¿Quién es Isabel, la mujer que se esconde bajo el mito Preysler?
El portal en la avenida de Miraflores en Puerta de Hierro, Madrid,
ofrece un aspecto infranqueable pero, curiosamente, se abre apenas
detecta la llegada de un visitante y accedemos a un largo paseo
flanqueado por altísimos cipreses.
Isabel Preysler, su
propietaria, se parece mucho a esa puerta: hermética, pero con la
extraordinaria capacidad de saber cuándo abrirse y cuándo volver a
cerrarse.
No es precisamente amiga de entrevistas. “La idea que la gente pueda
tener de mí no la voy a poder cambiar…
Por ejemplo, incluso en mi
aspecto físico: ayer, mientras hacíamos estas fotos, Jonathan Becker me
dijo que parecía muy frágil pero que estaba claro que era muy fuerte”.
Preysler me mira intensamente: “Me dieron ganas de contestarle: ‘¡no lo
sabes tú bien!”.
Y culmina la frase con una estupenda sonrisa, la
mítica, inimitable sonrisa Preysler.
Admirada de cerca, la exquisita
hilera de dientes tiene varias propiedades: resguarda, distrae y permite
a su dueña seguir adelante con cualquier cosa que piense, organice y
disponga.
Isabel Preysler posa para Jonathan Becker y Vanity Fair
Más tarde estaremos sentados en la biblioteca, el corazón de una de las
casas que más curiosidad despierta en Madrid y que cuando se inauguró en
los años noventa suscitó estupendos artículos periodísticos que
criticaban a su propietaria.
Se contabilizó el número de habitaciones,
desde los cuartos de baño a la caseta del perro
. De nuevo Preysler era
mucho más que su propia leyenda.
Llamaba la atención por esa
mezcla de belleza, inteligencia y un cierto morbo por estar casada con
uno de los políticos más relevantes de la democracia española. Y
hablaban de ella, sobre ella, a raíz de ella y, como siempre, las
explicaciones las guardaba detrás de ese portal con poderes telepáticos.
En la biblioteca, volúmenes de todas las materias: física, Egipto,
Grecia, filosofía de la ciencia y biografías de presidentes
norteamericanos desde Roosevelt a Clinton, las obras completas de
Voltaire, novelas de Pérez Galdós y de Vargas Llosa…
Todo en un aparente
—pero falso— desorden, propio de las bibliotecas muy vividas, que se
extiende hasta el inmenso hall de entrada.
Hay un retrato de Preysler de
Luis Pinto Coelho que, como el original, no ha envejecido.
Tiene un punto posmoderno que puede identificarla muy bien.
Ha pedido
que nos traigan sándwiches con ensalada de pollo porque los hacen
estupendos en esta casa.
Los colocan en la mesa del centro de la
biblioteca, delante de los sofás color camel.
Preysler aún no ha hecho
acto de presencia. Es perfeccionista y superorganizada, pero no es puntual. “No lo puedo evitar, lo siento.
Hago esfuerzos increíbles para serlo, pero no puedo.
No soy puntual”.
La espera sirve para investigar más en la biblioteca, en el jardín (ya
recogido para los meses de frío) que se atisba desde los ventanales y,
al fondo, el salón principal, el comedor y, más allá, un cuarto de
grandes cristaleras con un fondo de bambúes en donde a Isabel le gusta a
veces dar sus cenas.
Se escuchan sus pasos porque tiene un andar firme y también muy femenino
. Cuando
estás delante de ella, impacta siempre su presencia, definitivamente
pulida, y su estatura, más alta de lo que se puede adivinar en sus fotos.
Y después de su belleza, encanta aún más la manera afectuosa que tiene
de aproximarse.
No lleva una sola gota de maquillaje, viste vaqueros que
parecen hechos a medida en una tienda de Nueva York que John Travolta y
ella comparten, y unas botas de Jimmy Choo que ella misma certifica de
dos temporadas atrás.
Comenta las flores que han llegado de esta revista
agradeciendo la sesión de fotos, indica exactamente el jarrón donde
quiere colocarlas, se instala en la supermasculina y elegante butaca
Eames y empieza a preguntar sobre lo que está pasando en el país, en la
ciudad, en mi vida y en la de otros amigos en común, informada de todo
pero con avidez de más detalles, más verdad, más información.
Tiene una opinión para cada cosa, desde Sarkozy hasta Obama, un fenómeno
que ha seguido intensamente.
“Tú sólo piensa que en un momento dado
este hombre puso de acuerdo a la mayor parte de Estados Unidos:
hispanos, orientales, anglosajones y gente de color”
. Hoy se muestra
desanimada ante la pérdida de fuelle del presidente norteamericano.
“¡Para qué vamos a hablar de política…!”, se medio excusa, dibujando la
sonrisa con la que termina la mayoría de sus frases.
Todos creemos que Boyer y Preysler se conocieron y convirtieron en
historia de amor y fenómeno mediático cuando los dos acudieron a recoger
unos Premios Limón en la mitad de los años ochenta. “No, no, nos
conocimos antes”, aclara veintitantos años después la propia Preysler.
Isabel había inaugurado esa década casándose con Carlos Falcó, marqués
de Griñón. ¿Conserva aquel traje amarillo y negro de superhombreras que
se inmortalizó en esas fotos? “No lo sé…”, responde brevísima,
subrayando la tensión que aún implica analizar el principio de su
relación con Boyer. Intento suavizarla señalando que el resto de los
mortales vemos su historia de amor como una película.
“Yo creo que es una historia de amor importante. Con obstáculos, claro, como muchas otras.
La primera vez que salimos me llevó a comer a un restaurante a las
afueras de Madrid. Yo le dije: ‘oye, vamos a tener cuidado, ¿eh?, que me
conoce mucha gente’. Estaba muy nerviosa y no sabía ni qué pedir del
menú, del apuro que me daba que me reconociera alguien. ¡Y de repente
entró un autobús entero de señoras que me miraban y se daban codazos!”.
“La Presley, la Presley,” exclamaban las señoras, diciendo mal su
apellido (“siempre puede más Elvis Presley”, bromea Isabel), un hecho
más que frecuente en España y que en cierta manera ilustra la gran
contradicción en la vida de esta mujer: creemos conocer a la Presley,
pero sólo Isabel sabe quién es Preysler.
Preysler es muy cautelosa a la hora de abrirse a cualquier tema político. En su concepto de educación no existe la posibilidad de decir nada que pueda afectar a personas que quiere
.
Ni mucho menos dejar paso a nuevas elucubraciones sobre su vida, su
ideología.
En una ocasión escuché que en las primeras elecciones después
de la muerte de Franco, Preysler votó a UCD y recibió una suerte de
reprimenda del abuelo Iglesias.
Se lo cuento y ella sonríe. Reitero
cuánto me gusta esa historia porque la retrata como la mujer moderna y
de pensamiento liberal que es, pero ella no quiere cambiar ese patrón de
no agredir a otros, bajo ninguna excusa. “Es lo mismo que pienso cuando
prefiero no explicarme en publico.
No voy a conseguir que me vean de
manera diferente a la que ya tienen formada sobre mí”, zanja.
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