La fotógrafa Sally Mann desafió a aquellos que piensan que un niño desnudo invita inevitablemente a la pedofilia.
Me acordaba vagamente de aquellas fotos y también de la polémica que
se desató con ellas
. Eran imágenes de niños desnudos en el campo salvaje de Virginia.
Dos chiquillas y un niño, tres hermanos, despeinados, asalvajados, bañándose en un lago, bailando sobre la mesa, vomitando, haciendo pis sobre la tierra, comiendo, abandonados al sueño
. Eran fotos en blanco y negro, parecían haber sido tomadas en un tiempo no fechado, en el universo atemporal de la infancia.
Tenían una precisión perturbadora, las había tomado alguien en quien los niños confiaban, tanto como para posar con descaro y mostrarse tal cual vinieron al mundo ante la cámara.
La autora de esas imágenes era su madre, Sally Mann, una artista sureña admirada por muchos amantes de la fotografía y denostada con furia por los reaccionarios o por esos progresistas que en aras de la protección de la infancia son capaces de señalar a cualquiera como abusador o abusadora de niños.
Sally Mann, esa fotógrafa que a finales de los noventa fue acusada de utilizar la desnudez de su hijos para tocar la gloria, es hoy una mujer de 64 años, atractiva, fuerte y delgada, con unos ojos azules y una melena blanca indomable que le otorgan un aire juvenil
. He ido a verla a un teatro de mi barrio, el Symphony Space, acompañada del fotógrafo Fernando Sancho, los dos somos seguidores de su obra.
En el patio de butacas se respira admiración y reverencia hacia esta mujer que desafió a aquellos que piensan que un niño desnudo invita inevitablemente a la pedofilia.
En primera fila, está una de sus hijas, Virginia, una mujer ahora, que a los cinco años se vio arrastrada por la polémica cuando el Wall Street Journal reprodujo uno de las célebres desnudos de los niños de Sally añadiéndoles, muy retorcidamente, la banda negra sobre los pezones y el pubis.
Una manera maliciosa de acusar a la artista de explotación de la intimidad de sus propios hijos en un país obsesionado por el sexo hasta el punto de convertir en algo sucio el cuerpo de una niña pequeña.
Sally Mann camina hasta el micrófono a grandes zancadas.
Mi primer pensamiento es hacia lo que emana de su físico: quiero ser así cuando esté camino de los setenta, llevar vaqueros si me apetece, lucir una melena larga en contra de esa estúpida creencia que establece que las mujeres mayores han de llevar el pelo cortito, y desplegar una elegancia vehemente en los gestos, para no rendirse jamás al acuerdo que determina que una vieja tiene que pasar lo más desapercibida posible.
Se diría que Mann ha llegado a Nueva York en uno de esos caballos que monta en su granja virginiana.
Lee unas páginas de Hold Still, sus memorias recién publicadas, que espero que algún editor adquiera para los lectores españoles que estoy segura las disfrutarían tanto como yo. Integra todos los componentes de las mejores narraciones sureñas: pasiones, suicidios, secretos, crueldad, mentiras, herencias, paisajes salvajes, negritud, segregación y amores extraños
. También se narra la repercusión de aquellas dichosas veinte fotos que la señalaron como abusadora, y una de las dramáticas consecuencias de esta polémica tan aireada en los periódicos: el acoso de un tipo siniestro que fue siguiendo los pasos de sus hijos durante años
. Al matrimonio Mann el acecho de este perturbado les robó el sueño, pero Sally no se ha arrepentido jamás de haber fotografiado a sus hijos desnudos.
Su trabajo es mucho más amplio, pero como suele ocurrir la dichosa polémica la perseguirá cada vez que se hable de su trabajo.
No menos importantes son sus fotos sobre la negritud, la enfermedad de su esposo o el paisaje arrebatador de Virginia
. Sus imágenes captan lo local, lo doméstico, y lo elevan a obra de arte.
En estos días de primavera los parques neoyorquinos se llenan de niños chicos jugando en las bocas de agua, los sprinklers.
Lo que era un divertimento para los niños pobres se convirtió con los años en el juego más popular de los meses calurosos.
Las criaturas corren alrededor del aspersor.
Vestidas, claro. Las zonas de niños están valladas.
Los padres vigilan en línea y miran con desconfianza a todo aquel que se detiene a contemplar una actividad que mueve a la sonrisa, por lo que tiene de loca y primaria.
Hace 16 años, una fotógrafa, Mann, tuvo la osadía de captar las correrías de sus hijos en los días de un verano
. La tacharon de mala madre
. Pero madres y padres que milagrosamente no han sucumbido a la estupidez de los tiempos se lo agradecerán siempre, por haber defendido con sus fotos la libertad de la mirada y la inocencia de los cuerpos infantiles.
