La actriz británica, icono de directores como los hermanos Coen y
Thomas Vinterberg, ha consolidado su carrera al margen de la espuma de
la fama
Candidata al Oscar, feminista y meticulosa, desembarca de nuevo con papeles que rompen clichés en la gran pantalla.
Hay actrices jóvenes que se abrazan al denso oleaje del éxito, donde
burbujea la espuma del champán en noches indolentes que producen resaca y
paparazis.
Y luego está
Carey Mulligan
(Londres, 1985). Por eso entre los lectores habrá quien no reconozca su
nombre, aunque sí su rostro, incluso si solo la han visto una vez: esos
hoyuelos que enmarcan su sonrisa son difíciles de olvidar.
Pero esta
británica con cara de niña traviesa lleva tratando de pasar inadvertida
desde que en 2009 la película
An Education,
de la danesa Lone Scherfig, la catapultó a una galaxia muy extrema, la
de los candidatos al Oscar, y la energía desbocada de aquel universo
estrellado le asustó.
La experiencia de pasar de ser una actriz casi anónima con pequeños
papeles en televisión o teatro a ser candidata al mayor premio de la
industria del cine fue un terremoto para Mulligan
. Con 24 años, ¿quién
no se hubiera entregado a la atención desaforada, los regalos, las cenas
con famosos o, en otras palabras, a la bacanal romana que envuelve al
candidato a un Oscar? “Yo lo pasé mal. No disfruté nada de las fiestas
ni de la atención.
Ahora miro hacia atrás y pienso que debería haber
intentado divertirme, pero es un mundo en el que no encajé. No me sentí
parte de él entonces y tampoco ahora”
. Lo dice bajito, como todo lo que
dice, porque ni el volumen ni el contenido de su conversación deja
espacio para el descontrol: ni una palabra más fuerte que otra, ni una
frase hueca o vacía como las que a menudo disparan otras actrices cuando
entran en ese
loop que las lleva, instigadas por una entrevista, a mirarse con lupa el ombligo y a hablar de más.
Mulligan también en eso parece diferente.
Está en un hotel londinense, pero no está.
Con su melena
midi y su traje de chaqueta negro, serio y sobrio, cumple correcta con el guion de la promoción de la película
Lejos del mundanal ruido, de
Thomas Vinterberg,
que se estrena el mes que viene en España, y de la que es protagonista,
pero hablará lo justo para no desnudarse frente a su interlocutora.
Eso
sí sería noticia, una actriz que se desnuda en público, pero Mulligan,
metafóricamente, no se quita ni el gorro ni la bufanda, aunque a medida
que avanza la entrevista va dejando caer capas de cebolla.
Hay que
sentirse afortunados si hemos conseguido llegar al menos hasta el
jersey. Más allá, nadie, excepto sus amigos más íntimos, está invitado a
entrar.
Y probablemente eso haya sido lo que la ha salvado de
convertirse en otro esperpento de los muchos que habitan el universo de
las celebridades jóvenes que dan titulares amarillos en la prensa rosa.
“Me di de bruces con la popularidad a través de
Keira Knightley cuando participé en
Orgullo y prejuicio,
en 2005
. Fue mi primera película y nos hicimos muy amigas
. Ella era ya
muy conocida y vi lo duro que era tener que lidiar con los paparazis y
con un montón de cosas negativas, así que me volví muy precavida.
Creo
que ser famoso es muy poco atractivo.
Obviamente todos aspiramos al
éxito porque te da mejores oportunidades de trabajo, pero la mochila que
acompaña todo eso es horrible”. Tajante, directa, clara.
Me di de bruces con la popularidad a través de Keira Knightley. Vi lo
duro que era y me volví muy precavida. No me atrae ser famosa”
Tras aquella incursión como espectadora de la fama, la paladeó en carne propia con
An Education
y, aunque no ganó el Oscar (pero sí un Bafta, el Oscar británico),
tenía la edad perfecta, el talento y el físico necesario para triunfar
en Hollywood, así que la industria la invitó a entrar en su selecto club
de actrices.
Sin embargo, no se dejó cegar por los focos ni por los
flases, respiró hondo, tomó asiento, se sentó al volante de su carrera
como si fuera una veterana y comenzó a ver desfilar frente a ella
múltiples guiones.
Uno tras otro fueron a la basura. Nada llegaba a sus
manos que mereciera la pena o, al menos, así lo vivió ella.
Para una
actriz sin formación académica, rechazada en tres escuelas de arte
dramático, muchos en la industria pensaron que se pasaba de lista.
Pero a
juzgar por sus elecciones se equivocaron. No es arrogante, solo
persistente. Cuando era adolescente escribió a Kenneth Branagh pidiendo
consejo y después a Julian Fellowes, quien le dijo que en lugar de ser
actriz se casara con un abogado.
No le gustó la respuesta e insistió,
así que la invitó a una cena de jóvenes aspirantes a actor y así conoció
al director de
casting que la llevó hasta
Orgullo y prejuicio.
