Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

27 sept 2015

“Mi trabajo fue encontrar la mujer que hay en mí”......................................................... Rocío Ayuso

Tras su actuación en ‘La chica danesa’, el nombre de Eddie Redmayne suena para otro Oscar. 

En la cinta el actor da vida a Lili Elbe, el primer transexual que se operó.

Eddie Redmayne
Eddie Redmayne, en el festival de cine de Toronto. / Wireimage

Cuando Eddie Redmayne habla lo último que se le pasa por la cabeza a su interlocutor es que dentro de unos meses podría tener su segundo Oscar en la mano.
El primero, el que ganó por mejor actor con su retrato de Stephen Hawkins en La teoría del todo, brilla reluciente en su piso de Londres.
 “Está en una mesita, junto al Globo de Oro y siempre que llego a casa me sorprendo porque la experiencia de verlo allí me sigue pareciendo irreal”, confiesa.
Y ahora va a por el segundo.
 Lo dicen en el Festival de Venecia, en Toronto, en Hollywood...
 Su candidatura es segura para todos menos para este británico de 33 años, pálido y pecoso, en un perenne estado de alegría, asombro y humildad.
 "Acabo de conocer a Johnny Depp en persona y todavía estoy en estado de shock
. En La chica danesa trabajé con Amber [Heath], su esposa.
 No la había conocido hasta ahora.
 Hacen tan buena pareja", dice. "¿Y Stanley Tucci? ¿Qué me dice? ¡Es mi ser humano favorito! Él y su esposa Felicity.
Son lo más. Adorables, adorables”, añade hablando de Spotlight. Redmayne es un humano de pies a cabeza y, sin embargo, ha sido encumbrado en menos de dos años al Olimpo de los dioses de Hollywood.
Pregunta. ¿De dónde le viene tanta humildad?
Respuesta. Supongo que algo viene de mis padres, de lo que me enseñaron.
 De la seguridad de que todo lo que sube tiene que bajar.
 Todos lo hemos visto.
 Especialmente en nuestro trabajo, todo es tan efímero.
Yo he tenido suerte
. Suerte de que los que recibieron el guion de La teoría del todo antes que yo dijeron que no.
P. ¿Y la belleza? En La chica danesa todos admiran su transformación en mujer para dar vida a Lili Elbe, el primer transexual que se operó.
R. Tom [Hooper, director de la cinta] siempre habla de mi feminidad y es interesante porque soy idéntico a mi madre.
 Pero mi trabajo en esta película fue encontrar la mujer que hay en mí.
Este actor de alta cuna —educado en Eaton junto al heredero al trono británico, el príncipe Guillermo, antes de cursar sus estudios en Cambridge— está encantado de provocar con el estreno de La chica danesa, un nuevo debate que abre los ojos a una posible fluidez sexual donde “no hay géneros, solo seres humanos”.
P. Usted está a punto de cumplir su primer aniversario de boda con Hannah Bagshawe, esa otra mujer que hay en su vida...
R. Parece mentira cómo pasa el tiempo. Me di cuenta cuando Hannah me recordó que ya solo quedan unos meses para que se siente donde ella quiera en la mesa, en lugar de seguir la tradición que dice que durante el primer año de casados la esposa debe sentarse a la derecha del marido (risas). ¡Vaya temporada!
 Ni el Oscar ni nada, lo mejor fue mi boda.
Eddie Redmayne luce el Oscar al mejor actor, junto con su esposa, Hannah Bagshawe. / VALERIE MACON (AFP)
P. Pero no ha tenido ni tiempo de disfrutar con tanto rodaje.
R. Nos conocemos desde niños y Hannah me ha visto en todo tipo de líos.
 Aún así todavía me quiere.
Además llevábamos mucho tiempo comprometidos
. Con los preparativos de la boda nuestra vida se acabó convirtiendo en una maravillosa montaña rusa hasta el Oscar
. Pero tuvimos tiempo para ir de luna de miel a las Maldivas
. Un absoluto paraíso, sin móviles, desconectados de todo.
 Nunca había disfrutado de unas vacaciones de arena blanca y agua turquesa.
Y, por supuesto, protección solar de factor 500, incluso a la sombra. ¡Tan británico!
P. Todo suena demasiado cotidiano para ser una estrella, especialmente una que está entre los mejores vestidos de Hollywood.
R. Ya lo dijo un tabloide cuando puso de título Eddie Mundaine [juego de palabras que vendría a significar Eddie, el mundano] a una serie de fotos que me sacó un paparazi en la tintorería o tomando un café vestido de manera informal.
 Pero esa es la realidad de mi vida cuando no estoy hablando de algo que me apasiona o en una alfombra roja.

