El futuro que espera a la democracia con el nuevo sistema de partidos que emerja hoy de las urnas no está escrito, como nada en la vida: eso es lo que rodea a estas elecciones de cierto aura inaugural.
Nunca unas elecciones municipales y autonómicas
han despertado tan elevadas expectativas y han provocado tan profundas
incertidumbres como en esta ocasión: tanto es el renacido interés por la
política y tantas son las dudas suscitadas por los nuevos partidos y
plataformas cívicas que parecería como si estuviéramos, no ante unas
elecciones de ámbito local o regional, ni siquiera ante unas generales,
sino ante unas constituyentes.
Cierto, nada que ver con 1977, pero todo sucede como si, agotado lo que entonces nació a la vida política, nos encontráramos en el trance de romper con el pasado para marcar un nuevo comienzo.
Para percibir cómo hemos llegado hasta aquí, no será inútil recordar que si alguien hubiera resumido en 2008 las tres primeras décadas de esta democracia española, habría presentado un balance en el que los logros destacarían más que los fracasos:
una sociedad más libre e igualitaria, más permisiva y tolerante; unos bienes públicos saneados y disfrutando del aprecio general; una democracia lejos de todo aquello que en otras épocas fue su ruina; sin rastro de militarismo, con el clericalismo de capa caída; sin partidos antisistema, con instituciones legitimadas ante la gran mayoría de ciudadanos; con el terror de ETA derrotado y, para colmo, en Europa y con un sistema en el que dos partidos aseguraban estabilidad a los gobiernos.
De pronto, los logros se desvanecieron para dejar el campo sembrado de fracasos.
Una crisis económica que el partido en el poder recibió con una mezcla de autocomplacencia y frivolidad, negándose a nombrarla por su verdadero nombre, hasta que el superávit se convirtió en déficit y las cuentas saneadas pasaron a ser deuda rampante; una crisis política, imparable desde que el partido en la oposición ganó la siguiente convocatoria electoral para imponer una política contraria a todo lo que, con mezcla de mentira, crispación y ligereza, había prometido.
Crisis económica, devenida crisis política, dando origen a una profunda crisis social, los tres pasos soñados por quienes éramos jóvenes en los años sesenta cuando dábamos por cierto que las horas del capitalismo como sistema económico y de la burguesía como clase dominante estaban contadas.
Ahora, con las tres crisis juntas y sin ninguna fuerza política capaz de enfrentarla, la democracia española pasó a ser denostada como régimen del 78, epítome de fracaso, herencia del franquismo, el régimen por antonomasia: colusión de los dos grandes partidos para el reparto del Estado; corrupción no solo de personas sino del sistema; envilecimiento de salarios e incremento de la desigualdad; políticas de agresión a los bienes públicos: docentes a la calle, hospitales en precario; impuestos sin tasa sobre las clases media y media-baja; pérdida masiva de empleos; jóvenes haciendo las maletas camino de Alemania.
Con los partidos enmudecidos, sin más rumbo que el impuesto desde el exterior, habló entonces la calle sacando a plena luz la frustración incubada en el interior: si no el capitalismo ni la burguesía, al menos el régimen del 78 sí tenía los días contados.
No hubo ninguna institución capaz de recoger aquellas voces: el sistema de partidos trastabilló y si no llegó a caer en tierra fue porque quedaban restos de clientelas y viejas lealtades, una energía residual, insuficiente en todo caso para paliar el desastre.
La energía nueva llegó de fuera del sistema, de los movimientos sociales y de las plataformas creadas en una incesante espiral de protesta que inundó las plazas públicas y —lo que resultó tan decisivo— las redes sociales.
Paralizados los viejos partidos ante el abismo, quienes alzaron la voz en plazas y redes, tras despreciar la capacidad inclusiva que define, aun en medio de las peores tormentas, a las instituciones democráticas, se percataron enseguida de que para alcanzar el poder no bastaba con el exceso de hybris de que hicieron gala en los primeros momentos; que además de una buena ración de ego y arrogancia es preciso algo tan antiguo como organizarse en partidos, concurrir a elecciones y conseguir votos.
