No es la única, pero la tesis más plausible sobre la triste muerte de Walter Benjamin,
el crítico literario judío alemán, el esteta, el filósofo, el
periodista, el refugiado, es que se quitó la vida en Portbou (Girona),
junto a la frontera francesa, el 26 de septiembre de 1940, a eso de las
10 de la noche, después de cenar.
Escapaba de los nazis, de los
franceses colaboracionistas, de los españoles franquistas, de una Europa
terrorífica.
De eso hace ahora setenta y cinco años.
Es esta una
historia conocida, la de un hombre que, como millones de personas, tuvo
que huir.
Para
empezar, como un chiste malo de comedia negra, en su entierro
apresurado, oficiado por un cura en la zona católica del cementerio
gerundense, alguien decidió que en su lápida debía poner «Benjamín
Walter», así, al revés, con Benjamín como nombre de pila y en
castellano.
Y otro funesto, negrísimo, gag más: Walter Benjamin fue
registrado como cliente de la habitación número 4 a lo largo de cuatro
días en el Hotel de Francia, en Portbou, uno como persona y tres como
cadáver a la espera de ser sepultado.
Así,
solo, murió «con esa autoridad que hasta el más pobre desgraciado posee
para los vivos que están a su alrededor», una reflexión suya referida a
otros aplicable a sí mismo.
En todo caso, el suyo fue un final atroz,
uno más en el marco de la persecución judía en la Segunda Guerra
Mundial.
Un siniestro destino descrito en sus gags —estos reales, de su
puño y letra— para un programa humorístico de la radio, en el que en
1924 hacía sátira del espíritu de Korps de la universidad alemana, y,
con negrísimo humor, inventaba asignaturas como la «Introducción a la
Teoría de la Deportación», o los «Estudios Prácticos de Exterminación».
Un fogonazo profético.
En
Portbou —un pueblo a orillas del Mediterráneo que el berlinés, en su
huida con otros refugiados, avistó desde lo alto de una colina, tras
cuatro horas de caminata entre cepas de vid desde Banyuls, como una
promesa de salvación— se encontró, vestido de ciudad, con gabardina
deshilachada, frente a la fatalidad.
A Kafka, a quien
Benjamin estudió con pasión, se le hubiera helado la sonrisa al saber
que una pesadilla burocrática fue la última desgracia que acabó por
quebrar, de una vez por todas, el ya frágil espíritu del filósofo: en
sus papeles constaba que tenía permiso para entrar en España pero no
para salir de Francia, un galimatías administrativo que resultó
temporal, un paréntesis de documentos en el tiempo y en el espacio en el
que Benjamin quedó atrapado.
En su condición de judío alemán, en una
enloquecida rueda burocrática, el berlinés temió que los guardiaciviles
lo devolvieran a la policía francesa, temió que estos, peones de un
Gobierno colaboracionista con el régimen nazi, lo fueran a deportar a
las autoridades alemanas en la frontera, y temió su final en un campo de
concentración.
Una concatenación de leyes, protocolos y acuerdos de
hombres de lustroso uniforme, todos obedientes, cumpliendo órdenes,
atentos a la letra pequeña del manual del terror que azotaba Europa.
Certero,
Benjamin escribió que es tarea más ardua honrar la memoria de los seres
humanos anónimos que la de las personas célebres.
Esta reflexión
preside su monumento conmemorativo, al pie del hermoso cementerio de
Portbou, donde a lo largo de cinco años, de 1940 a 1945, encontraron
reposo sus huesos.
Después, por falta de pago del sepulto, fueron
relegados a una fosa común.
Con razón concebía la vida como un laberinto
donde uno acaba perdiéndose, donde manda el tiempo, «en el que viven
también los que no tienen hogar», decía.
Sabía,
como tantos, que el sufrimiento es viejo como el mundo, y su deseo,
como también el de muchos, era interrumpir el curso de este.
Y así
decide hacerlo, de una vez por todas, perdido, en una habituación de un
pequeño pueblo.
Antes de la hora definitiva, la factura del Hotel de
Francia certifica que la última cena le costó a Benjamin doce pesetas, y
que ocupar la habitación —vivo o muerto— eran cinco pesetas diarias.
Hizo hasta cuatro conferencias telefónicas de las que se desconocen los
destinatarios, y pidió cinco gaseosas con limón, a razón de una peseta
por botella.
Después, una vez muerto, la factura prosigue su suma
implacable: vestir difunto, desinfectar habitación, lavar y blanquear
colchón costó setenta y cinco pesetas.
Benjamin
tenía algo de poeta deslenguado, era un ratón de biblioteca y «nunca
consistente en los asuntos más importantes», según se definía. Era un
tipo atento a mil cosas, que vislumbró la barbarie como reverso de todo
gesto de civilización. Poseía el más alto nivel de atención, que
«incluía a todas las criaturas vivientes, como los santos las incluyen
en sus plegarias», según él mismo escribió de Kafka.