 

El refugiado Benjamin.................................................................................r Mar Padilla

Walter Benjamin. Foto: Akademie der Künste, Berlin - Walter Benjamin Archiv (DP)
Walter Benjamin. Foto: Akademie der Künste, Berlin – Walter Benjamin Archiv (DP)
No es la única, pero la tesis más plausible sobre la triste muerte de Walter Benjamin, el crítico literario judío alemán, el esteta, el filósofo, el periodista, el refugiado, es que se quitó la vida en Portbou (Girona), junto a la frontera francesa, el 26 de septiembre de 1940, a eso de las 10 de la noche, después de cenar. 
Escapaba de los nazis, de los franceses colaboracionistas, de los españoles franquistas, de una Europa terrorífica.
 De eso hace ahora setenta y cinco años.
 Es esta una historia conocida, la de un hombre que, como millones de personas, tuvo que huir.
Para empezar, como un chiste malo de comedia negra, en su entierro apresurado, oficiado por un cura en la zona católica del cementerio gerundense, alguien decidió que en su lápida debía poner «Benjamín Walter», así, al revés, con Benjamín como nombre de pila y en castellano.
 Y otro funesto, negrísimo, gag más: Walter Benjamin fue registrado como cliente de la habitación número 4 a lo largo de cuatro días en el Hotel de Francia, en Portbou, uno como persona y tres como cadáver a la espera de ser sepultado.
Así, solo, murió «con esa autoridad que hasta el más pobre desgraciado posee para los vivos que están a su alrededor», una reflexión suya referida a otros aplicable a sí mismo.
 En todo caso, el suyo fue un final atroz, uno más en el marco de la persecución judía en la Segunda Guerra Mundial. 
Un siniestro destino descrito en sus gags —estos reales, de su puño y letra— para un programa humorístico de la radio, en el que en 1924 hacía sátira del espíritu de Korps de la universidad alemana, y, con negrísimo humor, inventaba asignaturas como la «Introducción a la Teoría de la Deportación», o los «Estudios Prácticos de Exterminación». Un fogonazo profético.
En Portbou —un pueblo a orillas del Mediterráneo que el berlinés, en su huida con otros refugiados, avistó desde lo alto de una colina, tras cuatro horas de caminata entre cepas de vid desde Banyuls, como una promesa de salvación— se encontró, vestido de ciudad, con gabardina deshilachada, frente a la fatalidad.
 A Kafka, a quien Benjamin estudió con pasión, se le hubiera helado la sonrisa al saber que una pesadilla burocrática fue la última desgracia que acabó por quebrar, de una vez por todas, el ya frágil espíritu del filósofo: en sus papeles constaba que tenía permiso para entrar en España pero no para salir de Francia, un galimatías administrativo que resultó temporal, un paréntesis de documentos en el tiempo y en el espacio en el que Benjamin quedó atrapado. 
En su condición de judío alemán, en una enloquecida rueda burocrática, el berlinés temió que los guardiaciviles lo devolvieran a la policía francesa, temió que estos, peones de un Gobierno colaboracionista con el régimen nazi, lo fueran a deportar a las autoridades alemanas en la frontera, y temió su final en un campo de concentración.
 Una concatenación de leyes, protocolos y acuerdos de hombres de lustroso uniforme, todos obedientes, cumpliendo órdenes, atentos a la letra pequeña del manual del terror que azotaba Europa.
Certero, Benjamin escribió que es tarea más ardua honrar la memoria de los seres humanos anónimos que la de las personas célebres. 
Esta reflexión preside su monumento conmemorativo, al pie del hermoso cementerio de Portbou, donde a lo largo de cinco años, de 1940 a 1945, encontraron reposo sus huesos.
 Después, por falta de pago del sepulto, fueron relegados a una fosa común.
 Con razón concebía la vida como un laberinto donde uno acaba perdiéndose, donde manda el tiempo, «en el que viven también los que no tienen hogar», decía.
