“El cuerpo de un nadador es un auténtico prodigio”, debe de pensar el
espectador ante el televisor mientras los hombres y mujeres que
debieron nacer peces compiten en el Mundial de Natación de Kazán para
conocer los límites de una máquina imperfecta llamada cuerpo humano.
La
relación entre este deporte y la literatura es ancestral porque, ¿qué
otra cosa es nadar sino escribir con el cuerpo?
Uno nada como es. Uno
nada a impulsos o con un braceo torpe, incluso se puede nadar
melancólicamente, pensando en lo que ya no es o en lo que jamás será.
Y
en ese nado ya habita un relato, una historia que podría ser contada. O
nadada.
El nadador por excelencia de la historia de la
literatura es Ulises por el viaje a nado por las islas griegas que
Homero relata en La Odisea
No son pocos los artistas que han decidido colocar a un nadador como
protagonista de su obra
. El nadador por excelencia de la historia de la
literatura es Ulises
. Su viaje a nado por las islas griegas que Homero
relata en
La Odisea lo convierte en el héroe náutico más hermoso; pues si como decía el venezolano José Balza en su libro
Percusión,
“el hombre más bello es el que regresa del lugar más lejano”, ¿qué
podemos decir de Ulises que además realiza ese viaje nadando?
El reverso moderno de Ulises y probablemente el nadador más
cinematográfico es Neddy Merrill (con permiso del Tarzán de Johnny
Weissmuller).
El escritor John Cheever inventó este personaje de la
sociedad norteamericana que explora las piscinas de su condado en una
suerte de peregrinación acuática que le conduce a una realidad hiriente.
Merrill —un trasunto de su autor— nada hasta llegar a su casa
deshabitada y triste
. También a Cheever le gustaba nadar en piscinas
heladas y emborracharse en ellas
. El actor
Burt Lancaster
convirtió en mítico a Merrill en 1968 gracias a una adaptación
cinematográfica algo accidentada: el director Frank Perry abandonó el
rodaje por las constantes disputas conLancaster y fue Sydney Pollack el
que finalizó el filme.
Está considerada una de las
pool-moviemás
brillantes con algunos diálogos memorables: “Fíjate, piscina a piscina,
a lo largo de todo el condado, se forma un río que me lleva directo a
casa. Lo llamaré el río Lucinda, el nombre de mi mujer”.
La incultura del que no nada
¿Cuándo comenzó a nadar el hombre y cómo aprendió? Este enigma
encuentra una de sus primeras respuestas en hallazgos arqueológicos que
datan del 2.500 a.C.
Allí se certifica que, entre los egipcios, nadar
era uno de los elementos esenciales de la educación pública.
Los atenienses aprendían a nadar, leer y escribir desde la niñez.
No
lo hicieron como deporte o actividad física, simplemente por su
utilidad.
Existe un proverbio adjudicado a Diogeniano que afirma: “Ni
nadar ni leer y escribir”.
El mismo Platón en su libro Leyes se
cuestiona: “¿Debería confiarse un cargo oficial a personas que son lo
contrario de gente culta, los cuales, según el proverbio, no saben ni
nadar ni leer?”. También los etruscos prestaron atención al nadar, al
igual que los romanos.
En la Edad Media nadar no estaban tan bien visto sobre todo por la
ausencia de educación pública, pero también por la injerencia del
cristianismo que prohibía cualquier actividad que se realizara con el
cuerpo casi desnudo.
En nada se asemeja el nadador que bracea para salvar su vida, el que
desea llegar a la orilla para saciar su hambre o el que se desplaza por
mera recreación deportiva.
Y sólo una característica comparten el
nadador de río, el nadador de piscina o el de mar abierto: la soledad.
No existe, en este sentido, una afirmación más desoladora que la del
escritor
Franz Kafka el 2 de agosto de 1914 en sus
Diarios:
“Alemania declara la guerra a Rusia. Por la tarde, me fui a nadar”.
Esta cita kafkiana bien podría haberse convertido en uno de los primeros
microrrelatos de la literatura
. El checo era un nadador extraño que
acudía a la Escuela Civil de Natación en la isla de Sofía para dejar de
avergonzarse de su cuerpo, pero también para ejercer su habitual
hermetismo, pues la natación es uno de los pocos deportes en los que,
mientras uno lo practica, no puede hablar.
El lenguaraz
Ernest Hemingway,
sin embargo, también encontró en la natación un modo de enfrentarse a
sus demonios literarios.
Cada tarde, cuando terminaba de escribir,
acostumbraba a nadar media milla en la piscina de su finca La Vigía en
Cuba.
Tal vez no exista una piscina con más
glamour que la Molitor
de París en la que se sumergía el polifacético Boris Vian en los años
cuaranta y cincuenta.
Por su parte, las piscinas en la que flota un
cadáver en el comienzo de
El crepúsculo de los dioses, de Billy Wilder o en el final de
El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald, nos remiten a ese pasaje de
El largo adiós en que Marlowe confesaba: “
No hay un vacío mayor que el de la piscina”.
En la narrativa en español también se ha acudido con frecuencia a
este deporte, arte o actividad (re)creativa. Soledad Puértolas
resquebrajó el imaginario colectivo en su novela
Una vida inesperada
y afirmó que también es posible nadar en grupo.
La escritora era asidua
de la piscina acristalada del polideportivo Las Matas y en sus
vestuarios celebró su 50 cumpleaños rodeada de aquellas amigas
esporádicas, las nadadoras.
El escritor colombiano Héctor Abad
Faciolince —nadador compulsivo— deslizó otra de las metáforas más
sugerentes que podría desentrañar el misterio de nadar:
“Nado para que
nada me afecte. Nado para estar solo y en silencio dentro del agua, como
antes de nacer”. Nadar, entonces, para regresar a un estado fetal
tranquilizador.
Marlowe escribía en ‘El largo adiós’ que “no hay vacío mayor que el de la piscina”
En esta arqueología cultural de la natación es necesario acudir a la
poesía
. Es innegable que el mar y el río han formado parte del lenguaje
lírico pero también lo han hecho las piscinas. Imposible olvidar la
piscina de Gil de Biedma en su
Pandémica y celeste o los terribles
Nadadores nocturnos,
de Manuel Vilas:
“Bebemos y nadamos, esa es nuestra vida, / pero jamás,
nunca jamás nos dirigimos la palabra, / es un pacto, un raro pacto
entre samuráis hundidos”.
Tal vez nadie haya capturado mejor que el pintor David Hockney esa
artificialidad de las piscinas en contraposición con el indomesticable
mar.
“En los cuadros de piscinas me interesé por el problema general de
pintar el agua”, confesó en alguna ocasión.
Lo verdaderamente
inquietante es entender por qué eligió el agua sosegada de una piscina y
no la del imprevisible mar.
Esa misma sensación turbadora produce su
cuadro
A Bigger Splash en el que el espectador casi puede
escuchar la zambullida de un nadador ausente que salta desde su
trampolín en una radiante mañana californiana.
El único cuadro, por
cierto, que por su refulgente luz merecería ser contemplado con gafas de
sol.