Caótico y
brillante, su cerebro iba en mil direcciones, de París en la época de Baudelaire
a las drogas, de la fotografía a las obras de arte, de los escaparates
de los grandes almacenes a las piernas de las mujeres, de Proust a los recuerdos de su infancia en Berlín.
Obsesionado
con los tránsitos, los pasajes y los viajes, el camino hacia el fin le
dirigió al Mediterráneo.
En 1939 fue desposeído de la nacionalidad
alemana, pero siempre se resistió a abandonar París hasta el mismo 14 de
junio de 1940, cuando la ciudad cae bajo las botas de los nazis.
Esa
misma tarde coge uno de los últimos trenes de la capital francesa hacia
el sur.
Su objetivo era tratar de llegar a España, cruzar el país hasta
Portugal, y allí tomar un barco hacia Nueva York.
En Marsella le oyeron
decir que llevaba consigo «treinta tabletas de morfina, suficientes para
matar un caballo». Por si acaso.
Desde allí se dirigió a Port-Vendres,
junto con otros refugiados. Algunos de los que le acompañaron en sus
últimos pasos explicaron años después que Benjamin llevaba consigo una
maleta pesada —sus últimos documentos, su última obra, quién sabe—, a la
que se aferraba como a la última mano amiga.
En cualquier caso,
lograron llegar a la llamada ruta Líster, que iba de Banyuls a Portbou,
pero la alegría de dejar atrás tierras francesas duró poco.
Las
autoridades españolas les informaron de que habían entrado ilegalmente y
que al día siguiente iban a ser devueltos al país vecino.
Los llevaron
al Hotel de Francia de la pequeña población gerundense en condición de
detenidos y, allí, en la noche, Benjamin debió de pensar que estaba
cansado de tanta huida infinita.
Ahora,
en Portbou, contemplamos que el local de la antigua oficina de la
Gestapo en el pueblo acoge un supermercado y que el Hotel de Francia es
un anodino edificio de pisos, pero es difícil quitarse esta historia de
la cabeza
. Y se cae en la cuenta de que, desde esta orilla del futuro,
no todo está perdido si hay algunas personas en ciudades europeas que
deciden, contra todo pronóstico, ir a una estación de tren a llevar
agua, algo de comida y mantas a unos refugiados que llegan de otras
huidas.
«Estoy aquí porque soy un ser humano», decía el otro día una
mujer, «y viendo lo que han vivido los que están llegando a mi ciudad,
no he podido hacer otra cosa que venir a intentar ayudar». Dos y dos,
cuatro.
Ante un razonamiento así, es difícil no conmoverse. Walter
Benjamin subrayaba la importancia de la amabilidad, la cortesía como
exacto gesto civilizatorio, «un gesto que no es nada y, a la vez, es
todo», decía.
Lo aprendió en Ibiza, viviendo entre campesinos.
Para
empezar, como un chiste malo de comedia negra, en su entierro
apresurado, oficiado por un cura en la zona católica del cementerio
gerundense, alguien decidió que en su lápida debía poner «Benjamín
Walter», así, al revés, con Benjamín como nombre de pila y en
castellano. Y otro funesto, negrísimo, gag más: Walter Benjamin fue
registrado como cliente de la habitación número 4 a lo largo de cuatro
días en el Hotel de Francia, en Portbou, uno como persona y tres como
cadáver a la espera de ser sepultado.
Así,
solo, murió «con esa autoridad que hasta el más pobre desgraciado posee
para los vivos que están a su alrededor», una reflexión suya referida a
otros aplicable a sí mismo. En todo caso, el suyo fue un final atroz,
uno más en el marco de la persecución judía en la Segunda Guerra
Mundial. Un siniestro destino descrito en sus gags —estos reales, de su
puño y letra— para un programa humorístico de la radio, en el que en
1924 hacía sátira del espíritu de Korps de la universidad alemana, y,
con negrísimo humor, inventaba asignaturas como la «Introducción a la
Teoría de la Deportación», o los «Estudios Prácticos de Exterminación».
Un fogonazo profético.
En
Portbou —un pueblo a orillas del Mediterráneo que el berlinés, en su
huida con otros refugiados, avistó desde lo alto de una colina, tras
cuatro horas de caminata entre cepas de vid desde Banyuls, como una
promesa de salvación— se encontró, vestido de ciudad, con gabardina
deshilachada, frente a la fatalidad. A Kafka, a quien
Benjamin estudió con pasión, se le hubiera helado la sonrisa al saber
que una pesadilla burocrática fue la última desgracia que acabó por
quebrar, de una vez por todas, el ya frágil espíritu del filósofo: en
sus papeles constaba que tenía permiso para entrar en España pero no
para salir de Francia, un galimatías administrativo que resultó
temporal, un paréntesis de documentos en el tiempo y en el espacio en el
que Benjamin quedó atrapado
. En su condición de judío alemán, en una
enloquecida rueda burocrática, el berlinés temió que los guardiaciviles
lo devolvieran a la policía francesa, temió que estos, peones de un
Gobierno colaboracionista con el régimen nazi, lo fueran a deportar a
las autoridades alemanas en la frontera, y temió su final en un campo de
concentración.