Pasarían cuatro años hasta aquel papel de joven rebelde que abandona los estudios para seguir a un hombre más mayor en
An Education y, tras participar en
Brothers y
Nunca me abandones,
que ya había filmado antes de aquel éxito, solo la hemos vuelto a ver
en seis películas, menos de una por año, y no precisamente mediocres:
Wall Street, el dinero nunca duerme, de Oliver Stone;
Drive, del niño prodigio Nicolas Winding Refn;
Shame, del oscarizado Steve McQueen;
El gran Gatsby, del mago del espectáculo Baz Luhrmann, e
Inside Llewyn Davis,
de los hermanos Coen. Y en ninguna de esas películas ejerce de mujer
decorativa.
“Esa es la batalla más difícil de las actrices.
Yo siempre
estoy buscando papeles en los que se pueda aportar algo más que la cara
bonita, quiero sustancia, historias complejas.
A mí no me interesa ver
películas con mujeres que aparecen como accesorios del intérprete
masculino, así que prefiero no hacerlas. No se trata de que te den o no
papeles de protagonista
. El tamaño de un personaje no es importante, lo
que importa es si la gente va a poder conectar con él y si tiene alguna
razón para ser parte de la historia, más allá de la de embellecer la
pantalla”.
Si alguien se preguntaba por qué se había prodigado tan poco aquí
tiene la explicación: Mulligan rechaza los “papeles-jarrón de flores”,
como ella los llama
. Sin embargo, con solo ese puñado de títulos ha
conseguido entusiasmar a críticos y espectadores por igual. En
Shame
transformó completamente su imagen angelical para dar vida a una
veinteañera conflictiva y sorprendió con su capacidad camaleónica
. En
El gran Gatsby
de Baz Luhrmann consiguió hacernos olvidar a Mia Farrow, que había
interpretado memorablemente a Daisy Buchanan, la amante de Robert
Redford en el
Gatsby de 1974 con guion de Coppola.
“Son
personajes que escogí porque tenían sentido, un recorrido propio.
A
menudo los papeles femeninos son caricaturas de la mujer, no se
corresponden con nada real. Son bellas y estúpidas o bellas y
superinteligentes, pero el espectador nunca sabe por qué”.
Mulligan es consciente de que elegir es un lujo que no todas las
actrices tienen.
“Sé que tengo mucha suerte porque en este momento de mi
carrera puedo renunciar a trabajar si no encuentro lo que me gusta.
Sé
que eso puede cambiar o puede llegar un día en que tenga hijos, necesite
más dinero y tenga que aceptar otr
as cosas, pero de momento puedo
escoger, así que solo acepto papeles que realmente me interesan”. Lo que
nos lleva hasta la película que nos ha reunido en Londres.
Lejos del mundanal ruido, basado en el libro homónimo de Thomas Hardy, que se desarrolla en la Inglaterra victoriana, no parecería,
a priori,
un filme en el que Mulligan se interesaría (se estrenará en los
próximos meses en España).
“Las películas de época no me atraen
especialmente, pero el libro de Hardy me encantó, y encima está dirigida
por Thomas Vinterberg [uno de los seguidores ejemplares del Dogma de
Lars von Trier]”.
Además su personaje, Bathsheba Everdene, aunque monte a
caballo con falda y tenga múltiples pretendientes (interpretados entre
otros por el brillante Michael Sheen), es una mujer moderna e
independiente más cercana a las del siglo XX que a las del XIX.
Un
goloso caramelo para alguien que no tiene reparos en definirse como
feminista. “Claro que no. Por alguna razón el término ha adquirido
connotaciones negativas, pero yo no me avergüenzo de decir que lo soy.
Es como si lleváramos toda la vida en sociedades donde podemos expresar
nuestras opiniones y hacer lo que queramos, pero para la mayoría de las
mujeres del planeta no es así. Y eso no hay que olvidarlo.
Por eso el
personaje de Bathsheba es tan extraordinario.
Quiere dirigir su vida,
que no la domine un hombre, imponer su voluntad… Eso en el siglo XIX no
ocurría y por eso el libro de Hardy se considera uno de los primeros
feministas de Inglaterra.
Conecta más con el presente que con el pasado y
espero que eso interese a las nuevas generaciones”. Lo dice sin
demasiada seguridad, pero transmitiendo el deseo de todo intérprete de
que los espectadores acudan al cine a ver su trabajo.
No me avergüenza decir que soy feminista. La mayoría de las mujeres
del planeta no pueden hacer lo que quieren. Y eso no hay que olvidarlo”
Precisamente de las primeras reivindicaciones feministas habla otra de sus próximas películas,
Sufragette,
de Sarah Gavron, donde interpreta a una mujer que, desde el más
absoluto desinterés político, se transforma en una militante por el
derecho al voto femenino, una sufragista
. Comparte pantalla, entre
otras, con
Meryl Streep y
Helena Bonham Carter,
y dice haber aprendido mucho sobre cosas que todos deberíamos saber.
“Es un periodo histórico apasionante y la verdad es que
no era
consciente de cuánto habían sufrido las mujeres para llegar a votar”.