El horizonte
Jesús Carrasco sobre 'La isla mínima'
Hace unos años, al poco tiempo de trasladarme a vivir a Sevilla,
quise llegar en moto a Sanlúcar de Barrameda recorriendo los caminos de
la margen izquierda del Guadalquivir.
Me perdí y, como no llevaba mapa,
durante mucho tiempo me sentí dentro de un laberinto porque muchos de
los carriles terminaban en un canal o en un cañaveral y era preciso
regresar a la bifurcación para volver a intentarlo con otra vía.
En mi pequeña aventura, que concluyó felizmente en Bajo de Guía, con
el coto verdeando al otro lado del río, pude ver cómo un carguero se
desplazaba cadencioso sobre la llanura
. Las torres de contenedores se
movían en silencio por encima de los árboles ribereños.
A media tarde di
con un chamizo con tejado de uralita donde servían, en medio de la
nada, albures y pato.
Al volver a casa, traté de reconstruir mi
recorrido en un mapa de la zona y entonces supe que había viajado, entre
otros parajes, por territorios próximos a Isla Mayor, Isla Menor e Isla
Mínima, una gradación que me pareció cautivadora y que desde entonces
quedó asociada a aquella peripecia cargada de visiones extrañas.
Es una película dominada por el horizonte, esa línea donde, según se narre, el cielo cae sobre la tierra como una guillotina
Jesús Carrasco
Más de diez años después he vuelto a aquellos lugares, pero esta vez, en el cine.
Salí de ver
La isla mínima
con el corazón en un puño: por su intensidad dramática, por su potencia
visual y por las excelentes interpretaciones.
Y lo que es mejor, la
película permaneció conmigo durante muchos días, algo que, cuando
sucede, refuerza en mí las ganas de leer, de ver cine o de escuchar
música porque esa permanencia es síntoma de que algo propio, y a menudo
oculto, ha sido desvelado.
Ignoro por qué
Babelia me ha llamado para hablar de esta
película
. Quizá es porque su director es sevillano y yo, que llevo ya
diez años en esta ciudad, casi también lo soy. No lo sé.
Lo cierto es
que la propuesta me ha gustado particularmente porque he encontrado en
ella algunos de los referentes narrativos que más me interesan.
Si tuviera que destacar solo dos, el primero sería, sin duda, la
presencia sustancial del paisaje y su influencia en los personajes.
Cómo, en este caso, el curso bajo del Guadalquivir condiciona la vida de
quienes lo habitan hasta hacernos creer que esta historia solo puede
ser contada de esta manera. Es una película dominada por el horizonte,
esa línea donde, según se narre, el cielo cae sobre la tierra como una
guillotina o, a la inversa, es la tierra la que parece evaporarse con la
intención de incorporarse a lo sutil.
Otro aspecto a señalar sería la intensidad dramática.
La isla mínima
no es una de esas obras que te encandilan dulcemente, que te cogen de
la mano y, sin darte cuenta, te has pasado casi dos horas sin moverte de
la butaca
.
La isla mínima te agarra de la solapa y te arrastra
a empujones y te pone delante de la cara lo que no quieres ver y así, a
puñetazos, te abandona en la salida del cine y tú vuelves a casa
magullado pero agradecido.
Volveré a viajar hacia el sur, a lo que en su día fue el delta del
Guadalquivir.
Volveré a perderme en sus caminos sin salida y a comer
albures, o pato, o lo que se tercie, en alguna venta remota. Volveré a
cegarme con la luz resplandeciente de nuestro Misisipi mágico.
Volveré a
Isla Mínima, pero nunca más será lo mismo porque su color será ya para
siempre el de esta película enorme.
Dar lo prometido
Lorenzo Silva sobre 'El niño'
Una vez le oí comentar a
Enrique Urbizu
que la dificultad que teníamos para hacer cine negro en España no era
que los actores no supieran empuñar un arma con convicción, que muchos
no sabían, sino que, antes de llegar a esas cotas de destreza, les
faltaba maña para abrir o cerrar una puerta, sentarse o levantarse con
el aplomo que el
noirrequiere.
Digamos que, entre nosotros, al
género negro cinematográfico (como también cabe decir del literario) le
ha faltado la tradición y la masa crítica que permiten que un arte se
consolide.
De ahí viene el primer reparo que suscitan muchas películas:
la falta de credibilidad de los criminales y policías, agravada por la
somera labor de documentación que precede a los guiones, y que nunca se
permitirían, por ejemplo, en una ficción criminal norteamericana
. Cuando
a ellos les da por tomarse una licencia lo hacen siempre a sabiendas y
saben envolverla para dar el pego.
Daniel Monzón ya apuntó en
Celda 211
sus maneras.