Una concatenación de leyes, protocolos y acuerdos de
hombres de lustroso uniforme, todos obedientes, cumpliendo órdenes,
atentos a la letra pequeña del manual del terror que azotaba Europa.
Certero,
Benjamin escribió que es tarea más ardua honrar la memoria de los seres
humanos anónimos que la de las personas célebres. Esta reflexión
preside su monumento conmemorativo, al pie del hermoso cementerio de
Portbou, donde a lo largo de cinco años, de 1940 a 1945, encontraron
reposo sus huesos.
Después, por falta de pago del sepulto, fueron
relegados a una fosa común. Con razón concebía la vida como un laberinto
donde uno acaba perdiéndose, donde manda el tiempo, «en el que viven
también los que no tienen hogar», decía.
Sabía,
como tantos, que el sufrimiento es viejo como el mundo, y su deseo,
como también el de muchos, era interrumpir el curso de este.
Y así
decide hacerlo, de una vez por todas, perdido, en una habituación de un
pequeño pueblo.
Antes de la hora definitiva, la factura del Hotel de
Francia certifica que la última cena le costó a Benjamin doce pesetas, y
que ocupar la habitación —vivo o muerto— eran cinco pesetas diarias.
Hizo hasta cuatro conferencias telefónicas de las que se desconocen los
destinatarios, y pidió cinco gaseosas con limón, a razón de una peseta
por botella.
Después, una vez muerto, la factura prosigue su suma
implacable: vestir difunto, desinfectar habitación, lavar y blanquear
colchón costó setenta y cinco pesetas.
Benjamin
tenía algo de poeta deslenguado, era un ratón de biblioteca y «nunca
consistente en los asuntos más importantes», según se definía. Era un
tipo atento a mil cosas, que vislumbró la barbarie como reverso de todo
gesto de civilización. Poseía el más alto nivel de atención, que
«incluía a todas las criaturas vivientes, como los santos las incluyen
en sus plegarias», según él mismo escribió de Kafka. Caótico y
brillante, su cerebro iba en mil direcciones, de París en la época de Baudelaire
a las drogas, de la fotografía a las obras de arte, de los escaparates
de los grandes almacenes a las piernas de las mujeres, de Proust a los recuerdos de su infancia en Berlín.
Obsesionado
con los tránsitos, los pasajes y los viajes, el camino hacia el fin le
dirigió al Mediterráneo.
En 1939 fue desposeído de la nacionalidad
alemana, pero siempre se resistió a abandonar París hasta el mismo 14 de
junio de 1940, cuando la ciudad cae bajo las botas de los nazis.
Esa
misma tarde coge uno de los últimos trenes de la capital francesa hacia
el sur. Su objetivo era tratar de llegar a España, cruzar el país hasta
Portugal, y allí tomar un barco hacia Nueva York.
En Marsella le oyeron
decir que llevaba consigo «treinta tabletas de morfina, suficientes para
matar un caballo». Por si acaso. Desde allí se dirigió a Port-Vendres,
junto con otros refugiados.
Algunos de los que le acompañaron en sus
últimos pasos explicaron años después que Benjamin llevaba consigo una
maleta pesada —sus últimos documentos, su última obra, quién sabe—, a la
que se aferraba como a la última mano amiga.
En cualquier caso,
lograron llegar a la llamada ruta Líster, que iba de Banyuls a Portbou,
pero la alegría de dejar atrás tierras francesas duró poco
. Las
autoridades españolas les informaron de que habían entrado ilegalmente y
que al día siguiente iban a ser devueltos al país vecino. Los llevaron
al Hotel de Francia de la pequeña población gerundense en condición de
detenidos y, allí, en la noche, Benjamin debió de pensar que estaba
cansado de tanta huida infinita.
Ahora,
en Portbou, contemplamos que el local de la antigua oficina de la
Gestapo en el pueblo acoge un supermercado y que el Hotel de Francia es
un anodino edificio de pisos, pero es difícil quitarse esta historia de
la cabeza. Y se cae en la cuenta de que, desde esta orilla del futuro,
no todo está perdido si hay algunas personas en ciudades europeas que
deciden, contra todo pronóstico, ir a una estación de tren a llevar
agua, algo de comida y mantas a unos refugiados que llegan de otras
huidas.
«Estoy aquí porque soy un ser humano», decía el otro día una
mujer, «y viendo lo que han vivido los que están llegando a mi ciudad,
no he podido hacer otra cosa que venir a intentar ayudar». Dos y dos,
cuatro. Ante un razonamiento así, es difícil no conmoverse.
Walter
Benjamin subrayaba la importancia de la amabilidad, la cortesía como
exacto gesto civilizatorio, «un gesto que no es nada y, a la vez, es
todo», decía.
Lo aprendió en Ibiza, viviendo entre campesinos.
A veces es mejor que tu mismo marques el Fin de tuvida.
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