Sabía, como tantos, que el sufrimiento es viejo como el mundo, y su deseo, como también el de muchos, era interrumpir el curso de este. 
Y así decide hacerlo, de una vez por todas, perdido, en una habituación de un pequeño pueblo.
 Antes de la hora definitiva, la factura del Hotel de Francia certifica que la última cena le costó a Benjamin doce pesetas, y que ocupar la habitación —vivo o muerto— eran cinco pesetas diarias. 
 Hizo hasta cuatro conferencias telefónicas de las que se desconocen los destinatarios, y pidió cinco gaseosas con limón, a razón de una peseta por botella. 
Después, una vez muerto, la factura prosigue su suma implacable: vestir difunto, desinfectar habitación, lavar y blanquear colchón costó setenta y cinco pesetas.
Benjamin tenía algo de poeta deslenguado, era un ratón de biblioteca y «nunca consistente en los asuntos más importantes», según se definía. Era un tipo atento a mil cosas, que vislumbró la barbarie como reverso de todo gesto de civilización. Poseía el más alto nivel de atención, que «incluía a todas las criaturas vivientes, como los santos las incluyen en sus plegarias», según él mismo escribió de Kafka.
 Caótico y brillante, su cerebro iba en mil direcciones, de París en la época de Baudelaire a las drogas, de la fotografía a las obras de arte, de los escaparates de los grandes almacenes a las piernas de las mujeres, de Proust a los recuerdos de su infancia en Berlín.
Escena del documental Quién mató a Walter Benjamin... Imagen: Milagros Producciones.
Escena del documental Quién mató a Walter Benjamin… Imagen: Milagros Producciones.
Obsesionado con los tránsitos, los pasajes y los viajes, el camino hacia el fin le dirigió al Mediterráneo.
 En 1939 fue desposeído de la nacionalidad alemana, pero siempre se resistió a abandonar París hasta el mismo 14 de junio de 1940, cuando la ciudad cae bajo las botas de los nazis. 
Esa misma tarde coge uno de los últimos trenes de la capital francesa hacia el sur. 
Su objetivo era tratar de llegar a España, cruzar el país hasta Portugal, y allí tomar un barco hacia Nueva York.
 En Marsella le oyeron decir que llevaba consigo «treinta tabletas de morfina, suficientes para matar un caballo». Por si acaso.
 Desde allí se dirigió a Port-Vendres, junto con otros refugiados. Algunos de los que le acompañaron en sus últimos pasos explicaron años después que Benjamin llevaba consigo una maleta pesada —sus últimos documentos, su última obra, quién sabe—, a la que se aferraba como a la última mano amiga.
 En cualquier caso, lograron llegar a la llamada ruta Líster, que iba de Banyuls a Portbou, pero la alegría de dejar atrás tierras francesas duró poco.
 Las autoridades españolas les informaron de que habían entrado ilegalmente y que al día siguiente iban a ser devueltos al país vecino.
 Los llevaron al Hotel de Francia de la pequeña población gerundense en condición de detenidos y, allí, en la noche, Benjamin debió de pensar que estaba cansado de tanta huida infinita.
Ahora, en Portbou, contemplamos que el local de la antigua oficina de la Gestapo en el pueblo acoge un supermercado y que el Hotel de Francia es un anodino edificio de pisos, pero es difícil quitarse esta historia de la cabeza
. Y se cae en la cuenta de que, desde esta orilla del futuro, no todo está perdido si hay algunas personas en ciudades europeas que deciden, contra todo pronóstico, ir a una estación de tren a llevar agua, algo de comida y mantas a unos refugiados que llegan de otras huidas.
 «Estoy aquí porque soy un ser humano», decía el otro día una mujer, «y viendo lo que han vivido los que están llegando a mi ciudad, no he podido hacer otra cosa que venir a intentar ayudar». Dos y dos, cuatro.
 Ante un razonamiento así, es difícil no conmoverse. Walter Benjamin subrayaba la importancia de la amabilidad, la cortesía como exacto gesto civilizatorio, «un gesto que no es nada y, a la vez, es todo», decía. 
Lo aprendió en Ibiza, viviendo entre campesinos.