Y en esas estamos: dos partidos en ascenso compiten con dos partidos en declive, situándose, sin reconocerlo verbalmente, pero sí en la manera de quitarse la corbata o arremangarse la camisa, uno a la izquierda de la derecha y el otro a la izquierda de la izquierda, donde abundan además variopintas plataformas.
De lo primero, hay motivos para celebrar que, al contrario de lo ocurrido en Francia o Inglaterra, aquí la quiebra de confianza en su partido de un amplio sector del electorado de derecha no haya provocado el parto de una criatura de la derecha extrema; de lo segundo, lo que hoy se vislumbra es el grado de fragmentación que añadirá a un campo siempre dividido un recién llegado —y las plataformas coligadas— que mientras levantaba su tienda cambió la canción del mañana es nuestro por un lenguaje de moderación.
Y así, de la relativa simplicidad del eje izquierda/derecha con apoyo mutante de nacionalistas catalanes, pasaremos a la inédita complejidad que precisará de pactos entre partidos y plataformas que, si funcionan como potentes imanes electorales, tendrán que demostrar su valor como coaliciones de gobierno.
Pues sería una ingenuidad dar por seguro que, como el mal radicaba en el bipartidismo, el pluripartidismo traerá por sí solo el remedio.
Alemania ha mantenido durante medio siglo un eficaz sistema bipartidista, con o sin gobiernos de coalición, mientras en Italia, maestra en finezza política, el sistema multipartidista se derrumbó, con sus gobiernos de coalición de quita y pon, como un castillo de naipes, sin dejar ni una carta en pie. Aquí, el futuro que espera a la democracia con el nuevo sistema de partidos que emerja hoy de las urnas no está escrito, como nada en la vida: eso es lo que rodea a estas elecciones de cierto aura inaugural, como si votáramos por vez primera, desnudos de ataduras, libres de viejas lealtades.
Con las elecciones generales de 1977, una dictadura hizo mutis al tiempo que irrumpía en escena una democracia
. Hoy puede ocurrir que una democracia fatigada por las malas prácticas y duramente golpeada por la crisis encuentre en unas elecciones locales y autonómicas el punto de partida hacia su reforma y renovación: todo dependerá de cómo administre cada cual, en el conflicto de intereses y la distribución de recursos que es siempre la vida política, el resultado que salga de las urnas, esa antigualla asentada por vez primera en España gracias al régimen de 1978.
Cierto, nada que ver con 1977, pero todo sucede como si, agotado lo que entonces nació a la vida política, nos encontráramos en el trance de romper con el pasado para marcar un nuevo comienzo.
Para percibir cómo hemos llegado hasta aquí, no será inútil recordar que si alguien hubiera resumido en 2008 las tres primeras décadas de esta democracia española, habría presentado un balance en el que los logros destacarían más que los fracasos:
una sociedad más libre e igualitaria, más permisiva y tolerante; unos bienes públicos saneados y disfrutando del aprecio general; una democracia lejos de todo aquello que en otras épocas fue su ruina; sin rastro de militarismo, con el clericalismo de capa caída; sin partidos antisistema, con instituciones legitimadas ante la gran mayoría de ciudadanos; con el terror de ETA derrotado y, para colmo, en Europa y con un sistema en el que dos partidos aseguraban estabilidad a los gobiernos.
De pronto, los logros se desvanecieron para dejar el campo sembrado de fracasos.
Una crisis económica que el partido en el poder recibió con una mezcla de autocomplacencia y frivolidad, negándose a nombrarla por su verdadero nombre, hasta que el superávit se convirtió en déficit y las cuentas saneadas pasaron a ser deuda rampante; una crisis política, imparable desde que el partido en la oposición ganó la siguiente convocatoria electoral para imponer una política contraria a todo lo que, con mezcla de mentira, crispación y ligereza, había prometido.
Crisis económica, devenida crisis política, dando origen a una profunda crisis social, los tres pasos soñados por quienes éramos jóvenes en los años sesenta cuando dábamos por cierto que las horas del capitalismo como sistema económico y de la burguesía como clase dominante estaban contadas.