El pudor, como es lógico, llega siempre con la adolescencia, pero a un niño hay que concederle, al menos, un verano en el que jugar desnudo.
. Eran imágenes de niños desnudos en el campo salvaje de Virginia.
Dos chiquillas y un niño, tres hermanos, despeinados, asalvajados, bañándose en un lago, bailando sobre la mesa, vomitando, haciendo pis sobre la tierra, comiendo, abandonados al sueño
. Eran fotos en blanco y negro, parecían haber sido tomadas en un tiempo no fechado, en el universo atemporal de la infancia.
Tenían una precisión perturbadora, las había tomado alguien en quien los niños confiaban, tanto como para posar con descaro y mostrarse tal cual vinieron al mundo ante la cámara.
La autora de esas imágenes era su madre, Sally Mann, una artista sureña admirada por muchos amantes de la fotografía y denostada con furia por los reaccionarios o por esos progresistas que en aras de la protección de la infancia son capaces de señalar a cualquiera como abusador o abusadora de niños.
Sally Mann, esa fotógrafa que a finales de los noventa fue acusada de utilizar la desnudez de su hijos para tocar la gloria, es hoy una mujer de 64 años, atractiva, fuerte y delgada, con unos ojos azules y una melena blanca indomable que le otorgan un aire juvenil
. He ido a verla a un teatro de mi barrio, el Symphony Space, acompañada del fotógrafo Fernando Sancho, los dos somos seguidores de su obra.
En el patio de butacas se respira admiración y reverencia hacia esta mujer que desafió a aquellos que piensan que un niño desnudo invita inevitablemente a la pedofilia.
En primera fila, está una de sus hijas, Virginia, una mujer ahora, que a los cinco años se vio arrastrada por la polémica cuando el Wall Street Journal reprodujo uno de las célebres desnudos de los niños de Sally añadiéndoles, muy retorcidamente, la banda negra sobre los pezones y el pubis.
Una manera maliciosa de acusar a la artista de explotación de la intimidad de sus propios hijos en un país obsesionado por el sexo hasta el punto de convertir en algo sucio el cuerpo de una niña pequeña.
Sally Mann camina hasta el micrófono a grandes zancadas.
Mi primer pensamiento es hacia lo que emana de su físico: quiero ser así cuando esté camino de los setenta, llevar vaqueros si me apetece, lucir una melena larga en contra de esa estúpida creencia que establece que las mujeres mayores han de llevar el pelo cortito, y desplegar una elegancia vehemente en los gestos, para no rendirse jamás al acuerdo que determina que una vieja tiene que pasar lo más desapercibida posible.
Se diría que Mann ha llegado a Nueva York en uno de esos caballos que monta en su granja virginiana.
Lee unas páginas de Hold Still, sus memorias recién publicadas, que espero que algún editor adquiera para los lectores españoles que estoy segura las disfrutarían tanto como yo. Integra todos los componentes de las mejores narraciones sureñas: pasiones, suicidios, secretos, crueldad, mentiras, herencias, paisajes salvajes, negritud, segregación y amores extraños
. También se narra la repercusión de aquellas dichosas veinte fotos que la señalaron como abusadora, y una de las dramáticas consecuencias de esta polémica tan aireada en los periódicos: el acoso de un tipo siniestro que fue siguiendo los pasos de sus hijos durante años
. Al matrimonio Mann el acecho de este perturbado les robó el sueño, pero Sally no se ha arrepentido jamás de haber fotografiado a sus hijos desnudos.
Su trabajo es mucho más amplio, pero como suele ocurrir la dichosa polémica la perseguirá cada vez que se hable de su trabajo.
No menos importantes son sus fotos sobre la negritud, la enfermedad de su esposo o el paisaje arrebatador de Virginia
. Sus imágenes captan lo local, lo doméstico, y lo elevan a obra de arte.
En estos días de primavera los parques neoyorquinos se llenan de niños chicos jugando en las bocas de agua, los sprinklers.
Lo que era un divertimento para los niños pobres se convirtió con los años en el juego más popular de los meses calurosos.
Las criaturas corren alrededor del aspersor.
Vestidas, claro. Las zonas de niños están valladas.
Los padres vigilan en línea y miran con desconfianza a todo aquel que se detiene a contemplar una actividad que mueve a la sonrisa, por lo que tiene de loca y primaria.
Hace 16 años, una fotógrafa, Mann, tuvo la osadía de captar las correrías de sus hijos en los días de un verano
. La tacharon de mala madre
. Pero madres y padres que milagrosamente no han sucumbido a la estupidez de los tiempos se lo agradecerán siempre, por haber defendido con sus fotos la libertad de la mirada y la inocencia de los cuerpos infantiles.
El pudor, como es lógico, llega siempre con la adolescencia, pero a un niño hay que concederle, al menos, un verano en el que jugar desnudo.
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