Jessica Lange esconde con frecuencia su cara con las manos y el pelo, un gesto entre retraído e inquieto que
resulta familiar para cualquiera que haya seguido los pasos de esta actriz que debutó en 1976 con
King Kong.
¿Quién no se enamoró de aquella chica rubia que hacía sensuales
equilibrios entre los dedos del gorila gigante?
¿Qué mujer no quiso
parecerse a ella? Su
King Kong, la más denostada, pero también
la más sexual de las tres versiones, fue solo el principio de una
carrera que explotó sobre la mesa de una cocina en el
remake de Bob Rafelson de
El cartero siempre llama dos veces (1981), en la que Jack Nicholson y ella interpretaron un coito que
marcó época.
Han pasado muchos años, muchas películas y personajes, una carrera
reconocida por la industria y la crítica, tres parejas de larga
duración, otros tantos hijos y varios nietos.
La actriz acaba de cumplir
66 años, pero el gesto de las manos y el pelo sobre la cara es el
mismo. Una serie,
American Horror Story, la ha convertido en un
rostro familiar –y adorado– por jóvenes que saben poco de su
trayectoria, pero que han descubierto en ella a una actriz poderosa,
capaz de mudar de piel cada temporada.
Firmó por un año, pero se quedó
cuatro. Como ha apuntado la crítica de televisión de
The New York Times Alessandra Stanley,
las estrellas de cine que se encaminan a las series lo hacen como los
aristócratas europeos que emigraban a Estados Unidos tras la II Guerra
Mundial:
“Hay tantas oportunidades en el nuevo mundo y quedan tan pocas
en casa”.
Sin embargo, Lange (Cloquet, Minnesota, 1949) vive esta
renovada popularidad con incomodidad. En diciembre decidió abandonar –en
pleno éxito– el barco.
No le gusta la fama, y mucho menos en estos
tiempos, cuando las nuevas tecnologías han derribado las barreras de la
privacidad.
Ella querría ser invisible. Y, con la terquedad propia del
Medio Oeste estadounidense en el que creció, no renuncia a conseguirlo.
En abril pasó tres días en Barcelona para promocionar su trabajo como
fotógrafa, 134 imágenes en blanco y negro que se han expuesto hasta el
28 de junio en el
Centro de Arte Santa Mónica bajo el título de
Unseen
[no visto].
Durante tres largas jornadas, la actriz demostró su fobia
por cualquier cámara que no sea la suya. Accedió a una sesión de fotos,
aunque estuvo a punto de cancelarla, y no le importó que una periodista
la acompañase en sus ratos libres.
Se mostró como alguien amable y
familiar, sin darse demasiada importancia ni mostrar especial
desconfianza, siempre observadora.
Trabajó duro junto a la comisaria de la
exposición,
Anne Morin, directora de diChroma Photography y su valedora en el mundo
de la fotografía
. Una conferencia de prensa, una hora de firma de
libros, un paseo por la feria Arts Libris, una tarde dedicada a breves
entrevistas, una mesa redonda
. Estaba cansada la mañana de la sesión con
Manuel Outumuro, quien la noche anterior había ofrecido un cóctel en su
estudio al que la actriz asistió cumplidora, pero con cierta desgana.
Había dormido poco y mal. Un burro de ropa provocó el momento de mayor
tensión.
Fuera estampados, fuera tendencias, “esto no es un editorial de
moda”, zanjó.
Al principio solo quería retratar a mis hijos, pero no para un álbum familiar”
Al final se relajó, pero nada, explicó luego, le cuesta tanto trabajo
como posar. ¿Fue siempre así? “Casi siempre.
Aunque al principio era
divertido, era una novedad y me gustaba más.
Hace ya mucho tiempo que mi
cara dejó de interesarme. No me cuesta posar si estoy caracterizada de
un personaje.
Pero si soy yo la que está delante de la cámara no
disfruto. Y ahora, con los móviles, es todo una locura, me resulta
invasivo y violento, y no puedo entender que no se respete algo tan
fundamental. Tampoco comparto la relación que se ha establecido con la
moda, los Oscar se han vuelto un disparate que nada tiene que ver con
las películas
. Antes era tan diferente… Te las apañabas como podías.
A
veces te llamaban y te ofrecían un vestido, y, bueno, con tal de no ir
de compras, parecía una buena idea.
Pero en 10 años se ha llegado a unos
extremos delirantes. ¿Qué sentido tiene lucir unas joyas que no son
tuyas y que encima, como valen millones, te obligan a pasar la noche
pegada a un vigilante?
Me resulta ridículo e indecente.
Me niego a ser
un anuncio de nadie, que es de lo que ahora se trata”.