Para empezar, como un chiste malo de comedia negra, en su entierro apresurado, oficiado por un cura en la zona católica del cementerio gerundense, alguien decidió que en su lápida debía poner «Benjamín Walter», así, al revés, con Benjamín como nombre de pila y en castellano. Y otro funesto, negrísimo, gag más: Walter Benjamin fue registrado como cliente de la habitación número 4 a lo largo de cuatro días en el Hotel de Francia, en Portbou, uno como persona y tres como cadáver a la espera de ser sepultado.
Así, solo, murió «con esa autoridad que hasta el más pobre desgraciado posee para los vivos que están a su alrededor», una reflexión suya referida a otros aplicable a sí mismo. En todo caso, el suyo fue un final atroz, uno más en el marco de la persecución judía en la Segunda Guerra Mundial. Un siniestro destino descrito en sus gags —estos reales, de su puño y letra— para un programa humorístico de la radio, en el que en 1924 hacía sátira del espíritu de Korps de la universidad alemana, y, con negrísimo humor, inventaba asignaturas como la «Introducción a la Teoría de la Deportación», o los «Estudios Prácticos de Exterminación». Un fogonazo profético.
En Portbou —un pueblo a orillas del Mediterráneo que el berlinés, en su huida con otros refugiados, avistó desde lo alto de una colina, tras cuatro horas de caminata entre cepas de vid desde Banyuls, como una promesa de salvación— se encontró, vestido de ciudad, con gabardina deshilachada, frente a la fatalidad. A Kafka, a quien Benjamin estudió con pasión, se le hubiera helado la sonrisa al saber que una pesadilla burocrática fue la última desgracia que acabó por quebrar, de una vez por todas, el ya frágil espíritu del filósofo: en sus papeles constaba que tenía permiso para entrar en España pero no para salir de Francia, un galimatías administrativo que resultó temporal, un paréntesis de documentos en el tiempo y en el espacio en el que Benjamin quedó atrapado
. En su condición de judío alemán, en una enloquecida rueda burocrática, el berlinés temió que los guardiaciviles lo devolvieran a la policía francesa, temió que estos, peones de un Gobierno colaboracionista con el régimen nazi, lo fueran a deportar a las autoridades alemanas en la frontera, y temió su final en un campo de concentración. 
Una concatenación de leyes, protocolos y acuerdos de hombres de lustroso uniforme, todos obedientes, cumpliendo órdenes, atentos a la letra pequeña del manual del terror que azotaba Europa.
Certero, Benjamin escribió que es tarea más ardua honrar la memoria de los seres humanos anónimos que la de las personas célebres. Esta reflexión preside su monumento conmemorativo, al pie del hermoso cementerio de Portbou, donde a lo largo de cinco años, de 1940 a 1945, encontraron reposo sus huesos. 
Después, por falta de pago del sepulto, fueron relegados a una fosa común. Con razón concebía la vida como un laberinto donde uno acaba perdiéndose, donde manda el tiempo, «en el que viven también los que no tienen hogar», decía.
Sabía, como tantos, que el sufrimiento es viejo como el mundo, y su deseo, como también el de muchos, era interrumpir el curso de este.
 Y así decide hacerlo, de una vez por todas, perdido, en una habituación de un pequeño pueblo.
 Antes de la hora definitiva, la factura del Hotel de Francia certifica que la última cena le costó a Benjamin doce pesetas, y que ocupar la habitación —vivo o muerto— eran cinco pesetas diarias. Hizo hasta cuatro conferencias telefónicas de las que se desconocen los destinatarios, y pidió cinco gaseosas con limón, a razón de una peseta por botella.
 Después, una vez muerto, la factura prosigue su suma implacable: vestir difunto, desinfectar habitación, lavar y blanquear colchón costó setenta y cinco pesetas.
Benjamin tenía algo de poeta deslenguado, era un ratón de biblioteca y «nunca consistente en los asuntos más importantes», según se definía. Era un tipo atento a mil cosas, que vislumbró la barbarie como reverso de todo gesto de civilización. Poseía el más alto nivel de atención, que «incluía a todas las criaturas vivientes, como los santos las incluyen en sus plegarias», según él mismo escribió de Kafka. Caótico y brillante, su cerebro iba en mil direcciones, de París en la época de Baudelaire a las drogas, de la fotografía a las obras de arte, de los escaparates de los grandes almacenes a las piernas de las mujeres, de Proust a los recuerdos de su infancia en Berlín.
Escena del documental Quién mató a Walter Benjamin... Imagen: Milagros Producciones.
Escena del documental Quién mató a Walter Benjamin… Imagen: Milagros Producciones.
Obsesionado con los tránsitos, los pasajes y los viajes, el camino hacia el fin le dirigió al Mediterráneo.
 En 1939 fue desposeído de la nacionalidad alemana, pero siempre se resistió a abandonar París hasta el mismo 14 de junio de 1940, cuando la ciudad cae bajo las botas de los nazis. 
Esa misma tarde coge uno de los últimos trenes de la capital francesa hacia el sur. Su objetivo era tratar de llegar a España, cruzar el país hasta Portugal, y allí tomar un barco hacia Nueva York.
 En Marsella le oyeron decir que llevaba consigo «treinta tabletas de morfina, suficientes para matar un caballo». Por si acaso. Desde allí se dirigió a Port-Vendres, junto con otros refugiados. 
Algunos de los que le acompañaron en sus últimos pasos explicaron años después que Benjamin llevaba consigo una maleta pesada —sus últimos documentos, su última obra, quién sabe—, a la que se aferraba como a la última mano amiga. 
En cualquier caso, lograron llegar a la llamada ruta Líster, que iba de Banyuls a Portbou, pero la alegría de dejar atrás tierras francesas duró poco
. Las autoridades españolas les informaron de que habían entrado ilegalmente y que al día siguiente iban a ser devueltos al país vecino. Los llevaron al Hotel de Francia de la pequeña población gerundense en condición de detenidos y, allí, en la noche, Benjamin debió de pensar que estaba cansado de tanta huida infinita.
Ahora, en Portbou, contemplamos que el local de la antigua oficina de la Gestapo en el pueblo acoge un supermercado y que el Hotel de Francia es un anodino edificio de pisos, pero es difícil quitarse esta historia de la cabeza. Y se cae en la cuenta de que, desde esta orilla del futuro, no todo está perdido si hay algunas personas en ciudades europeas que deciden, contra todo pronóstico, ir a una estación de tren a llevar agua, algo de comida y mantas a unos refugiados que llegan de otras huidas. 
«Estoy aquí porque soy un ser humano», decía el otro día una mujer, «y viendo lo que han vivido los que están llegando a mi ciudad, no he podido hacer otra cosa que venir a intentar ayudar». Dos y dos, cuatro. Ante un razonamiento así, es difícil no conmoverse. 
Walter Benjamin subrayaba la importancia de la amabilidad, la cortesía como exacto gesto civilizatorio, «un gesto que no es nada y, a la vez, es todo», decía.
 Lo aprendió en Ibiza, viviendo entre campesinos. 
A veces es mejor que tu mismo marques el Fin de tuvida.