Sin perjuicio de alguna inexactitud evitable en el guion
(como la alusión al homicidio en primer grado, delito inexistente en
España), la historia se tenía en pie y los personajes eran sólidos y
persuasivos: los malos tenían sus códigos y los buenos eran tan
complejos y paradójicos como el género requiere.
Lo apuntado entonces se
alza a una altura mayor en
El Niño, un
thriller
impecable en su factura técnica, no sólo por las secuencias de acción,
que nada tienen que envidiar a las de cualquier producción
internacional, sino también por la dirección de los actores y el trabajo
de éstos.
Son memorables tanto los polis (Luis Tosar, Eduard Fernández,
Sergi López y Bárbara Lennie) como los narcos; desde los más astutos
que regentan el negocio aguas arriba hasta los tres pringados que se la
juegan en primera línea y acaban pagando los platos rotos (con un trío
actoral, el formado por Jesús Castro, Jesús Carroza y Saed Chatiby,
verdaderamente extraordinario).
Y como guinda del pastel, el
descubrimiento de Mariam Bachir, una actriz cuyo personaje es la perla
del guion y que sabe imprimirle a su presencia en pantalla la elegancia,
la belleza y la tristeza (casi de Pietà) que venían al caso.
Con películas así se va haciendo camino, y cada día estaremos un poco más cerca de tener la ficción criminal
Lorenzo Silva
Es curioso, pero el espectador que acaba de escribir lo que antecede
se sentó a ver la película con algún escepticismo, abonado por algunas
reseñas que había leído previamente y por la experiencia de
Celda 211, con la que, sin negarle méritos, no terminó de sintonizar.
Sin pretender que
El Niño
sea una película perfecta, hay que reconocerle que sus resultados están
a la altura de las expectativas que crea: lo que promete, lo da con
solvencia y largueza.
Es un buen filme de acción, cuaja un conseguido
retrato de personajes y lanza una mirada lúcida y pertinente sobre cómo
se comete y combate el crimen.
Con películas así se va haciendo camino, y cada día estaremos un poco
más cerca de tener la ficción criminal que corresponde a nuestra
realidad.
Sus virtudes hacen olvidar sus fallos: acaso el más llamativo,
en términos de verosimilitud, la ausencia de la Guardia Civil en
labores en las que tiene el protagonismo, como es el control del tráfico
del Estrecho y de los puertos, y su forzada presencia al final, en una
operación que, por lo que se cuenta, dudosamente asumirían los de verde
.
Confiamos en que en la siguiente se pulirán estos detalles.
Por lo
pronto, y para el espectador ajeno a estas pejigueras, Monzón se
confirma, con
El Niño, como uno de nuestros más recios cineastas negros.
Lógica escurridiza
Leila Guerriero sobre 'Relatos salvajes'
A los nueve años,
Damián Szifrón hizo una película con una cámara de vídeo amateur en la que incluyó una escena que citaba la secuencia inicial de
Los pájaros, de
Hitchcock.
Para hacerla, pasó horas grabando cada gorrión que se posaba sobre la
antena de su casa y, al mostrar el resultado a su familia, todos se
rieron mucho. "Se mataban de risa.
Yo me ofendía. No podía entender qué
les causaba gracia. Si mis películas eran de terror", decía Szifrón hace
años, cuando aún no era el director de
Relatos salvajes, el film argentino de coproducción española con
nueve nominaciones a los premios Goya y una al Oscar (como mejor película extranjera), y cuando ya era director de otras cosas —la serie televisiva
Los simuladores, el largometraje
El fondo del mar—,
que lo habían puesto en un lugar de "director joven y exitoso" del que
él renegaba amablemente, diciendo que ser joven no era, en principio, un
acto voluntario.
El punto es que las dos cosas son ciertas: las
películas de Szifrón producen risa y son, también, películas de terror.
En todos los episodios hay un disparador que
pone en marcha un mecanismo enloquecido de catástrofes morales y
reacciones desaforadas
Leila Guerriero
De
Relatos salvajes se ha dicho mucho: que refleja la
sociedad actual con sus frustraciones, su ira mal contenida, su
violencia chisporroteante, su sed de revancha.