Frente a la legión de clónicos soldados de la alfombra roja, Jessica
Lange representa un mundo perdido, el del bohemio e independiente Nuevo
Hollywood que retrató Peter Biskind en
Moteros tranquilos, toros salvajes.
Después de su debut con
King Kong
(rodaje del que no guarda buen recuerdo) pasó sus horas más bajas.
Combatió las dudas con clases de interpretación, hasta que en 1979
volvió tímidamente a la pantalla con
All That Jazz.
Ella era el ángel de la muerte en el autodestructivo imaginario del
cineasta y coreógrafo Bob Fosse. A partir de entonces no dejaría de
rodar
. Ganó el Oscar dos veces: en 1982, como mejor intérprete de
reparto por
Tootsie, de Sydney Pollack, y en 1995, como mejor actriz por
Las cosas que nunca mueren.
Y entre una y otra dejó trabajos tan excepcionales como el de La caja
de música (1989), drama político de Costa Gavras donde Lange, en la piel
de una abogada que se enfrenta al oscuro pasado político de su adorado
padre, estaba a la altura de su progenitor en la pantalla, el enorme
Armin Mueller-Stahl.
Aquellos también fueron los mejores tiempos al lado de su tercer compañero, el escritor
Sam Shepard, al que había conocido durante el rodaje de
Frances (1982),
biopic
sobre uno de los casos más oscuros de la historia de Hollywood: el
linchamiento de la rebelde (e izquierdista) estrella de cine Frances
Farmer. Shepard y Lange causaban admiración a su paso
. Tanta belleza,
amor y talento quedó sellado en la famosa sesión que el fotógrafo Bruce
Weber les hizo en los años noventa en su granja de Minnesota, una imagen
idílica, rodeada de caballos y niños, que marcó un hito en el canon de
la pareja perfecta.
A los dos pequeños de la pareja se sumaban un hijo
más de un matrimonio anterior de Shepard y la hija nacida de la relación
de Lange con el bailarín ruso Mijaíl Barishnikov.
Pero antes del cine,
del legendario
Misha, del cowboy-escritor, de los niños rubios y
de la granja, fue un errante profesor de fotografía español quien puso
del revés la vida de la actriz.
“Francisco Grande ha sido una figura muy importante en su vida, un
guía y un amigo”, explica Anne Morin
. Hija de un maestro y vendedor
ambulante y de un ama de casa, Lange empezaba sus estudios
universitarios cuando decidió apuntarse a clases de pintura.
Al no
quedar plazas, acabó en el aula de la entonces hermana pobre de las
bellas artes.
Allí estaba Grande. La alumna y el joven profesor se
enamoraron y decidieron viajar juntos a España, de norte a sur.
En ese
momento, Lange se convirtió en una observadora de la realidad sin
cámara. “Las cámaras entonces las llevaba yo”, recuerda Francisco Grande
desde su casa de Wisconsin. “Fue un viaje inolvidable, era el final de
la España de pandereta, pero para una pareja enamorada era un país
maravilloso.
Vivíamos con unos
hippies amigos míos que estaban
rodando una película sobre los gitanos de Morón de la Frontera
(Sevilla). Allí descubrimos el flamenco.
Luego subimos en moto hasta
Barcelona, donde nos quedamos en la Casa Güell. Vivimos unas historias
muy románticas.
Fuimos a ver a mis tías, yo mentí a mi familia y les
dije que estábamos casados. Mentiras piadosas de aquellos tiempos”.
En 1968 acaban en París, y allí coinciden con más amigos de él, nada
menos que los fotógrafos Robert Frank, Danny Lyon y Larry Clark.
Un
tiempo que la actriz recuerda con nostalgia. “Fuimos desde Ronda hasta
Asturias, parando en muchos lugares a los que me gustaría volver”,
relata ella.
“Había vuelto a España, pero no a todos los sitios que
conocimos entonces; a Barcelona, por ejemplo, no había regresado.
Paco y
yo vivíamos en la carretera. En Estados Unidos nuestra casa era una
furgoneta.
Era una vida muy plena y feliz”.
La actriz y el fotógrafo se casaron poco después de volver de Europa. “Supongo que fui un
beatnik
tardío”, asegura Grande.
“Esa es la vida que he llevado hasta que mi
ceguera me impidió seguir siendo independiente”. Un accidente de
juventud cuando hacía el servicio militar en Alemania para el Ejército
estadounidense le provocó una lesión en los ojos que, poco a poco, le ha
dejado ciego.
“Jessica me mandó sus fotos cuando yo ya no podía verlas.
Ella nunca hacía fotos al principio, alguna vez cogía mis cámaras y
recuerdo algún autorretrato precioso que se hizo.