Las palizas y las frases......................................... Javier Marías

No es lo mismo decir que escribir. La lengua es rápida, casi tanto como el pensamiento, pero lo que sale de ella se esfuma y no perdura un instante.

Con la excepción de los kale borrokos y similares, que nunca dejaron de amenazar y dar palizas cubriéndose los unos a los otros en grupo contra una sola víctima, hemos tenido pocas agresiones cobardes en nuestro país en los últimos decenios.
 Parecía que por fin los españoles habían renunciado al ataque físico de quienes les cayeran mal, o pensaran o dijeran cosas con las que estaban en desacuerdo, o tuvieran una sexualidad que los “ofendía”, o fueran de otra raza o de otra religión o sin ella, o hinchas de otro club de fútbol.
 Claro que siempre ha habido alguna que otra tunda y algún que otro asesinato, pero han sido escasos en comparación con el número de individuos y de días, un goteo casi inevitable.
 Desde hace unos años, sin embargo, se empezó a hacer uso de la coacción y de la fuerza.
 Se dio poca importancia al hecho de que en Universidades catalanas y madrileñas destacamentos de “independentistas” o “izquierdistas” (alumnos y profesores mezclados, no todos imberbes) impidieran hablar o pronunciar conferencias a personalidades que les resultaban ingratas.
Y no se ha dado suficiente importancia al hecho grave de que entre esos reventadores se encontraran destacados miembros de Podemos, si no me equivoco.
 Con esa lenidad empezó a “normalizarse” algo que nunca puede ser normal, a saber: vetar, censurar, arrebatar la palabra, prohibírsela por las bravas a quienes sostienen posturas contrarias.

Este verano … Bueno, ojalá haya sido sólo producto del infernal calor continuado, que, como sabe todo el mundo menos nuestros gobernantes (que nos lo incrementan con el demencial cambio horario que hace eternas las tardes, sin apenas ahorro), desquicia y exalta los ánimos
. Lo cierto es que ha habido días en que uno abría el periódico y se enteraba de una agresión tras otra, no individuales –que también–, sino de la modalidad “pandilla”.
Se ha pegado a homosexuales, absolutamente aceptados por el conjunto de la sociedad; se ha apaleado a indigentes, aunque eso sea repulsivo entretenimiento de señoritos en todas las estaciones; se ha zumbado a inmigrantes; se ha grabado la esvástica a navaja en el brazo de un chico; y, como lamentable novedad que debería hacer saltar todas las alarmas, se ha enviado al hospital a una joven con la mayoría de edad recién cumplida, representante del partido Vox en Cuenca.
 Cuando escribo esto, los agresores aún no han sido detenidos, y ya han pasado bastantes fechas
. Se sabe que fueron tres, una mujer y dos varones; que atacaron a la muchacha por la espalda y se ensañaron con ella hasta dejarla inconsciente en el suelo; que la llamaron “fascista” y que la tenían en el punto de mira:
 “Es ella, a ver si ahora es tan valiente”, les oyó decir la víctima justo antes de los valientes puñetazos y patadas colectivos.
 En algún momento se especuló con que el motivo de la paliza pudiera haber sido que esa joven había osado defender las corridas la víspera en las redes sociales.
La mera especulación es para echarse a temblar: defensores de los animales prestos a tundir a los de su propia especie con aficiones que les desagraden.
 Pero no parece que sea el caso: más bien se ha tratado de violencia –esta sí– fascista, semejante a la que practicaban los falangistas antes de la Guerra Civil (y también sus equivalentes de izquierdas)
. Es un suceso gravísimo que pueda actuarse así por diferencias políticas.
Desde que esas redes sociales se han masificado, demasiada gente se ha acostumbrado a escribir salvajadas de todo tipo, amparándose en el anonimato.
 Si subrayo el verbo es porque, como sabemos los plumillas, no es lo mismo decir que escribir. La lengua es rápida, casi tanto como el pensamiento, pero lo que sale de ella se esfuma y no perdura un instante, y siempre se puede negar haberlo soltado, o retractarse de inmediato.
 La escritura requiere “composición”, por irreflexiva y veloz que sea.
La frase más tosca y peor redactada ha debido pensarse mínimamente antes de darle a la tecla.
 Ha debido construirse. Por seguir con la rabia antitaurina, si un torero es cogido gravemente, el comentario en el bar sería más o menos:
 “Ojalá el toro lo hubiera matado”. Un tuit, se quiera o no, es siempre un poco más elaborado: “Lo único que lamento es que no te reventara la femoral y te desangraras como un cerdo, hijo de puta asesino”, por ejemplo.
 Esto queda, se retuitea y se propaga, a diferencia del comentario oral.
 Guste o no, hay ahora un lugar plagado de frases deseándoles la muerte a otros, o amenazándolos con ella.
 Frases que flotan indefinidamente, que permanecen, que no se las lleva el viento, como se decía tradicionalmente que ocurría con las palabras.
 Pasar a la realización de los deseos es tanto más tentador y fácil cuanto menos efímera es la expresión de esos deseos, o es cuanto más persistente.
 En lo escrito no se suele matizar con el tono, sea de exageración, de guasa, de ganas de provocar y escandalizar … sin ir del todo en serio.
 Cabe la literalidad en mucha mayor medida que en lo dicho.
 A todo esto tampoco se le concede importancia, o apenas.
 El paso siguiente a la literalidad, sin embargo, el que jamás debería darse, es cumplir las amenazas y los deseos … eso, al pie de la letra, como si aún fueran sólo frases.
elpaissemanal@elpais.es