Está estructurada bajo la
forma de seis relatos independientes, recorridos por un filamento
grueso de violencia y de miseria humana: un ingeniero especialista en
demoliciones pierde los estribos cuando la grúa le lleva el auto mal
estacionado y termina cometiendo un acto de barbarie; una mujer decide
envenenar a un mafioso de pueblo que ha destrozado la vida de su
compañera de trabajo; un empresario intenta encubrir a su hijo, que
atropelló a una mujer embarazada, haciendo que uno de sus empleados
asuma la culpa y sobornando a un fiscal. En todos los episodios hay un
disparador que pone en marcha un mecanismo enloquecido de catástrofes
morales y reacciones desaforadas y, así, un fiel empleado dispuesto a
inmolarse en la cárcel para encubrir al niño de la casa termina
revelándose como un ser —otro más— sin escrúpulos, y un tipo que viaja
en la cabina insonorizada de un Audi último modelo termina reventándole
la cabeza a golpes con un extintor a un perfecto desconocido. Todo eso
en una revisitación del viejo mantra "un hombre común en circunstancias
extraordinarias", del aún más viejo mantra "la ocasión hace al ladrón"
(y al asesino, y al corrupto), y con líneas de diálogo que mueven a risa
y hacen que lo siniestro resulte más siniestro todavía. Szifrón tiene
recursos narrativos para dar y regalar (basta con ver el uso de la
cámara y de la luz con que sumerge al último de los episodios —una boda
en la que la novia descubre que su marido la engaña— en un clima de
bacanal embarrada, lúbrica, grotesca, que parece transcurrir en la jaula
de un zoológico).
Pero lo más impresionante de
Relatos salvajes es su lógica
escurridiza.
Una lógica que hace que en cada episodio las víctimas se
transformen en victimarios y otra vez en víctimas, y que pone a la
película en un territorio resbaladizo, sin zonas de apoyo,
transformándola en un barco enfermo cuyo único destino es el desastre,
conducido por una tripulación enajenada e iracunda en la que todos
quieren que los malos paguen y, para eso, devienen, ellos también, seres
despreciables (por acción o por omisión: por ofrecer dinero a un pobre
hombre pobre para que asuma la responsabilidad de un crimen que no ha
cometido, o por no evitar que un hombre miserable se envenene mientras
se está a tiempo de evitarlo)
. Cuando el ingeniero de uno de los
episodios pone una bomba en el estacionamiento al que la grúa le ha
llevado el auto ya dos veces, la gente, en el cine, ríe gozosamente y,
gozosamente también, aplaude: es la revancha de los que se piensan
probos.
Como una bomba de alto daño, las esquirlas disparadas por
Relatos salvajes salpican, sobre todo, a la platea, y se les quedan clavadas a unos cuantos.
Historia de España
Elena Medel sobre 'Magical Girl'
En
Cría cuervos, de Carlos Saura, las hermanas huérfanas bailan
¿Por qué te vas?
en ausencia de la tía Paulina: durante ese paréntesis de música
regresan al espíritu de la edad que les corresponde, y que enterraron.
Años más tarde, en
Arrebato, Iván Zulueta despojó a su Betty Boop de la sexualidad que marca en nuestro recuerdo al personaje, brindándole con la actitud de
Cecilia Roth una perversa ternura maternal.
Carlos Vermut ha cerrado con
Magical Girl
ese círculo —un círculo majestuoso, exacto, como aquel que remata su
película— de infancias y muertes con la coreografía de Lucía Pollán, al
inicio del filme, frente al espejo.
No cuento más porque a
Magical Girl
conviene acercarse desconociéndola; lo impone una película forjada con
vacíos —los que deja, en el cuadro definitivo, una pieza de puzle
extraviada—, silencios y elipsis, en la que sin embargo todo cuadra,
todo significa, nada recae en el azar. ¿Qué intuimos tras la puerta del
lagarto negro? ¿Qué vincula a Bárbara —Lennie, magnética—, y Damián?
Uno
de los superpoderes de
Magical Girl reside en su inteligencia
al callar; otro, en su capacidad para el asombro, en el diálogo entre
símbolos y tiempos cambiados, en los bruscos virajes cuando la línea
narrativa se endereza.
Conviven muchas películas diferentes en
Magical Girl.
Según el personaje al que acompañes,
Magical Girl
habla sobre el poder y la dominación, sobre la compasión y la culpa,
sobre la obsesión y la belleza, sobre el amor y el deseo y la
destrucción, sobre la venganza y la justicia, sobre Españ
a. Oliver Zoco
nos sitúa en tierra de nadie: ni cerebrales como nuestros vecinos
nórdicos, ni sentimentales como los árabes o los latinos, en esa zozobra
nos mantenemos. Y en ese carácter funámbulo de nuestra cultura —el que
late en las obras de Cervantes, Goya o Lorca—, se construye
Magical Girl.
Carlos Vermut no ha necesitado importar ninguna fórmula de éxito, por mucho que reescriba el género
noir y se apoye en referencias a la cultura japonesa o a libros y películas como
Alicia en el país de las maravillas o
El mago de Oz.