Ahora hablamos mucho,
me cuenta que está muy interesada en los registros de muy poca luz”.
Para la actriz, la nueva vida detrás de una cámara empezó gracias a
un regalo “maravilloso” que Sam Shepard le compró en Alemania: una Leica
M6.
“Al principio solo quería fotografiar a mis hijos, pero no para un
álbum familiar de fiestas y cumpleaños; quería capturar otra cosa, algo
que se escapaba y que quería regalarles en un futuro. Los niños
pertenecen a la naturaleza, no cambian ante una cámara, siguen
presentes, y eso me gustaba mucho
. Les fotografiaba en blanco y negro,
muy pocas veces posando
. Un día me di cuenta de que la fotografía era
algo absolutamente independiente, íntimo, que no dependía de nadie más
para hacerlo.
Me construí un cuarto oscuro y empecé a viajar sola.
Jamás
con la pretensión de hacer libros o exposiciones, eso vino después”.
En 2008, Anne Morin entró en contacto con la actriz. “La primera vez
que nos vimos me enseñó todo su material, años de trabajo reunido en
cajas y que solo conocían sus amigos.
Me pareció disperso, miradas de
ojos muy diferentes, pero le pedí una segunda cita, con más calma. Había
una cualidad extraordinaria en su manera de captar lo ordinario que me
interesó mucho, una cualidad poética y misteriosa”.
Casi irreal,
fotografías robadas de la vida de sus nietas o de la gente común de
comunidades remotas de México o Finlandia, donde luces y sombras
entablan su particular duelo. Patti Smith, pareja de Sam Shepard en su
juventud, ha escrito que, como corresponde a una actriz de su categoría,
Lange conoce bien la luz que ella ahora refleja en los demás
. “Tiene
una compresión única de cómo basta conocer la luz para sugerir el drama.
Ella ha estudiado el movimiento, esa capacidad del mimo para entrar con
sigilo en las situaciones, con discreción, sin que nadie repare en su
presencia”.
Para Lange, la cámara es un arma que le permite vivir a la sombra.
Una manera de ver sin ser vista y una forma de volver a la carretera.
Sola, recupera el anonimato y se acerca al milagro que sería poder
desaparecer.
La fotografía, explica, es fruto de una afición, pero
también ha sido un camino hacia su madurez. “Es un misterio para mí, por
eso siempre me ha fascinado. Posee un factor sorpresa que me resulta
maravilloso.
Y me ha ayudado a crecer, en muchos sentidos me ha
salvado”.
En una entrevista con este periódico, la legendaria fotógrafa Mary
Ellen Mark, fallecida hace unas semanas, exponía su propia teoría sobre
los actores y su afición a las cámaras. Mark observaba que muchos
intérpretes, de Dennis Hopper a Jeff Bridges, aburridos de ser el
objetivo y familiarizados con la técnica, se refugiaban en un arte para
el que poseen una especial sensibilidad. “Es una dicotomía interesante”,
cree Lange.
“En algunos aspectos, fotografiar se parece mucho a actuar,
requiere estar presente y alerta, pero a la vez te permite escapar,
casi te exige perder el control, y eso también tiene mucho que ver con
actuar. Para mí es maravilloso caminar por las calles de México de una
manera anónima, observando a los demás sin que nadie me observe a mí”.
¿Y si la descubren?
“Me basta un gesto para saber si puedo seguir o no”.
Pese a todo, la fotografía no ha sustituido su pasión por actuar.
Acaba de anunciar que regresa a Broadway después de casi una década y
con un personaje cumbre: la madre yonqui de
El largo viaje hacia la noche,
de Eugene O’Neill.
Intérprete intuitiva e imaginativa, la falta de
buenas historias le ha alejado de su medio natural: la gran pantalla.
“Las películas de hoy son muy diferentes a las de los ochenta y noventa.
No veo historias como las de entonces”. Reclamar, como hacen otras
actrices, una mayor cuota femenina entre guionistas y directores le
parece una buena idea, pero tampoco cree que sea una solución.
“Bienvenidas sean, pero la realidad es otra. Los estudios conocen
perfectamente la audiencia a la que quieren dirigirse, y a esa audiencia
lo que le interesa son las películas de superhéroes de Marvel. Una
película cuesta mucho dinero, muchísimo.
Como en cualquier negocio, todo
es cuestión de resultados.
Antes los estudios tenían divisiones más
preocupadas en un cine artístico, pero la industria ha cambiado”.
Durante estos años en
American Horror Story
ha disfrutado de la libertad de un medio emergente, que no conoce
límites, abierto a la experimentación. “Trabajar en la serie ha sido
increíble, no había mucho tiempo para preparar los personajes, a veces
casi llegaba en blanco a los capítulos, nos daban el guion por la
mañana, y eso requería relajarse y dejarse llevar.
