Las personas de mi generación serán las últimas en recordar un tiempo en que la televisión aún no existía y el cine era la forma suprema del entretenimiento.
Las personas de mi generación serán las últimas
en recordar un tiempo en que la televisión aún no existía y el cine era
la forma suprema del entretenimiento.
En las ciudades pequeñas, en los
pueblos de mayoría campesina, el cine se integró en un rico ecosistema
de ficciones que eran sobre todo orales, complementando a la radio pero sin competir con ella,
integrando sus mitologías en los repertorios de la imaginación popular.
La mayor parte de los géneros narrativos cultivados por los autores de
radionovelas eran los mismos que ofrecía el cine: el melodrama, las
historias de misterios y crímenes.
Había veces que una misma historia se
difundía en la radio y después en el cine, o incluso en el teatro, y
eso multiplicaba los fervores colectivos, la identificación emocional
entre el público y los personajes de las fábulas que lo subyugaban
. En
una época en la que la única música que se escuchaba en la radio eran
variantes diversas de copla o canción española aflamencada, el oyente
reconocía su propia vida y su propia lengua en esas canciones, que no
eran ajenas casi nunca a las heredadas de la tradición oral, y muchas
veces se mezclaban con ellas.
Hablo de mis propios recuerdos. Cuando se estrenó con un éxito inmenso ¿Dónde vas, Alfonso XII?,
el romance que da el título a la película y que cantan en ella unas
niñas formaba parte ya del repertorio de las canciones infantiles que
oíamos cotidianamente en la calle. Joselito, Antonio Molina, Lola Flores
y algo más tarde Marisol pasaron de la radio al cine, y durante años se
movieron entre esos dos medios, convertidos en héroes que provocaban
una identificación más poderosa por su cercanía. Joselito o Pablito
Calvo eran idénticos a cualquier niño de clase trabajadora; Antonio Molina era el joven obrero que se abre paso
gracias a su talento y su coraje, y a quien el don de su voz y la
bondad de su carácter le permiten al mismo tiempo salir de la pobreza y
permanecer fiel a sus orígenes, es decir, al público innumerable,
hombres y mujeres, que lo escucha cantar en la radio y llena los cines
cada vez que se estrena una película suya.
Pero el cine también se contaminaba de otro
modo de la tradición oral.
Cuando yo era niño, la gente, también los
adultos, dedicaba mucho tiempo y esfuerzo a contar películas, y así un
producto de Hollywood, hecho y difundido gracias a las tecnologías más
costosas, se convertía en lo más primario y lo más humilde, un cuento
contado en voz alta en un corrillo. Cuando mi madre volvía de ver una
película de mayores yo le pedía que me la contara con el máximo detalle.
Algunos de los cuentos de miedo que más me han sobrecogido en mi vida
me los contaba un tío mío en la oscuridad del dormitorio que
compartíamos, cuando volvía de una película de vampiros o monstruos.
El
grado máximo de entusiasmo narrativo era cuando nos juntábamos en un
grupo en el que todos habíamos visto la misma película, y competíamos
los unos con los otros alzando la voz para rememorar la escena que más
nos había gustado.
Algunos de los cuentos de miedo que más me han sobrecogido me los contaba un tío mío en la oscuridad del dormitorio
Ni siquiera faltaba el relato por entregas.
Durante un tiempo, en nuestra clase, había solo un alumno que tuviera
televisión en su casa.
Un día a la semana, nada más llegar al patio, nos
reuníamos en torno a él para que nos contara el último episodio de una
serie que ya nos estremecía de miedo nada más que con su título: Belfegor, el vampiro del Louvre.
Recuerdo ese nombre y la imaginación se me llena de sombras de película
expresionista deslizándose por escalinatas, siluetas enmascaradas y
envueltas en capas de mucho vuelo
. Semana a semana aguardé el día en que
llegara a clase nuestro compañero trayéndonos un capítulo más de la
historia, como llevaban los veleros a América los cuadernillos recién
impresos de las novelas por entregas de Dickens.
En Úbeda, con 30.000 habitantes, había dos
cines grandes de invierno, y llegó a haber cinco de verano, incluyendo
la plaza de toros, donde cada domingo se llenaban las gradas y las
sillas de madera plegables instaladas en el ruedo
. El cine era el pan
nuestro de cada noche de verano.
En las copas de los pinos contiguos al
cine de la Cava, colgaban racimos de espectadores polizones, a
horcajadas de las ramas, más altas que la tapia. Como sucede siempre con
las ficciones populares, la mayor parte de las películas correspondían a
las normas estrictas de un género: de indios y vaqueros, de crímenes,
de risa, de romanos, de espadachines, de piratas, “de llorar”. Estas
últimas eran dramones mexicanos en blanco y negro que gustaban
exclusivamente a las mujeres y provocaban oleadas de sollozos e insultos
contra los malvados de bigotillo negro que ultrajaban a las heroínas
indefensas
. Algunas modas duraron años, originadas por un éxito
repentino: la moda de los spaghetti westerns después de La muerte tenía un precio,
que desató fervores multitudinarios como yo no he visto nunca; la de
los espías internacionales seductores, con despliegues de anatomías
femeninas y de artefactos de tecnología mortífera.
En las de
gladiadores, subgénero de las de romanos —que incluían cualquier
antigüedad, más o menos disparatada en sus vestuarios y decorado—,
algunos aficionados precoces prestábamos más atención a los muslos y los
escotes de las bellas esclavas con túnicas de apertura lateral que a
los combates de héroes aceitosos en el coliseo.
A nadie le sorprendía
que todos aquellos personajes, de tantas épocas y países, con tantos
vestuarios distintos, hablaran siempre un robusto español.
En las copas de los pinos contiguos al cine de la Cava, colgaban racimos de espectadores polizones, a horcajadas de las ramas
Vivíamos espléndidamente alimentados a base
de malas películas que tal vez estaban incluso peor hechas de lo que
recordamos
. Pero la emoción era legítima, la generosidad incondicional
de nuestra expectativa, el momento de la llegada al cine, de caminar por
un suelo de grava oliendo a dondiegos de noche, de escuchar la música
amplificada por los altavoces cuando la pantalla estaba plenamente
iluminada y todavía en blanco, la gran lona sujeta a sus bastidores
laterales y estremecida por un rastro de brisa, la Vía Láctea
atravesando el cielo, entonces muy cuajado de estrellas, la gran bóveda
lujosa de nuestro cine de verano.
Hubo un año en el que por esos
altavoces, entre las canciones que ponían antes y después de la
película, sonó cada noche Black is Black, como un vendaval de algo nuevo
que no sabíamos lo que era, pero que merecía nuestra fervorosa
aprobación, aunque no entendiéramos el idioma en el que la cantaban.
La radio, y luego el cine, habían irrumpido en la cultura popular y
se habían hecho parte de ella. La televisión la destruyó, o la cambió
irreparablemente, en muy poco tiempo, como esas especies invasoras que
arrasan un ecosistema antes de que otros organismos desarrollen
defensas.No es un juicio de valor, sino la constatación de un hecho.
Fue en la televisión donde por fin empezamos a ver buenas películas, antes de viajar a las capitales en las que nos volvimos adictos a otras formas de cine, a salas más cerradas y recogidas a las que íbamos a solas y en las que ahora escuchábamos las voces verdaderas de los actores, la bella música desconocida de otros idiomas.