 

26 sept 2015

Los conflictos de un transgresor llamado Joaquin Phoenix..............................Juan Sanguino

Pasó por una secta. por una clínica de desintoxicación, por la muerte de su hermano. Soberbio actor y persona desconcertante, estrena 'Irrational man', de Woody Allen.

Joaquin Phoenix en su casa de Beverly Hills

Tenía solo 19 años. Joaquin Phoenix vivió tan de cerca la trágica muerte de su hermano que ni un escuadrón de psicólogos podría haber enderezado la vida de ese desdichado muchacho
. La muerte por sobredosis de heroína y cocaína en 1993 del actor River Phoenix (a los 23 años), en el antro californiano de Johnny Depp (Viper's Room), fue carroña de primera para la prensa sensacionalista, que traumatizó a Joaquin publicando fotos del cadáver.
 “River quería quedarse en casa tocando la guitarra, fui yo quien le convenció esa noche para salir”, declaró luego un atolondrado Joaquin, sin duda martirizándose
. Lamentablemente célebre fue también la grabación de la llamada que un aterrorizado Joaquin hizo al servicio de emergencias 911
. Los medios reprodujeron la angustiosa descripción del hermano pequeño de aquella casi-estrella de Hollywood: “Mi hermano está en el suelo, se ha tomado un Valium. Se va a morir”.
 Joaquin fue benévolo: dijo que su hermano había consumido (un) Valium, sin duda para protegerle. No hizo falta
. Aquel episodio terrible ayudó a cimentar la personalidad de un tipo pertubado y perturbador, seguramente el actor más enigmático de la actualidad.
 Estos días (viernes 25 de septiembre) estrena Irrational Man, de Woody Allen, una comedia dramática en la que Joaquin interpreta a Abe, un profesor de filosofía que llena su vacío existencial ayudando, a su manera, a una desconocida.

