Hace 20 años, García Márquez creó un espacio donde los mejores
periodistas consagrados, convertidos en maestros, transmitirían sus
conocimientos a las mejores promesas del oficio.
Veinte años atrás, una mañana de abril, calurosa como son las mañanas
de cualquier mes en Cartagena, la perla del Caribe colombiano, el
colombiano más universal entró, en pantalones cortos de jugar al tenis,
en la sala del diario
El Universal donde lo esperaban diez periodistas jóvenes de todo el continente.
Lo acompañaba
Alma Guillermoprieto, la gran cronista mexicana del
New Yorker, y estaba por dar curso a un viejo sueño.
O, quizás, a un sueño sustituto
Durante décadas,
Gabriel García Márquez
había querido editar un diario, el mejor diario, el que les mostraría a
todos los demás cómo debía ser un diario
. En los ochenta llegó incluso a
trabajar en el proyecto de uno, que se llamaría
El Otro.
Y 30
años antes lo había intentado por primera vez, cuando publicó “el
periódico más pequeño y breve del mundo”, que llegó a llamarse
Comprimido y tenía cuatro páginas ínfimas y era, gran precursor, gratuito –pero duró seis días
.
El Otro
no apareció siquiera y, a principios de los noventa, García Márquez se
resignó a un proyecto más modesto, más ambicioso: crearía un espacio
donde los mejores periodistas consagrados, convertidos en maestros,
intentarían transmitir sus conocimientos a las mejores promesas del
oficio. El mecanismo sería casi simple: el maestro y sus aprendices se
encerrarían durante cinco o seis días en una sala y conversarían,
practicarían, se enseñarían los pequeños trucos o discutirían los
grandes principios.
Para eso, García Márquez convocó a sus cómplices
iniciales; entre ellos
Tomás Eloy Martínez,
Ryszard Kapuscinski,
Carlos Monsiváis y un joven abogado que se encargaría de coordinar el asunto: el barranquillero Jaime Abello.
Veinte años después, la
Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano es uno de los grandes referentes de la profesión en
América Latina.
Sus diversas iniciativas hicieron mucho para constituir por primera vez
una red tupida, muy poblada, de reporteros de todo el continente
relacionados por su voluntad de aprender, de buscar nuevas formas que
les permitieran buscar mejor.
Por sus talleres y seminarios han pasado
casi 10.000 periodistas: toda una generación se ha encontrado en sus
aulas y ha encontrado en ellas el lugar donde pensar su práctica. Suelen
ser días de convivencia intensa, charlas, debates, rumba –y algún
romance de ocasión– que impactan en las vidas de sus participantes: años
atrás, un estudio interno descubrió que más del 60 por ciento de los
talleristas había cambiado de empleo en el año siguiente.
Remover conciencias es una función involuntaria –o quizá no.
Voluntariamente, la FNPI también ha jugado un papel decisivo en la
recuperación y valoración de la tan cacareada crónica latinoamericana. Y
entrega, además, cada año, en un festival que se realiza en Medellín,
los premios de periodismo más prestigiosos del continente
. Allí se hizo
oficial, el año pasado, el cambio de nombre: la Fundación pasó a
llamarse “Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo
Iberoamericano”; su fundador y presidente había muerto unos meses antes y
se hacía necesario renovar los votos, asegurarse de que su sueño seguía
vivo.
Sigue, después de veinte años.
Hace unos días, para festejarlo, dos docenas de
Gabitos
invadieron las calles de Cartagena: jóvenes vestidos de pantalón blanco
y guayabera, con una libreta de notas en la mano y una máscara de
García Márquez joven –inquietante, gozosa–, que hacían, en efigie, lo
que hacen los periodistas: salir, mirar, preguntar, molestar todo lo
posible, vivir para contarlo.