Ahora, con las tres crisis juntas y sin ninguna fuerza política capaz de enfrentarla, la democracia española pasó a ser denostada como régimen del 78, epítome de fracaso, herencia del franquismo, el régimen por antonomasia: colusión de los dos grandes partidos para el reparto del Estado; corrupción no solo de personas sino del sistema; envilecimiento de salarios e incremento de la desigualdad; políticas de agresión a los bienes públicos: docentes a la calle, hospitales en precario; impuestos sin tasa sobre las clases media y media-baja; pérdida masiva de empleos; jóvenes haciendo las maletas camino de Alemania.
Con los partidos enmudecidos, sin más rumbo que el impuesto desde el exterior, habló entonces la calle sacando a plena luz la frustración incubada en el interior: si no el capitalismo ni la burguesía, al menos el régimen del 78 sí tenía los días contados.
No hubo ninguna institución capaz de recoger aquellas voces: el sistema de partidos trastabilló y si no llegó a caer en tierra fue porque quedaban restos de clientelas y viejas lealtades, una energía residual, insuficiente en todo caso para paliar el desastre.
La energía nueva llegó de fuera del sistema, de los movimientos sociales y de las plataformas creadas en una incesante espiral de protesta que inundó las plazas públicas y —lo que resultó tan decisivo— las redes sociales.
Paralizados los viejos partidos ante el abismo, quienes alzaron la voz en plazas y redes, tras despreciar la capacidad inclusiva que define, aun en medio de las peores tormentas, a las instituciones democráticas, se percataron enseguida de que para alcanzar el poder no bastaba con el exceso de hybris de que hicieron gala en los primeros momentos; que además de una buena ración de ego y arrogancia es preciso algo tan antiguo como organizarse en partidos, concurrir a elecciones y conseguir votos.
Y en esas estamos: dos partidos en ascenso compiten con dos partidos en declive, situándose, sin reconocerlo verbalmente, pero sí en la manera de quitarse la corbata o arremangarse la camisa, uno a la izquierda de la derecha y el otro a la izquierda de la izquierda, donde abundan además variopintas plataformas.
De lo primero, hay motivos para celebrar que, al contrario de lo ocurrido en Francia o Inglaterra, aquí la quiebra de confianza en su partido de un amplio sector del electorado de derecha no haya provocado el parto de una criatura de la derecha extrema; de lo segundo, lo que hoy se vislumbra es el grado de fragmentación que añadirá a un campo siempre dividido un recién llegado —y las plataformas coligadas— que mientras levantaba su tienda cambió la canción del mañana es nuestro por un lenguaje de moderación.
Y así, de la relativa simplicidad del eje izquierda/derecha con apoyo mutante de nacionalistas catalanes, pasaremos a la inédita complejidad que precisará de pactos entre partidos y plataformas que, si funcionan como potentes imanes electorales, tendrán que demostrar su valor como coaliciones de gobierno.
Pues sería una ingenuidad dar por seguro que, como el mal radicaba en el bipartidismo, el pluripartidismo traerá por sí solo el remedio.
Alemania ha mantenido durante medio siglo un eficaz sistema bipartidista, con o sin gobiernos de coalición, mientras en Italia, maestra en finezza política, el sistema multipartidista se derrumbó, con sus gobiernos de coalición de quita y pon, como un castillo de naipes, sin dejar ni una carta en pie. Aquí, el futuro que espera a la democracia con el nuevo sistema de partidos que emerja hoy de las urnas no está escrito, como nada en la vida: eso es lo que rodea a estas elecciones de cierto aura inaugural, como si votáramos por vez primera, desnudos de ataduras, libres de viejas lealtades.
Con las elecciones generales de 1977, una dictadura hizo mutis al tiempo que irrumpía en escena una democracia
. Hoy puede ocurrir que una democracia fatigada por las malas prácticas y duramente golpeada por la crisis encuentre en unas elecciones locales y autonómicas el punto de partida hacia su reforma y renovación: todo dependerá de cómo administre cada cual, en el conflicto de intereses y la distribución de recursos que es siempre la vida política, el resultado que salga de las urnas, esa antigualla asentada por vez primera en España gracias al régimen de 1978.
Santos Juliá es historiador.