Cuando era pequeño, Joaquin Phoenix (Puerto Rico, 40 años; nació allí porque sus padres eran miembros de la secta Children of God, que peregrinaba por suramérica evangelizando) decidió cambiarse el nombre a Leaf (hoja), sintiéndose demasiado mundano en una familia de hippies cuyos hermanos se llamaban River, Rain, Summer y Liberty
. Además, nadie era capaz de pronunciar “Joaquín” en Estados Unidos.
Esa inseguridad precoz ignoraba que él no es el tipo de hombre que deba ni pueda pasar desapercibido.
 Su destino era ser el mejor actor de su generación, fuese cual fuese su nombre, y el único junto a Daniel Day-Lewis en forjar una carrera formada exclusivamente por buenas interpretaciones
. Un estatus de estrella mundial logrado sin apenas éxitos de taquilla, pero sí con la personalidad más densa y compleja de todo Hollywood.
 Su fama es una excentricidad: como si no pudiéramos dejar de mirarle por si de repente hace alguna genialidad trastornada.
 La existencia de Joaquin es un espectáculo único que nadie se quiere perder.
Su vida personal se derrumba con cada rodaje
Su atracción por los personajes retorcidos y/o lunáticos (The Master, Paul Thomas Anderson, 2012) alimenta una imagen inquietante que hace que Joaquin no sea el tipo de actor al que te acercarías a pedirle una foto.
 “Me gusta el humor más que nada, no me paso el día dándome golpes en la cabeza y llorando”, dice intentando convencernos
. Pero es difícil creerle conociendo su defensa del método (mantenerse en el personaje también fuera de cámara), y el consecuente derrumbamiento de su vida personal cada vez que rueda una película. Con cada nuevo personaje, Joaquin aprende una forma de funcionar en el mundo, lo cual le deja inservible al desprenderse de ese personaje.
La búsqueda del castigo y la redención es una constante en sus personajes (En la cuerda floja, James Mangold, 2005), animales sociópatas que se relacionan con otros seres humanos solamente porque habitan el mismo planeta
. Hay algo doloroso en la mirada de Joaquin que le impide encarnar la seguridad del “todo saldrá bien” que tan bien transmiten Harrison Fordo Tom Hanks.
 Sus emociones siempre parecen descompuestas, podridas por una sociedad que nunca acabó de darle la oportunidad de integrarse.
 Pocas escenas manifiestan la torpeza de las herramientas sociales de Joaquin como el delirante video en el que Miley Cyrus (demostrando que ya estaba como una regadera hace 6 años) enseña a Joaquin a colaborar con una web de prevención del suicidio.
 Nótese cómo Joaquin apenas respira ni parpadea durante la incómoda conversación.
 En una nueva faceta de su complejidad, Joaquin solo actúa mal cuando intenta hacer de sí mismo.
Cuando parecía atrapado en personajes perturbados, desplegó la luminosidad más tierna de la década en Her (Spike Jonze, 2013).
 Un hombre corriente (o todo lo corriente que puede ser alguien enamorado de un sistema operativo que no es de Apple), héroe romántico de la mediocridad más gris en aquella metáfora de tantas cosas a la vez que nos dio a un Joaquin Phoenix insólito. Fue Her la que remató a Phoenix como el mejor actor de nuestro tiempo.
 Un Joaquin Phoenix que sonreía sinceramente, y esta vez no por alguna desgracia ajena.
 Sin cinismos, sólo amor.
Pasó por una secta y por una clínica de desintoxicación
Joaquin contó que se había prometido con su instructora de yoga porque “ha atado en corto a mi perro”, para luego confesar que se lo inventó para caerle bien al público. Así que cualquier declaración suya, por mucho que nos encante creérnoslas, debe ser cuestionada.
Tras salir con varias actrices (Liv Tyler, Anna Paquin) y alguna modelo con nombre delirante (Topaz Page-Green, Teuta Memedi), Joaquin convive ahora con la DJ Allie Teilz, 20 años más joven que él. La mayoría de sus fotos muestran a Joaquin caminando descalzo por la calle, afición que descubrió durante el rojaje de Puro vicio (Paul Thomas Anderson, 2014).
Precisamente Anderson le llama a Bubbles, como el mono de Michael Jackson, porque le considera su mascota
. Y a Joaquin le encanta.
 Le debe costar tanto vivir consigo mismo fuera de sus personajes que lo único que hacía entre películas era beber, lo que le llevó a un centro de rehabilitación que él definió como “un club de campo donde no servían alcohol”
. Creció en la secta Children of God, desmontada por acusaciones de abusos sexuales y estafas, tema que él evita defendiendo a sus padres:
“Las sectas no se anuncian como sectas”.
 Su madre es quien le acompaña a los eventos, famosa por ser la alegría de la huerta en la fiesta de P Diddy tras los Globos de Oro.
 Él mismo contó que su madre había bailado con todo el mundo.
No entiendo a la gente que se deja el culo trabajando, gana un Óscar y lo aprovecha para hacer películas de mierda”, cuestiona Joaquin, mandando un saludito a Nicolas Cage y Anthony Hopkins
Confeso demócrata, apoyó la candidatura del diputado de Ohio Dennis Kucinich para la presidencia en 2007 con 2000 dólares (1800 €, que en Hollywood es como dejar el cambio de la propina), y aboga por un sistema sanitario universal.
Troleó a toda la humanidad
Su intervención en el programa de David Letterman evadiendo preguntas, anunciando su retirada del cine para hacerse rapero y pegando el chicle debajo de la mesa causó sensación en Internet, siempre ávida de enajenaciones transitorias.
 Todo resultó formar parte del falso documental, I'm still here (2010), dirigido por su cuñado (y menudo cuñado) Casey Affleck (casado con su hermana, Summer Phoenix), en el que se mofaban de lo crédulos que eran los medios de comunicación con tal de conseguir historias delirantes.
Matt Damon y Ben Affleck (hermano de Casey) intentaron convencerles de que abandonaran el proyecto, por miedo a que hundiera la carrera de Phoenix