He disfrutado mucho
en ese caos, como intérprete ha sido muy placentero”.
Nunca había unido su faceta de actriz con la fotografía hasta la última temporada de la serie,
Freak Show,
en la que interpreta a Elsa Mars, la dueña de un circo de criaturas
singulares y deformes.
“Sé que Jeff [Bridges] hace un trabajo
maravilloso en los
sets en los que trabaja, pero a mí no me
gusta mezclar.
Solo esta vez lo he hecho porque surgió un ambiente
excepcional con los personajes, actores naturales en su mayoría, que
crearon una magia muy especial, muy poética”.
Lamentablemente, los
negativos podrían haberse perdido en un laboratorio de Nueva Orleans,
ciudad en la que Lange ha encontrado su último refugio para vivir y
trabajar.
Lejos de casa, sentada en el bar de su hotel barcelonés, bebiendo y
charlando, se siente más protegida que en la calle, donde un incidente
ha acelerado su pulso
. Un joven corpulento con un cuaderno gigante ha
logrado importunarla. No quiere parar en plena calle a firmarle una foto
para, según dice, su novia, y el chico insiste hasta ponerse
desagradable. Interviene el guardaespaldas, lo que enfurece aún más al
joven.
“¡Para mi novia es muy importante!”, grita ofuscado en plena
Rambla. “¿De verdad este chaval está haciendo todo esto por su novia?”,
pregunta la actriz sin dar su brazo a torcer.
“Cuando nadie sabe que
estás en un lugar pero te descubren, suelen tardar en reaccionar y te
respetan. El problema es cuando saben que estás y te buscan
. No entiendo
cómo lo hacen: siempre te acaban encontrando”.
La conversación revolotea por la agencia
Magnum, sus fundadores, el rodaje de
Vidas rebeldes,
los secretos que Arthur Miller se llevó a la tumba, Marilyn (“lo que me
sorprende es que nadie recuerde que era una actriz increíble, llena de
matices”), o la trágica muerte en la batalla de Brunete de la fotógrafa
Gerda Taro y la leyenda urbana de que quizá fue ella (y no su pareja,
Robert Capa) la autora de la conocida foto del miliciano. “
Sí, igual que
Zelda escribió las obras de Fitzgerald. ¡Cómo nos gustan a las mujeres
esas leyendas!”, exclama entre risas.
También sobre las relaciones
madre-hija y las casas.
Ella interpretó junto a Drew Barrymore una
ficción inspirada en el documental
Grey Gardens, la
historia de decadencia de Edith Ewing Bouvier Beale y su hija Little
Edie Bouvier Beale. Abandonadas en su mansión de East Hampton, su vida
fue filmada en 1973 por Albert y David Maysles, una obra maestra que
acaba de ser reestrenada en Nueva York. “Para mí no es una historia
enfermiza, sino de amor, vivían felices en su mundo.
De una manera rara,
estaban fascinadas la una con la otra”.
Jessica Lange cree que hay un momento en la vida de cualquier mujer
en el que los padres, los hijos y las parejas dejan de reclamar la
atención que durante años exigieron
. La carretera se ensancha y se
siente un nuevo vacío.
“Un día, casi sin preverlo, ya no están para que
te ocupes de ellos”
. Las parejas, los hijos y los padres desaparecen y
no es fácil
. Es el momento perfecto para sacar del garaje la vieja
furgoneta
. Su nuevo proyecto se centra precisamente en una carretera, la
Highway 61 que inspiró a Bob Dylan y que, en el mapa interior de esta
mujer, une su Minnessota natal con su nuevo hogar en Nueva Orleans.
Le
gusta pararse ante las viejas gasolineras, las casas abandonadas y el
desierto. “Ojalá llegue el día en que encuentre un lugar del que no
quiera moverme
. La realidad es que al poco tiempo de estar en cualquier
sitio me entran ganas de irme.
También tengo mi apartamento en Nueva
York, cerca de mis hijos, pero no lo veo como un hogar definitivo
.
Supongo que la granja de Minnesota es lo más parecido a una casa que he
tenido, allí nos reunimos todos en vacaciones y allí he hecho muchas de
mis fotos, pero lo cierto es que incluso allí me acaban entrado ganas de
irme”.
Quizá por eso asocia la felicidad con cualquier camino, sin
miedo a lo desconocido ni a la soledad. Y tal vez no resulte tan extraño
en una mujer que demostró hace ya mucho tiempo, en aquel lejano debut
cinematográfico, que ella sola podía doblegar a la bestia.