Pocas veces un Goya habrá supuesto más alivio para un cineasta que
para Alberto Rodríguez (Sevilla, 1971).
Las semanas previas a la
ceremonia, el director se ha multiplicado de un lado a otro, mientras su
esposa, Manuela Ocón, directora de producción también candidata por
La isla mínima, rodaba en Torremolinos
Toro,
de Kike Maíllo, y sus dos hijos le esperaban en Sevilla.
Por si fuera
poco, estos días se ha confirmado que el cineasta dirigirá la primera
serie de ficción de Movistar Series, centrada en la Sevilla del siglo
XVI, y por si faltaba algo Rodríguez ha rematado el guion de su próxima
película, centrada en uno de los más curiosos y oscuros personajes de la
España reciente, Francisco Paesa.
Así que el final de la gala de los Goya fue para él toda una
liberación.
“Si no hubiera ganado no habría pasado nada, soy un gran
aplaudidor”, confiesa entre risas Rodríguez, porque hasta en otras
cuatro galas anteriores ha estado nominado.
Nunca se había levantado de
la butaca, siempre se fue de vacío.
“Puede que ganar ahora sí sea un
alivio. Es una manera de pasar un testigo. Por otra parte, nunca me he
sentido presionado por los premios.
Por la taquilla sí, pero por los
premios, nunca”.
Las ganas de hacer cine de Alberto Rodríguez nacen probablemente de
su padre, técnico de televisión, que en los años noventa compra una
cámara de 16 milímetros a otro operador de TVE y se la regala a su hijo.
Alrededor de esa cámara se juntan en el bar La Sirena, en el barrio
sevillano de La Alameda de Hércules, un grupo de chavales “muy
variopinto e inconsciente con ganas de rodar aunque sin ninguna
pretensión más allá que pasarlo bien” y que se convierten en la
Generación CineExin: los directores Santi Amodeo y Chiqui Carabante, el
director de fotografía Alex Catalán —mano derecha de Rodríguez—, el
productor Gervasio Iglesias, el script Paco Baños (“mi compañero de
pupitre desde parvulario”), los actores José Luis García Pérez y Alex
O’Dogherty, el sonidista Daniel de Zayas (“Mi vecino de calle”), el
periodista David Cantero…
Muchos de esos nombres pueden leerse en los
títulos de crédito de
La isla mínima.
Por eso, entre los
premios, Rodríguez prefiere el de mejor película:
“Porque reconoce al
equipo y porque un premio no es más que una invitación al público para
que se acerque a ver tu trabajo.
Hacemos las películas para que el
público las vea, por esto son importantes los premios.
Y con
La isla mínima me siento más que recompensado”.
“Siempre tuve la sensación de ser un intruso en esto del cine”
Alberto Rodríguez debutó como codirector junto a Santi Amodeo en
El factor Pilgrim (2000). Después, ya en solitario, llegaron
El traje (2002),
7 vírgenes (2005) y
After (2009).
“Pero yo no me sentí director hasta que acabé la serie
Hispania y volví al cine para hacer
Grupo 7.
Porque siempre he tenido la sensación de ser un intruso en el cine, que
en cualquier momento alguien lo descubriría.
Ahora sí me siento dentro,
más porque ya viene detrás otra nueva generación, el relevo, que por
méritos.
Y me gusta esa gente que viene”.
Al mirar su currículo, el cineasta siente una punzada por
After,
un amor de padre al hijo más desvalido: “A mí me gusta mucho, y sin
embargo fue un desastre en taquilla y la crítica ni la vio”, recuerda.
El sevillano es tímido, pausado.
“Quiero volver a mi vida normal, a
ver a mis amigos, a salir tranquilo a la calle y que acabe esto de los
Goya”. En un momento dado, hace años, estuvo a punto de venirse a
Madrid.
Pero en el último minuto, a Ocón le salió trabajo en una
película y se quedaron en Sevilla.
“Fue lo mejor que nos pudo pasar”,
admite.
Y de ese mundo nace
La isla mínima, de cuando Rodríguez
y Álex Catalán vieron una exposición del fotógrafo Atin Aya, retratista
de la clase obrera, el hombre que pasó meses en las marismas del
Guadalquivir entre sus gentes, fotografiándoles en blanco y negro. “Nos
golpeó.
La isla mínima es deudora de esos retratos.
Y por eso
es una película política, pensada para hacer preguntas. Me gusta que la
gente la haya entendido en ese sentido”.