. Al contrario, él asegura que la salvó: “Convertirme en un bufón me ayudó a relajar mi técnica (…), dejé de interpretar con desesperación”.
 Joaquin solo mantenía su personaje delante de las cámaras, volviendo a ser él mismo tras las entrevistas
. Pocos notaban la diferencia.
Su alter-ego barbudo era en realidad una esperpéntica exageración de la ya de por sí barroca personalidad de Joaquin.
Fue el Joffrey Baratheon original
El actor Jack Gleeson reconoce que su interpretación del trastornado rey en Juego de tronos está directamente inspirada en el Cómodo de Joaquin Phoenix en Gladiator (Ridley Scott, 2000), una construcción de personaje intuitiva convertida ya en arquetipo.
El sadismo post-adolescente engendrado, justificado y perpetuado por la falta de cariño paternal que no concibe que las cosas salgan mal es un perfil de personaje habitual en el cine posterior a 2000.
Joaquin Phoenix y su novia, la DJ Allie Teilz, paseando por NuevaYork en 2014. / Getty Images
Fue guapo durante dos años
Pero lo fue por casualidad, sobre todo en Giro al infierno (Oliver Stone, 1997).
 Se nota que Joaquin no se mira al espejo excepto cuando va a salir en la tele.
 Pero su total despreocupación estética es también una corriente estética. Hollywood tiene un chico de ensueño para cada espectadora, y la cicatriz en el labio de Joaquin sugiere haber sido problemático (en realidad es de nacimiento), que junto a una mirada vidriosa y siempre afligida consiguió que millones (o quizá solo miles) de mujeres quisieran salvarle de la autodestrucción a la que parecía abocado.
En 1997, el New York Magazine le describió como “guapo de forma menos convencional”. Su compañero de reparto en El secreto de los Abbot, Billy Crudup, dijo de él:
“Con cara de cachorro y ojos hambrientos”.
 Una etiqueta de James Dean y Montgomery Clift que se esfumó con su actitud impertinente, sus declaraciones de pirado y su tendencia a la papada de doble barbilla. Sus papeles suelen ser asexuados (en Irrational Man directamente es impotente), así que él no va a decorarlos con morritos y ceños fruncidos.
 No tiene ninguna necesidad.
 Y aun así la revista Elle (que se refiere a él como “Jo-Jo”) lo considera sexy, porque su personalidad es “enigmática” y sus cejas “son muy tendencia” (?).
Es activista vegano, y lo es de verdad
Su integridad profesional es similar a su inflexible defensa del veganismo.
 Sólo trabaja en una película bajo la condición de que no se usen pieles de animales, cláusula que exigía hasta en sus primeros trabajos.
 No lo hace porque es una estrella, lo hace por puros principios.
Por eso en Gladiator el vestuario parecía de una función de fin de curso.
En una campaña para Prada en 1997 sus pies no aparecían en ninguna foto porque se negó a ponerse los zapatos de cuero que le habían preparado.
Por el mismo motivo fue narrador en Terrícolas (Shaun Monson, 2005), documental sobre el trato que diversas industrias hacen de los animales, con la intención de cambiar la forma de ver el planeta de sus espectadores.
Y, como a todos los veganos, le encanta hablar sobre ello a la menor oportunidad. “
Me hice vegano a los tres años, cuando vi a unos pescadores destripar peces y le pregunté a mi madre, llorando, que por qué no me había contado de dónde venía la carne”.
 Enseguida utilizó su fama incipiente para protagonizar un anuncio que proponía no cenar pavo en Acción de Gracias.
 Una vez más, Joaquin intenta parecer (y sonreír como) una persona normal, sin éxito.
Parece que le va a estampar la cabeza a alguien contra el puesto de fruta de un momento a otro.
Dejó a Hollywood creer que podían dominarle
Él mismo reconoce que al llegar a Hollywood no dijo que no a ningún papel.
 Dejó que pareciera que seguía el juego de la industria.
Pero ahora que es la primera opción de todos los directores de casting, sólo acepta retos interpretativos destructivos que nadie puede hacer excepto él. Como un desactivador de minas. Y lleva 10 años haciendo sólo protagonistas. “No entiendo a la gente que se deja el culo trabajando, gana un Óscar y lo aprovecha para hacer películas de mierda”, cuestiona Joaquin, mandando un saludito a Nicolas Cage y Anthony Hopkins.
Esa actitud le ha impedido aceptar el papel de Lex Luthor en Batman v Superman, el de Doctor Extraño en el universo de Marvel o el que él quiera en Star Wars
. La obsesión de Hollywood por convertirle en uno de sus gallos de pelea le pone cheques en blanco para que dignifique blockbusters, que él rechaza sistemáticamente consciente de que el público le quiere como queremos al primo raro: lejos de las fiestas.
Joaquin Phoenix y Emma Stone en una de las escenas de la nueva película de Woody Allen, 'Irrational Man'.
Joaquin ha asumido su condición de animal interpretativo, solitario, y eso es todo lo que es. Vive para ello, sin miedo a anular su verdadera personalidad (si es que le sigue quedando) en beneficio de sus personajes.
 Él pone su cuerpo y sus rasgos al servicio de las expresiones artísticas del director y el guionista, como un recipiente empapado que hace que, a diferencia de Day-Lewis, Phoenix no tenga visibles mecanismos racionales de interpretación. Joaquin, más en la línea de Javier Bardem, por ejemplo, no recrea un personaje. Joaquin es ese personaje.
Un titán de la autenticidad
Ampliamente comentable, difícilmente comprensible.
 Joaquin es un artista fascinante, de creencias espesas e irritantes, pero congruente consigo mismo como no lo es nadie más en el circo de la doble moral de Hollywood. Joaquin es íntegro, coherente y se protege de lo que sabe que es una trampa, una novatada.
La industria le necesita, pero él no necesita a la industria.
 Será el actor más codiciado por el cine de autor durante el resto de su vida.