la amistad entre los dos se había estrechado tras la separación del escritor y la viudez de ella.
Los rumores de la existencia de una relación amorosa se confirmaron posteriormente con la frecuente presencia de ambos en actos públicos y con una reciente entrevista en la que Preysler asegura que ambos están “muy seguros” de lo que han hecho.