La picaresca triste de Luis, los espacios costumbristas que otorgan a
Damián el humor negro, el tremendismo y lo tremendo, el discreto encanto
de los ambientes en los que se mueve Bárbara, la atmósfera de oscura
ensoñación... Elementos que
Magical Girl comparte con el cine
de Val del Omar o de Buñuel, de Saura, de Zulueta y de Almodóvar.
Y al
escribir estos apellidos no me refiero —sin más— a que Carlos Vermut se
inscriba en esta tradición, profunda y sabia y desacomplejadamente
española, sino que Vermut —tras el alto precedente de
Diamond Flash— y su honesta
Magical Girl acceden por derecho propio a ese grupo.
Antonio Machado, con la voz de Juan de Mairena, acusaba al poema que
no revelaba su "acento temporal" de encuadrarse más en la lógica que en
la poesía.
Magical Girl, ocultándonoslo todo, cae del lado de
la lírica, e inclina la balanza lejos del dos-más-dos-son-cuatro con el
que Vermut nos previene:
Magical Girl nos rompe los esquemas.
Por más que aluda a la crisis —con esa conversación entre Damián y Luis,
qué sucederá, sucederá lo que tememos, sucederá lo que tememos y como
lo tememos—, se desarrolla ajena al tiempo y al espacio, centrada en que
el espectador —un personaje más— mire y reflexione y concluya. Densa y
turbia, al mismo tiempo delicada y refinadísima —de qué manera traza
Carlos Vermut cada situación, y qué plasticidad—, siempre en equilibrio,
la espléndida
Magical Girl forma ya parte de nuestra historia.
El lenguaje de las flores
Elvira Lindo sobre 'Loreak'
Así, tomando prestado parte del título de la
Doña Rosita lorquiana, podía haberse completado el de esta película,
Loreak,
porque, al fin y al cabo, las flores son utilizadas como símbolo de
todo aquello que las personas quisiéramos decirnos pero no sabemos, por
torpeza, por desamparo, por un alejamiento del ser amado que no se sabe
cómo remediar o por creernos inmortales y pensar que tendremos tiempo
para redimirnos o para salvarnos.
Pero no.
Nuestros seres queridos
mueren y a veces dejan tras de sí mensajes que no comprendemos y que ya
no vemos la manera de descifrar.
Esto es lo que ocurre en
Loreak.
Muere un hombre en un accidente de tráfico, pero deja, sin respuesta,
la razón por la que durante un tiempo enviaba ramos de flores a una
compañera de trabajo con la que no tenía mucha relación.
Este enigma
sacude la vida de la joven viuda, que no entiende cuál era la intención
de su marido al regalar flores a una mujer que ni tan siquiera fue su
amante
. Y también la de la receptora de esos ramos, que ve perturbada su
vida, ya que cuando empieza a recibirlos atraviesa un momento de
insatisfacción matrimonial.
El tratamiento del tiempo parece sacado del cine japonés, un país, por cierto, donde las flores poseen un lenguaje riquísimo
Elvira Lindo
Cada una pone en las misteriosas flores lo que anhela y lo que teme.
Hasta la madre del difunto, no sabemos con cuánta malicia, necesita
creerse la interpretación más romántica de aquellos envíos para
ningunear a una nuera que nunca fue de su agrado. Las flores siguen
hablando a pesar de que el tiempo las marchita.
Es un recurso clásico de
la poesía y del cancionero: "A tu lado vivirán y te hablarán como
cuando estás conmigo / y creerás que te dirán, te quiero / pero si un
atardecer, las gardenias de mi amor se mueren / es porque han adivinado
que tu amor me ha traicionado porque existe otro querer".
De los versos
de un bolero, como
Dos gardenias, a los de
Blue Gardenia en la canción popular americana; del valor simbólico que otorgó a las flores
Emily Dickinson en sus poemas a esa Doña Rosita cuya juventud se marchita tan inexorablemente como lo hacen las flores.
Es el mero hecho de ser tan bellas lo que las convierte en paradigma
de la fugacidad.
Las flores nos encandilan tanto como nos duelen y nos
inquietan.
Los directores Garaño y Goenaga han utilizado ese recurso
clásico para componer una historia muy sutil sobre los inesperados
caminos del amor. Itziar Aizpuru, Nagore Aranburu e Itziar Ituño
interpretan con delicadeza un cuento del que se sabe más por lo que no
se dice que por lo que se expresa.
El tratamiento del tiempo parece
sacado del cine japonés, un país, por cierto, donde las flores poseen un
lenguaje riquísimo.
Añadiendo a eso que al no saber euskera el sonido
de un idioma del que no captamos ni una sola palabra ayuda, más que
impide, a añadir misterio a un universo de por sí misterioso.
Contada
como una película de suspense más que de sentimientos,
Loreak tiene la belleza de una flor, ¿de cuál?
Yo diría que de la flor del cerezo.